miércoles, 30 de mayo de 2012

Palabras de consuelo (sefardíes)

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La expulsión de los judíos de España (1492), originó una diáspora que, en el inicio de la segunda guerra mundial, contaba con tres focos principales: Los Balcanes, Turquía y América. La lengua judeo-española gozaba de excelente salud, contabilizándose en los últimos sesenta años −1870-1930− más de trescientos periódicos, los cuales eran leídos por una población estimada entre doscientos setenta mil y cuatrocientos cincuenta mil sefardíes. Igualmente, se iniciaba con fuerza la producción novelística escrita, a la que se sumaban la teatral y poética, ambas con facturas innovadoras en estética.

Pero llegó la debacle. Los campos de concentración y los progromos se llevaron por delante casi un noventa por ciento de integrantes de esta colectivo. El judeo-español, al igual que el yiddish, sufrieron una paralización difícil de superar. No obstante, en aquellos momentos de degradación, la lengua materna sirvió para que muchos se reconocieran y ayudaran. Sirvió, además, para proporcionales palabras de consuelo. La vesania de la gente carcelera llevaba a sortear las cucharadas extra de sopa para quien realizara algún acto que cayera en gracia a la raza superior; entre ello se encontraba el cantar canciones que, por el motivo que fuera, les gustasen. Es así que los sefardíes echaban mano del rico acervo cultural medieval del que disponían.

Entre las canciones de los tiempos de alambradas destacó la cantiga Arvoles yoran por luvyas, que se convirtió en una especie de himno consolador:

Arvoles yoran por luvyas

I muntanyas por ayres

Ansi yoran los mis ojos

Por ti, kerida amante

Torno i digo: ke va ser de mi?

En tierras ajenas yo me vo murir

Enfrente de mi ay un andjelo

Kon sus ojos me mira

Yorar kero i no puedo

Mi korason suspira

Torno i digo: ke va ser de mi?

En tierras ajenas yo me vo murir

(Los árboles lloran por la lluvia / y las montañas por los aires / así lloran mis ojos por ti, querida amada / vuelvo y me digo: ¿qué va a ser de mí? / en tierras ajenas me voy a morir / enfrente de mi ay un ángel / con sus ojos me mira / quiero llorar y no puedo / mi corazón suspira / vuelvo y me digo: ¿qué va a ser de mi? / en tierras ajenas me voy a morir).

¿Qué va a ser de mi?

viernes, 25 de mayo de 2012

Mirar atrás

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Ahora que las golondrinas llenan de sonidos las frescas mañanas soleadas, le hablo a la Bibliotecaria de la mala racha pasada en un año no muy lejano, durante fechas en que recuerdo nítidamente que estaban presentes esos bullicios. «Ya sabes –me dice−, mirar atrás, a cuando nos acosó la vida, puede servir para provocarnos una pasajera sonrisa o para atraparnos nuevamente en su red sombría». Y por si me entraran tentaciones de lo segundo, hablamos con algún detenimiento de la esposa de Lot, convertida en estatua de sal por volver la vista. ¿Se volvió con todo el cuerpo? ¿Cómo se llamaría? Puede que añorase a alguno de esos ángeles que se vestían al uso humano para acostarse con las hijas de los hombres. O puede que añorara a alguna de las de su mismo sexo (pues, según cuenta el Génesis, encontraban gusto en relacionarse con intimidad) en aquellas ciudades del Mar Muerto.

En estas pasamos la tarde la Bibliotecaria y yo. Riéndonos ante la suposición de que pudieran quedar esculpidas en material salobre aquellas personas en las que ahora pensamos (aunque solo fuera por breves instantes). «Y no eches el gesto en saco roto –continúa ella, con cierto orgullo y preocupación−. La ninfa Eurídice murió en Tracia, el día de su boda, a causa de una mordedura de serpiente. Se había casado con Orfeo, el que acompañó a los argonautas por el Mar Negro y adormeció al dragón que custodiaba el vellocino de oro con la lira que Apolo le regalara. Si hemos de hacer caso a Virgilio (en las Geórgicas), el músico divino no podía vivir sin su amada, así que echó mano de sus artes para convencer a Caronte de que lo dejara atravesar el Estigia, y a Perséfone y Hades (una vez descendido a los infiernos) para que la dejaran marchar. Lo hicieron con la condición de que él fuera delante de Eurídice y de que no se volviera a mirarla hasta que estuvieran al sol. Pero… Orfeo dudó, volvió la vista y… Eurídice regresó a los infiernos».

Sí, ya sé. Vivió apenado, y fiel a su amor, hasta morir asesinado por las sacerdotisas de Dionisio. Su lira fue transformada en constelación. Y −se dice− que las corrientes marinas arrastraron su cabeza hasta Lesbos (cantando y cantando), a la espera del día en que se reunió con ella.

¡Esta Bibliotecaria siempre me deja temblando!

domingo, 20 de mayo de 2012

Poesía pública

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Hace un tiempo, la Bibliotecaria me habló de su amiga Ana. En aquella ocasión lo hacía con esa manera tan suya de contar que parece que se adorna con las cualidades o vive las aventuras de otras personas, máxime si apuntan algún tipo de extravagancia. Yo la dejé que se extendiera a gusto; si bien pensé que dicha Ana tendría que ser alguien singular (ya que −¡eso, sí!− la Bibliotecaria no suele exagerar en lo que dice).

Hace unos días, le hablaba yo de los poemarios La alambrada de mi boca y Alfabeto de cicatrices (editadas por Baile del Sol); de las bitácoras El alma disponible y (la colectiva) Cultura indigente. «¡Pero si son de Ana!», me dijo, y entonces caí en aquella (para mí) intrigante mujer, de la que había imaginado cualidades y aventuras contadas. Efectivamente, Ana Pérez Cañamares, poeta y narradora a la que leo con cierta frecuencia, escribe allí atinadamente palabras públicas.

Hijo mío

Que soy libre, me dicen.

Pero si quisiera tener otro hijo

tendría que llevarlo al Banco de la esquina

porque suya es mi casa.

Mi niño llamaría padre al director

y madre a la cajera

aprendería a andar con una silla de oficinista

dormiría en un cajón del archivador

y yo solo sería un pariente lejano

que le sonreiría desde mi puesto en la cola.

Me pasaría de vez en cuando con la excusa de ampliar la hipoteca

solo para ver qué tal me lo crían

cómo le afecta el aire acondicionado

si sabe poner un fax

y si el director le regala un juego de sartenes

por su cumpleaños.

miércoles, 16 de mayo de 2012

No entiendo

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Me recuesto en la cabecera de la cama, y leo y observo una versión ilustrada de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik –la publicada en Libros del Zorro Rojo, 2012, con dibujos de Santiago Caruso–, y se me encoge el cuerpo desde el estómago. Cierro el libro, coloco la cubierta boca abajo y lo llevo al aparador de la entrada para devolverlo mañana a la biblioteca. Me voy a intentar dormir. No entiendo. Por supuesto, me desvelo.

Como ya alguien habrá adivinado, estas páginas describen y pintan la obra de Erzébet Báthory (1560-1614), todopoderosa condesa protegida de los Habsburgo, que asesinó a 650 doncellas en el laberíntico castillo de Csejthe, azuzada por la hechicera Darvulia, con el fin de alejar la vejez. Ella y sus sirvientas, poseídas por instintos destructivos (incluidos los sexuales), utilizaban tenazas, atizadores rojos, ganchos, jaulas, cirios ardientes, cuchillos, agua helada, agujas… con el solo fin de atormentar hasta la muerte, de contemplar el sufrimiento, de regar de sangre sus blancos vestidos y su piel cincuentona. En un cuaderno anotaba el nombre y rasgos de sus víctimas. ¿Puede apreciarse belleza en un personaje semejante, tal como afirmaba Sartre: «El criminal no hace la belleza; / él mismo es la auténtica belleza»? ¿Es que no cuentan las muchachas?

Pizarnik (1936-1972) escribió en su diario: «¿Cuál es mi estilo? Creo que el del artículo de la condesa. Nunca después volvió a sucederme algo parecido». Sencillamente, le fascinaba el laberinto. Igual que le había sucedido a Valentine Penrose (1898-1978, otra admirable poeta. Tengo las flores más bellas / la quimera más bella / el espejo más bello / yo soy el agua que se canta), que logró reunir, antes de escribir su poema en prosa, una buena cantidad de documentos sobre el terrible erotismo de piedra, de nieve y de murallas de la condesa. Es tal la crueldad que muestran las palabras, líneas y colores de este libro que no me cabe en la cabeza, según dice el ilustrador, que sirvan para «exorcizar la enfermedad del mundo» o, según dice la escritora, para mostrar que «ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible».

Hoy prefiero no mirarme al espejo.

jueves, 10 de mayo de 2012

Olores que...

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La Bibliotecaria comparte el gusto de oler los libros con mayor número de personas del que yo creía que existiera con esta afición. Ahí está la bitácora que ya lo anuncia en el nombre –Olor a libro nuevo y café− y esa anotación de Letras y escenas, o la de No me digas que… [de donde tomamos la imagen de arriba], en las que numerosos comentarios hacen alusión a este ímpetu (por esta vez, llamémosle así). Mientras atravesamos el verde prado del Parral, alfombrado de margaritas y botones de oro, y nos despojamos de prendas superfluas, exponiendo al sol nuestra blanquecina piel, le hablo a la Bibliotecaria de las zahúrdas en las que se han impreso gran parte de los libros cuyo aroma ahora aspira con tanta delectación. Los efluvios del plomo de las linotipias y el de las tintas han quemado demasiados pulmones en los talleres de imprenta.

«Igual que las panaderías», le comento. Un obrero panadero argentino, Joaquín Hucha, escribió hace casi un siglo un folleto en el que denunciaba El trabajo nocturno y los males que acarrea (editado por Tierra y Libertad en Imprenta Germinal, 1915). En él, se describen escenas parecidas a las que narra un artículo del Boletín de Artes Gráficas (1937): «¡Qué pocos talleres han conocido la holgura! Y siempre la misma obsesión: imprimir libros al precio más económico. Cuando el impresor tenía capital, montaba su taller al dictado del mote “Imprimir muy barato”. Para ello bastaba con adquirir la maquinaria más moderna. El local, no importaba [...] Tampoco importaba el material auxiliar, no productivo. Pero cuando el impresor no tenía capital [...] entonces la pocilga tomaba matices dantescos: zaquizamíes absurdos en rezumantes sótanos, tenebrosas alcobas que hablaban clandestinidades incomprensibles [...] con un huir de la luz como si se temiesen sus radioactividades [...] Y quién sabe si, a la acción de los rayos luminosos, aquellos monstruosos cuerpos tipográficos no habrían muerto instantáneamente. Cabe pensar que sus mismos dueños, avergonzados al verlos, los habrían liquidado”.

Pan para el cuerpo y pan para el espíritu. En estas ocasiones, casi me alegro de mi alergia al papel impreso (en especial, el viejo). Y se me figura que mi achist es un guiño a las penalidades del pasado.

domingo, 6 de mayo de 2012

¡Pero si nunca he hecho un favor a nadie!

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Esto dicen que comentó Giovanni Pietro Carafa (1476-1559) cuando fue elegido Papa el 15 de mayo de 1555 -ya septuagenario- en una de esas rocambolescas carambolas que suceden en los cónclaves de la curia vaticana. Y a fe que así debía de ser. Pero el destino premia, con demasiada frecuencia, la insolencia. Su tío, cardenal, lo había elevado a obispo de Chieti en 1494. De aquella ciudad napolitana proviene el nombre de teatinos, clérigos no conventuales del Oratorio del Amor Divino, dedicados a la caridad, de cuya orden fue cofundador Giovanni Pietro. Cuando fueron llegando a Roma las oleadas reformistas luteranas (desde la década de 1520), Carafa mostró su desacuerdo, abogando porque fueran perseguidos quienes flirtearan con ellas. Así, siendo cardenal (1542), contribuyó al recrudecimiento de la Inquisición y apoquinó de su propio bolsillo las cadenas y grilletes que la situación requería.

