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domingo, 21 de febrero de 2010

Castigos sin horizonte

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Hablábamos en una anotación anterior –¡Contra la pared!– de la generalización de los castigos físicos en la enseñanza desde tiempos bajomedievales y de las posibilidades disuasorias que podrían tener estos métodos para aplicarlos, por conductas asnales, a parte de la gente que se acerca a las bibliotecas. Lógicamente, todo el texto estaba cargado de ironía y queda, pues, fuera de nuestro pensamiento cualquier posibilidad de su práctica, ni siquiera en la imaginación, durante los días nefastos. No sólo renegamos del castigo físico, sino también del psicológico, el cual era recomendado por la capacidad de ridículo, miedo y vergüenza que origina en quien lo recibe. «Humillan. Y, al humillar, corrigen», decían no hace mucho.
Por ello, hoy recordamos a quienes se oponían a la «execrable costumbre a resultas de la cual muchos niños mueren y otros quedan mutilados». Y traemos aquí textos que quienes así lo hacían. Es el caso de Pietro Giordani, que en 1819 escribe La causa dei ragazzi di Piacenza, a la que corresponde la frase citada. Este hombre denunciaba que «en nuestras escuelas la carne humana recibe peor trato que la carne de los cerdos. Porque a los cerdos los matan de un golpe y sólo porque es necesario. Nuestros escolares, en cambio, son torturados continuamente y sólo por escarnio. Es preciso detener la crueldad de la vil e ignorante canalla que tortura al sector más digno de respeto del género humano: los niños». Asimismo, Enrico Mayer, creador de las guarderías, que clamaba «premiad en vez de castigar. Elogiad en vez de reprobar. Y os sorprenderá vuestro éxito».

Quede claro el camino. Pero de todo esto hemos obtenido algo positivo: una vez insonorizados los cuartos oscuros de las bibliotecas, los podemos utilizar para recreo del personal laboral, ¿no?

[La traducción de los textos citados es de Isabel Prieto, tomada del libro de Oriana Fallaci Un sombrero lleno de cerezas (La Esfera de los Libros, 2009).]

domingo, 14 de febrero de 2010

¡Contra la pared!

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¡Ay! Cuántas veces se añoran en esta y otras bitácoras bibliotecarias la posibilidad de utilizar métodos disuasorios ante las conductas asnales de la variada fauna que puebla, por algunos momentos, nuestros locales. No faltan ganas de desahogo ante las continuas infracciones que se suceden: libros subrayados a color, páginas arrancadas, devoluciones a uña de caballo, acaparación de periódicos, carreras a voz en grito con el móvil, huellas de lentejas en unos hermosos versos y un largo etcétera. Pero, las apariencias sociales de estos tiempos civilizados que corremos impiden poner en marcha cualquier medida (por muy sofisticada y meritoria que sea) tendente a la persuasión, a convencer a las claras.

Y no es que no existan antecedentes. En el campo de la educación los hay de sobra. La Iglesia –esa institución tan sabia y tan venerada– sentó las bases, en los tiempos medievales, de cómo habría que proceder con quienes no podían pagar las multas que se les imponían por malas calificaciones o por mala conducta. El teólogo francés Jean le Charlier de Gerson escribe en 1402 un texto pedagógico, De pueris ad Chistum trahendis, que expresa claramente esta intención: «Que en el caso de que no se produzca el desembolso, el preceptor castigue al párvulo con la verga. Que el párvulo sepa que sufrirá el castigo de la verga si no salda con dinero la pena que se le ha impuesto». Un siglo después, la normativa del colegio católico de Tours especifica: «Que el número de golpes se duplique en el caso de que los gritos turben la paz de la zona, para que el castigado calle o se desmaye». Y por si queremos cambiar de tiempo y lugar, la Guida dell’Educatore (Toscana, siglo XIX) recuerda que «todos sienten el dolor físico, todos ceden ante él», aconseja que «sólo cuando la carne está domada reconoce un reo su culpa», e insta a que quien está al frente cumpla sus amenazas, pues, de lo contrario, pierde autoridad y el alumnado le consideraría «mujercita de corazón blando».
Para qué seguir. Ante la inutilidad disuasoria de los gestos amables, ante la indomable rebeldía, ¿por qué no vamos insonorizando los cuartos oscuros de las bibliotecas? Además, es fácil que nos ganemos el cielo.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Los niños en la biblioteca: esas adorables criaturitas

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Quien trabaja en una biblioteca pública con sala infantil sabe muy bien de lo que se va a hablar hoy aquí; el pobre bibliotecario se enfrenta día a día a una caterva de pequeños seres que, lejos de hacerle la vida fácil, le complica las cosas hasta límites insospechados y hace del martirio a éste la razón de su existencia. Pero estas criaturitas no están solas, no, vienen respaldadas por otros seres más temibles, si cabe, que son sus adorados papás; éstos además de ser normalmente descuidados en supervisar los actos de sus vástagos, se suelen transformar en hidras venenosas si el abnegado bibliotecario osa decir algo “inconveniente” (según ellos) a sus pequeños.

