viernes, 26 de enero de 2018

30 Aniversario de Entrepueblos. Y Úrsula K. Le Guin

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Comenzaba a escribir esta entrada cuando me entero de la muerte de Úrsula Kroeber Le Guin (1929-2018) este lunes. Han sido muchos años con ella como para no dedicarle unas breves líneas aquí. Desde Los desposeídos (1974) supimos que las utopías pueden ser ambiguas y que la ciencia ficción es un territorio en el que se producen implicaciones sociales. Fueron, son, páginas de esperanza. Hasta que se produce El eterno regreso a casa. Novela, relato y hasta traducciones del chino ‒Tao Te Ching‒, del español ‒Grabiela Mistral‒ y, por supuesto, del francés. Según nuestra recurrente Wikipedia, «se consideraba a sí misma como una mujer feminista y taoísta,​ y en sus novelas aparecen a menudo ideas anarquistas». Y también poeta, claro: «Mi piel toca el viento. // Una libélula toca mi mano. / Hablo realmente lento / para que ella me entienda. // La roca caliente bajo mi mano. / Habla realmente lento / para que yo entienda. / Bebo el agua soleada».
En 1978 se conoció la insurgencia del barrio de Monimbó, en Masaya (Nicaragua), contra la dictadura de los Somoza. Aquello, en España, sirvió para encauzar los anhelos de justicia social que estaba perdiendo tanta gente al ver que la democracia que se instauraba en nuestro país (después de una ejemplar transición pacífica) iba a consistir en votar una vez cada cuatro años, dejando abierto el campo al enchufismo y la corrupción y permitiendo que el poder económico continuara en las mismas familias, con una emergencia ligera de rostros. Así es como proliferaron los comités de solidaridad con América Latina ‒no sé por qué no se tituló Iberoamérica‒ y mucha gente viajó a los países del otro lado del charco con el entusiasmo de prestar ayuda.
En las siguientes décadas salieron de estos comités diversas oenegés centrando su ímpetu en proyectos concretos (extendidos a África). Una de ellas es Entrepueblos ‒Entrepobos, Entrepobles, Herriarte‒, cooperación pueblo a pueblo, que este año cumple su 30 aniversario. Ahí caben alegrías, resistencias y rebeldías. Y se puede llegar, por ejemplo, a la obra de Rocío Silva Santisteban, Mujeres y conflictos ecoterritoriales. Impactos, estrategias, resistencias, en la que afirma que «en América Latina las mujeres vivimos en nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros hijos e hijas, en nuestros territorios, las múltiples violencias del modelo de desarrollo del capitalismo extractivista, impuesto en los últimos 20 años en el Sur global».

[Salud. A la espera de que la Vida termine con las payasadas de quienes gobiernan la res publica].

sábado, 20 de enero de 2018

Las leyes de la frontera

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Mientras camino a la biblioteca del barrio me pregunto cuándo se sabe que una novela está terminada. No sé. Tal vez quien la escribe tiene la percepción de que ya no puede dar más de sí en ese relato. O tal vez es la historia que se está narrando la que de una u otra forma se declara completa. O quizá suceden ambas cosas.
En estas ando ya entre las estanterías y me he alargado hasta las de poesía -en el fondo de la sala, la pobre-. Allí me encuentro con libros que nadie ha llevado a casa y, de uno en uno, voy sacándolos, pues me da cierta pena que no tengan una fecha en su papeleta de préstamo. Me pagan con creces. El de hoy es un desconocido Antonio Hernández (1943), que publicó Lente de agua en 1990. La breve reseña de la parte posterior define su poesía de fascinante y contagiosa, por no decir admirable, ostentosa y esencial. Lo cierto es que la leo con el gusto de quien toma unas patatas cocidas a fuego lento: “No han de ganar la honda luz del tiempo / sino los hombres que poblaron sombras / hasta transfigurarlas: una calle del aire / por el que siempre ya transitaría / con cristales y pétalos, / ley de aquel que ha nacido para amar / y en el amor se daña”. Habla de nuestra Historia.
Pero volvamos al inicio. ¿Cuándo una novela está finalizada? Me refiero, claro está, a la que escribe quien no tiene sujeción a las exigencias del mercado, quien no depende de los anticipos de las editoriales. Es lo que quiero pensar de Javier Cercas y, en concreto, de Las leyes de la frontera, publicada en 2012. Según mi opinión, le sobrarían tranquilamente un centenar de páginas -tiene casi 400-. No del final del libro, sino sobre todo de la segunda parte. La agilidad de su prosa, el acierto de los ambientes, la capacidad de resonancia que produce, parece quedar contrarrestada por la reiteración de ciertos motivos -la diferencia entre la persona y el personaje de su protagonista, fundamentalmente-, cuya evitación podrían haber exprimido el texto y, en nuestra opinión, depurar una historia redonda.
“La literatura es una actividad de sacrificios [a las palabras]”, decía (más o menos) Flaubert.
[Salud. A la espera de que la Vida acerque sacrificios a quienes gobiernan la res publica].