Pero, sin duda, a quienes esto escribimos –amantes de las bibliotecas– nos interesa resaltar que el mentado Carafa, ya con el solio pontificio bajo el nombre de Pablo IV, fue reuniendo un elenco de autores e impresores que (en su opinión) no podían ser leídos por quienes pertenecieran al catolicismo, lo cual dio en convertirse, en 1957, en el Index auctorum et librorum, qui tanquam heretici… (que, dos años después, el Santo Oficio amplió). Y no se contentó con los herejes, sino que extendió el anatema a homosexuales, jugadores, meretrices y simoníacos; además de a judíos y conversos, decenas de los cuales terminaron en la hoguera, siendo otros confinados en un barrio allende el Tíber -bula Cum nimis absurdum-. El cercenamiento intelectual que supuso, contribuyó a que la industria tipográfica variase su centro de Roma a Amsterdam y Ginebra. Ya vemos la delgada línea que existe entre una fuente de información y una prueba acusatoria (tratándose de libros).

. Declaró, además, una guerra ruinosa a España (como napolitano), llevando las hambrunas a Roma. No es de extrañar que, a su muerte, estallara una explosión de júbilo en Roma, que se derribara su monumental estatua y se jugara a rodar con su cabeza (y que ya no pidieran en las tabernas una carafa de vino, sino una brocca). De los restos marmóreos se construyó su morada funeraria.

martes, 1 de mayo de 2012

La atracción de lo erróneo

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«Las sociedades actúan, en demasiadas ocasiones, como las personas», me dice la Bibliotecaria, «encuentran cierta satisfacción en dejarse atraer por el error, en no alejarse del camino -que tienen por seguro- que les mantiene en la ruta del dolor o la infelicidad». Y continúa hablándome de la consideración que se tiene a la mujer en distintas fases de la historia, a pesar de que se ha sabido de sobra que mujeres y hombres están en igualdad de potencialidades mentales. Es más, en la antigüedad clásica se creía que diosas y musas habían sido mujeres de carne y hueso. «Y fíjate −insiste− en lo que contribuyeron al desarrollo. Minerva, símbolo de sabiduría, inventó el olivo (aceite y paz), además de la música (flauta) y la danza; hizo lo propio con el cálculo (cifras); nos enseñó a tejer, hilar y bordar; y, en fin, ideó un tipo de escritura taquigráfica. ¡Y qué decir de Isis, Ceres o Aracne!». Y me comenta que hay pocos libros tan instructivos, en este sentido, como La ciudad de las damas, de Cristine de Pizan (1364-1430), poetisa veneciana, historiadora y moralista.

«Ya lo he leído», le digo, «y ciertamente que es un elenco envidiable de mujeres significativas». A menudo me pregunto por qué existe esa superioridad masculina desde antaño. ¿Tal vez por dedicarse a actividades opresoras como la guerra, lo cual les ha proporcionado −además− la facultad de escribir la Historia, borrando de ella a sus compañeras (como sostenía William Alexander)? Lo cierto es que ha habido suficientes hombres que han afirmado la igualdad. Ahí tenemos, por ejemplo, al cartesiano Poullain de la Barre (1647-1725) que, en 1673, afirma (apoyándose en Anatomía) que la mente no tiene sexo, por lo que las mujeres pueden desempeñar cualquier oficio o profesión de las acaparadas por los hombres. Y, sin embargo, incluso la filósofa natural –física, diríamos hoy− Margaret Cavendish (1627-1674) afirmará la blandura y frialdad de la inteligencia femenina para desarrollar pensamientos rigurosos; siendo, no obstante, una dama rompedora en ciencia y en convenciones sociales, con 14 libros escritos firmados con su nombre (algo incomprensible entonces).

Las musas son quienes inspiran nuestros pasos. Pero…