El bibliotecario se encuentra desvalido, pues, ante situaciones como las siguientes:

1ª La niña del exorcista : A una pequeña en medio de la sala infantil, y sin mediar provocación previa, le da por empezar a gritar cual posesa y a patalear sin motivo aparente; tras mirar a sus padres con gesto desconcertado y ver que ellos no hacen nada, únicamente te queda acercarte para intentar calmarla antes de que revolucione el resto del gallinero; pero ella no sólo no se calla sino que sus gritos ascienden trescientos decibelios y tú ya no sabes que hacer.... recurres de nuevo a sus progenitores y ellos con cara de indiferencia te dicen: “Déjala, en Super Nany dicen que si no les haces caso las rabietas no les duran más de cinco minutos....”


2ª Caín y Abel : Dos hermanos de entre seis y ocho años están mirando embelesados la estantería de DVD de dibujos animados; uno de ellos alarga su pequeño bracito para coger una carátula, y cuando sonríe con la satisfacción de haber encontrado lo que buscaba, llega el sucesor de Caín y le propina una patada en la espinilla que te duele hasta a ti; Abel sin quedarse atrás (hoy en día nada es igual) le da un tirón de pelo y se queda con un mechón en la mano... así sigue la pelea entre revolcones, tirones de narices y orejas, puñetazos con distinto acierto... vas raudo a separarles y la película sale volando por los aires perdiendo todo el interés para ambos, que se recomponen un poco y siguen mirando la estantería como si nada hubiese pasado... y tú con cara de estúpido te quedas pensando si no habría sido mejor dejarles a ver si acababan matándose...

3ª Pandillas juveniles : Un día cualquiera, el sol penetrando por los ventanales, música suave escapándose del reproductor de Cd’s, es la calma que precede a la tempestad.... y llegan ellos.... entran entre risas y eructos, arrastran sillas y desperdigan sus mochilas por el suelo... se sientan todos en la misma mesa y van en busca de un objetivo muy, muy concreto: estantería del 6 – balda del 61 – libros sobre sexualidad. Una vez han hecho acopio de los que tienen la portada más explícita vuelven a sus sitios entre codazos, collejas y carcajadas; te miran de reojo, se vuelven a descojonar, y empiezan a escribir con bolígrafo frases obscenas y dibujos soeces en las páginas del libro. Tú, que lo has visto todo, te acercas desgarrado por el dolor de ver tus libros mutilados de esa manera y antes de llegar a su lado les oyes decir: “como se acerque hasta aquí le toco el culo” y a tí te entra tantas ganas de estrangularlos, de degollarlos, de espachurrarlos contra la estantería más cercana, que en un arranque de contención inexplicable les dices con voz suave pero autoritaria: “haced el favor de abandonar la sala o llamo a seguridad” (como que hubiera seguridad en tu biblioteca) y vuelve a producirse el proceso pero de manera inversa: recogen sus mochilas, se dan collejas, se descojonan y abandonan la sala entre una avalancha de erectos que dejan retumbando en el ambiente....

4ª El amor flota en el aire: son las 17 horas de cualquier tarde, llega un tumulto de niños que acaban de salir del colegio y como colofón un grupito de treceañeras con brillo en los labios, minifalda y botas de caña alta seguidas de cerca por otro grupito de imberbes. Cogen sitio en mesas separadas pero cercanas y empieza el trasiego de papelitos, miradas de reojo, risitas incontrolables, y tú que estás hasta el moño de tanta hormona descontrolada te acercas y les espetas: “eh, vosotros, y la tarea para cuándo, ¿eh?”
Y ellos con carita de buenos te contestan: “pe, pero si no hemos hecho nada...” tú te vas a tú mostrador sabiendo que en cuanto les des la espalda seguirán liberando hormona y dándote el coñazo hasta la hora de cerrar....

5ª La tertulia del Café Gijón, en versión Maruja: en toda sala infantil que se precie no puede faltar la tertulia de cada tarde, con cinco o seis madres-marujas hablando de lo visto en el Tomate esa misma sobremesa, o de lo capullo que es el profesor de sus niños a los que el muy cerdo tiene manía, y tramando la manera de arruinarle la vida al pobre hombre denunciándole en el Consejo escolar, en la Delegación de educación o en el mismísimo Ministerio si hiciera falta. Huelga decir que mientras estas intrépidas mujeres se entregan al frenesí del despelleje, sus criaturitas gozando de plena libertad se entretienen desbaratando absolutamente todas las estanterías por el mero placer de desordenar sin intención alguna de coger ningún cuentecillo para leer.

Sí queridos colegas, nuestra vida es un infierno y ésta es sólo una pequeña muestra de la cantidad de casos que se nos dan a diario en nuestras queridas salas infantiles; ante la imposibilidad de resucitar a Herodes, o dar a los pequeños un bebedizo para hacerles madurar de repente sólo se me ocurren como posibles soluciónes a nuestros problemas las siguientes, que cada cual escoja la que mejor se adapte a sus gustos o a su perfil castigador: