miércoles, 28 de diciembre de 2011

Velero en viento de Castilla

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¿Puede subsistir un sencillo velero en tierra castellana? Aire, agua, tierra y fuego en la duradera mentira de la sangre. En los días, con la hierba parlante; en las noches, con las cálidas estrellas. Mástil enramado al que acuden las aves, posadas en su desnuda superficie de escarcha (que el sol regala durante la mañana), mientras otean el redondo valle. Cuerpo-alma a la que nos abocan las religiones; pensamiento-materia en la que nos sume Descartes; arte-ciencia, altivos chopos en la vera del arroyo –Burgostecarios–, vereda hasta el Duero, camino a la mar. Bohemio titiritero viviendo en la ciudad.

La pintura surrealista de Wladimir Kush (1965) es de esas creaciones que responden a la pregunta que nos hacíamos al inicio de esta anotación. Los componentes de sus cuadros no tienen lógica (externa) y, si nos apuran, carecen de profundidad, pero reúnen los elementos que unifican las verdades contrarias; se mueven (como pez en el agua) entre imaginación, música y pasión, proporcionando asiento en la borda a las letras (con las que se describen las Personas) y a los números (con los que escribe la Naturaleza). Así es como La Vela Blanca va y viene entre la nieve, la niebla, las flores, el dolor, el trigo, la humillación, los interrogantes…

Un año más, ¿por qué no?. Salud.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Canción de cuna (berceuse)

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La Bibliotecaria me habla de sus canciones de cuna y tararea versos del “Libro de nanas” (Editorial Mediavaca, 2005) –“Duérmete niño, un jilguerillo vuela al campanario. Duérmete niño, y aposenta los sueños en tu cuna de hojas y tiernos leños”−. A mí, en cambio, no me cantaron ninguna. Tengo la seguridad de ello, pues, de haber sucedido, recordaría una voz melodiosa semejante; y alguna parte de mi cuerpo o de mi mente vibraría al oír sonidos o canciones como las que ahora escucho –“A dormir va la rosa de los rosales. A dormir va mi niño porque ya es tarde”−. Lo recordaría, sin duda, cuando vienen las noches frías y el fuego del hogar extiende las sombras en las paredes del cuarto –“Ea, ea, ea, que mi niña no es tan fea. Y si lo es, que lo sea, ea, ea, ea”.

La Bibliotecaria me dice que me consuele con su arrorró y con las nanas de la música culta. No es que no la escuche con agrado, tiene su dulce personalidad. Pero no, no es lo mismo. Así que tengo que completar mis carencias –lejos ya el bebé asustado− con algunas “berceuse”, esas canciones de cuna compuestas en música clásica (que incluso se han versionado en ritmo comercial y circulan por nuestra vida adulta). Ravel, Balákirev, Stravinsky o Listzy las compusieron. Sin duda, una de las más conocidas es la de Brahms (1833-1897): Wiegenlied, opus 49, n.º 4. El pianista (criado en los suburbios de Hamburgo) la escribió hacia 1868, al nacer el segundo hijo de su amiga Bertha Faber, cantante de ópera, las cual se la susurraría después en numerosas ocasiones en sus paseos por Viena.



[Si se quiere escuchar nanas populares, ahí queda la página arrorrolullabies.com.ar/]

lunes, 19 de diciembre de 2011

Colores ateos

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La Bibliotecaria me convenció para que, este fin de semana, fuéramos a ver los colores del campo –«Ya sabes que Díaz Caneja pintaba a Castilla como quien pinta a una mujer»–. El retraso de las lluvias este otoño ha llevado a que se haya labrado tardíamente, con lo cual se ha sembrado poco cereal temprano y, en correlación, la mayoría de las piezas están ahora en espera del tardío. Bordeamos Soria, atravesando el Duero por su puente más reciente, y nos encaminamos en dirección a Narros. Pasados unos kilómetros, tomamos el camino que sube a un alcor, dejando el coche al abrigo de unas encinas. Casi llegando a la cima, en una caprichosa hondonada, se nos cortó la respiración. Eran tres ensenadas rojas en medio de una mar de hierba seca. Nos cogimos de la mano. El color de la tierra labrada había vaciado nuestros músculos y temimos caer.

Transcurrieron los minutos. Recuperadas, subimos a la cima, desde donde contemplamos la gama de pardos en el redondo valle, remendado con el tierno verde de algunas tablas. Casualmente, en estos días estamos leyendo (Hitch-22) al recién fallecido Cristopher Hitchens (1949-2011), un hombre que perdió la fe en sus días de juventud, sin creer por ello que accedía a la razón irrefutable –¡qué lección!–. Pocas personas, durante la segunda mitad del siglo veinte, han estado en el ojo del huracán como él. No es de extrañar ello, si reparamos en que señalaba que a Teresa de Calcuta y a Lady Dy no les interesaba la gente pobre, sino la pobreza, con el objetivo de congratularse (o tener identidad) ante la gente rica. Trató de vivir contra los totalitarismos. De ahí que dijera que es menos nocivo pensar en Dios que actuar como Dios.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Silencio

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Escribe el hombre de letras Walter Benjamin (1892-1940) que al final de los libros está el silencio. Ése es su objetivo. O sea, que el caudal de palabras que contienen −ya nos llegue a raudales ya gota a gota, dependiendo de la apertura que hayamos dado a nuestro cuerpo y mente, o dependiendo de la capacidad del texto para seducirnos− se sumerge abruptamente al acabar la última línea (se ha suprimido de los relatos el tan sugerente FIN), cual si discurriera por tierras kársticas, y nos deja ante el silencio.

El mismo Benjamin, en un artículo dedicado a Robert Walser (1878-1956), hace referencia a la Tertulia de los Parcos, grupo compuesto por los pintores Arnold Böcklin (1827-1901), Carlo Böcklin (1870-1934) y el novelista Gottfried Keller (1819-1890), los cuales adoraban el silencio. Cuenta que en una de sus reuniones en el café de costumbre, pasado un buen rato, el joven Böcklin habló al aire: «Hace mucho calor». Su padre, al cabo de un cuarto de hora, corroboró: «¡Y que poco corre el viento!». Keller, dejando correr los minutos sin prisa, se levantó y dijo: «¡Ya basta! No puedo permanecer más entre charlatanes».

Y tenemos que recurrir a palabras para nombrarlo.

[La fotografía es Noviembre, de Juan Sevilla, en Flickr].

viernes, 9 de diciembre de 2011

Clarice y Lilith

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Hablando con la Bibliotecaria de lo intrincado que resulta el libro La pasión según G.H. (1964), me comentaba que su autora, Clarice Lispector (1925-1977), le recordaba la figura de Lilith, primera mujer de la creación, anterior a Eva, que se negó a recibir órdenes de Adán y, voluntariamente, se marchó del Paraíso. Cuenta el mito sobre esta mujer, que no veía por qué tenía que estar acostada debajo del hombre cuando realizaban el acto sexual de la unión, a lo que Adán replicaba que porque lo ordenaba él. Y ello fue suficiente para que Lilit saliera volando del Edén y se marchara a la costa del Mar Rojo, lugar en el que convive con los demonios en frecuentes francachelas.

La verdad, hay motivos para la semejanza. Clarice es de origen judío (ruso) y Lilith es un personaje originado por este pueblo, al parecer en los tiempos en que estuvo exiliado en Babilonia. La etimología de la palabra (con la raíz li, que significa noche) hace referencia al movimiento de torsión o a lo que envuelve la tierra. En todo caso, G.H. es un personaje que se emparenta con lo primigenio, que se confunde con la Naturaleza, que se vuelve Silencio, en una narración ya no muy habitual, con alusiones al existencialismo de la época en que se escribió, con pretensiones metafísicas.

No por ello hemos de desecharla, guarda en sus páginas bocados exquisitos.

[Lilith (1892), de John Collier]

lunes, 5 de diciembre de 2011

Imágenes (de palabras)

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Pertenecemos al segmento de quienes piensan que una imagen no vale más que mil palabras. Desde luego, que hay instantáneas que impactan o que reflejan –con elocuencia− lo que está ocurriendo en un determinado lugar. Pero sabemos que ese conmover está demasiado relacionado con el sentimiento que provoca en quien las mira, y que va diluyéndose a medida que se repite la visión mostrada. En cambio, la palabra es capaz de argumentar reflexiones duraderas y, por lo tanto, dar lugar a la actuación consciente y no impulsiva a la que lleva la imagen.

Pero hoy hablaremos de las imágenes construidas con palabras. Las que ha elaborado la literatura desde que nació. Qué sería de ella sin las imágenes, sin esas metáforas que dotan al lenguaje de una singularidad impensable en el habla de la vida cotidiana. Que se lo pregunten a Tomas Tranströmer, actual Premio Nobel, que competía con el también poeta sirio Adonis. Que se lo pregunten a la anterior poeta galardonada: la polaca Wislawa Szymborska. De Tomas –imágenes de naturaleza y música− dirá Lars Gustafsson, que sus poemas reflejan el momento en que la niebla se disipa, cuando por un breve instante se rompe la cotidianeidad.

«Mañana, trabajo en otra ciudad. Yo me largo hacia allá a través de la mañana / que es un gran cilindro azul oscuro. Orión cuelga sobre / la escarcha. Los niños se agrupan en un montón silente a la espera / del autobús escolar, niños por los que nadie ruega. La luz aumenta / lentamente como nuestro pelo».

En 1990 sufre una apoplejía y, desde entonces, su esposa Mónica es quien le mantiene este mundo visual.

[Las fotografías son de segundo sombra y de getty]