domingo, 14 de enero de 2018

Imágenes en palabras. Correspondencia

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Apenas dispongo de tiempo para iniciar el viaje al mundo de las artes y de las imágenes que nos propone Marc Fumaroli (1932) en París – Nueva York – París (2010), periplo que él realizó durante 18 meses, tomando notas, con las que elabora este extenso volumen (de más de 900 páginas). A pesar de ello, procuro leerlo con detenimiento, pues es una prosa inteligente, plena de hipertextualidad, enriquecida con reflexiones. En el fondo plantea aquella observación de Cioran en Ejercicios de admiración: «Toda conquista objetiva supone un retroceso interior. Cuando el hombre haya alcanzado el objetivo que se ha propuesto, someter a la Creación, estará completamente vacío, dios y fantasma».
Lo primero que sorprende del libro es que no tiene ni una sola ilustración, a pesar de que recorre (desde París) las artes de la Vieja Europa y llega (en Nueva York) a la capital de las imágenes contemporáneas. Es, así, un quedarse en el otium clásico, actividad cultural liberadora de las energías del corazón, huyendo ‒¿inútilmente?‒ del entertaiment, considerado el objetivo de las políticas culturales y del «capitalismo cultural de crecimiento exponencial, el de los medias, de lo audiovisual, de la red mundial, revolución sin precedentes, que mercantiliza íntegramente la cultura, y culturaliza íntegramente la mercancía». Han caído los mitos, las ideologías. ¡Genial! ‒diríamos‒: tenemos libertad para movernos. Pero apenas hay sitio para darse la vuelta entre el individualismo optimista de los barrios (muy) pudientes y los diversos fanatismos de los barrios periféricos.
No vamos a finalizar la entrada con el sabor ácido de aquella Primavera silenciosa a la que nos lleva el delicado libro de Rachel Carson, en la que no hay cantos de pájaros, o con la pesadilla de Baudelaire en la que la estación ha perdido el olor. Nos quedamos, para terminar el día, y leer bajo la luz tenue de la lámpara en la mesilla de noche, la Correspondencia (2011) habida entre Chejov y Gorki durante los cinco años de vida del primero (1898-1904). Intercambian frases sublimes de personajes literarios: «La soledad es el comienzo de la sabiduría», dice uno de Herdberg, y otro añade «y de la locura». O «es un consuelo que los demás no sean mejor que nosotros», puesto en boca de quien expresa la bajeza de su alma. Y uno de ellos señala que «el oficio literario es de por sí agotador. Entre fracasos y decepciones, el tiempo pasa deprisa, no percibimos el tiempo presente, y el pasado, el tiempo en que era tan libre, me resulta ya ajeno, como de otro».
[Salud. Cualquiera de los dos libros aprovecharía a quienes gobiernan la res publica].

lunes, 8 de enero de 2018

Celebraciones de Reinas en Penumbra

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El fuego en el hogar. El agua en la playa. La lluvia en el aire. Elementos básicos. Palabras verdaderas de la poesía. La nieve que ahora baja por el aire servirá para que renazca lo hundido en la tierra hacia la primavera (aunque sería deseable que ciertas cosas que mueren no volvieran a resurgir).
“Celebremos… / los afanes de siempre: / mirar la lluvia fuera, / sentir la niebla dentro, / querer y que nos quieran”. No, no, no es eso, pienso cuando leo los sencillos versos de Rafael Juárez en Una conversación en la penumbra (2015). Precisas, recatadas, hermosas incluso sus palabras, pero no es eso de que “Estoy en esa edad en la que un hombre quiere / por encima de todo ser feliz, cada día. / Y al júbilo prefiere la callada alegría / y a la pasión que mata, la renuncia que hiere”. O, para mayor exactitud, no es solo eso. Está la vida fuera, a nuestro alrededor: gente refugiada, nieve, ira, pobreza, rebeldía, latrocinio… No se puede ser feliz sin su permiso.
Ya, ya sé que es un libro de poemas. No hay que exagerar o pedirle peras al olmo. Y, como dejó escrito Eliseo Diego en Nombrar las cosas, “un poema no es más que la felicidad, que una conversación en la penumbra” (según nos recuerda Pablo Jauralde en la jugosa introducción). Este libro -es cierto- dispone igualmente de reflexiones que ayudan a proveerse para la travesía del año que comienza: “Recoge agua, que también te espera / el camino y no vas hacia la fuente”. Y avisa de lo que nos sucederá cuando tomemos el tren de los acontecimientos y no deseemos estación alguna en la que apearnos: “Adiós una vez más a estos lugares / donde me esperan siempre y nunca llego. / Con la velocidad vuelve el sosiego”.
Abro el libro al azar y, tras el juego inocente -“Tres colorines / y dos palomas / y uno que mire / pasar las cosas”- caigo en alguno de sus sonetos -mi perdición consonante-: “Al ordenar los libros nuevamente / desordeno mis días… / Vuelvo a la inútil condición esclava / de organizar en cada estantería / mi ausencia plena y su presencia hueca”.
Salud.

[Las ilustraciones son Reinas de Fernando Vicente, y Penumbra de Paolo Nozolino].

lunes, 1 de enero de 2018

Regalo de Navidad. Ninfas

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«¿Se lo envuelvo para regalo?». «Sí, por favor», le digo a la dependienta de la librería. Por uno u otro conducto, suelen regalarme libros con cierta frecuencia, pero en fechas señaladas –verano, fin de año, etc.– me gusta obsequiarme con algún pequeño detalle, que a veces, como en esta ocasión, consiste en un libro de no demasiada extensión y de reducido formato que me llame la atención por algún detalle. Ayer fue Claudio Monteverdi. “Lamento de la Ninfa”, de Ramón Andrés. La cubierta reproduce Ninfa de espaldas de Mariano Salvador Maella (1739-1819), apunte que se halla en su cuaderno italiano; además, inserta el facsímil de la página del poema de Ottavio Rinunccini (1562-1621), que después músicara Monteverdi (1567-1643), personalidades ambas atractivas.
Con su lectura, con su visión, habito estos días, en los paseos junto al río, uno de esos mundos infinitos que existen en este mundo finito. Como le ocurriera a Rinunccini, sin apenas afinidad con ese ambiente «ocasional, de fasto, exterior, caprichoso» de los tiempos y fechas presentes. Es el pensador y poeta pamplonés Ramón Andrés (1955) quien guía mis pasos por los humedales donde se ocultan las etéreas ninfas, criaturas que gustan del movimiento, de la sugerencia y de la ocultación. Novias con velo. Que el barroco convierte en seres objeto de lascivia, de cupiditas. Y quien contextualiza el poema y la canción.
La ninfa del lamento vaga errante por el bosque, ‘pisando flores’ –calpestando fiori–, por si topara con el ingrato amado que la ha abandonado y se ha internado en la fronda. Ella busca –es decir, se interna en el bosque, según la acepción medieval del término–, sortea onagras y lentiscos, rodea fresnos y robles. Llora, riega la tierra, la cual devolverá los frutos del amor aunque las lágrimas sean derramadas por añoranza del traidor. Lleva en su interior a Circe. El amado está con otra («…nunca tan dulces besos / tendrá de aquella boca, / ni tan tiernos, ay, calla, / calla, que bien lo sabe». / Así, con llanto desdeñoso / derramaba su voz al cielo; / así en los amantes corazones / junta el amor el fuego con el hielo).

[Salud. A la espera de que la Vida conceda sensibilidad a quienes gobiernan la res publica. Las ilustraciones son la de Maella y La muerte de la ninfa de Piero di Cosimo].