sábado, 30 de julio de 2016

Gitana romaní (Zoli, Papusza)

10 comentarios
No dejo de sorprenderme ante la extensión de mis ignorancias. Tan amplias como los horizontes por los que transitaban y vivían los tabor gitanos a lo largo y ancho de Europa. Y una de ellas –de mis ignorancias− es la de la cultura escrita de esta etnia, ya que estoy en la creencia de que son creadores y deudores únicamente de tradiciones orales.

Algo ha cambiado esta suposición desde que leí Zoli, de Colum McCann. Una historia situada en la Eslovaquia de la primera mitad del siglo veinte, incidiendo en las situaciones generadas durante la segunda guerra mundial y el posterior régimen socialista de la zona. La protagonista de la obra novelada es una mujer gitana, de nombre Zoli Novotna, que aprende a leer a instancia de su abuelo, con el que se cría, lo que añade a su facilidad para cantar y crear canciones de su pueblo. Las circunstancias hacen que el régimen aproveche su figura para asentar a los numerosos grupos romaníes errantes, lo cual lleva a su protagonista a situaciones límite (que aquí no vamos a desvelar).

Zoli encarna en la novela lo que fue en la realidad Bronislawa Wajs (1908 ó 1910-1987), nombre polaco de Papusza, ‘Muñeca’ (cuya historia presenta, a su vez, Isabel Fonseca en Enterradme de pie; y es llevada al cine en 2013 por Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze). Sus poemas fueron publicados en varias revistas y recogidos en libros (entre ellos, The Roads of Roma. A PEN Anthology of Gypsy Writers, de 1998), llegando a ser incluida en 1962 en la Unión Polaca de Escritores. Alguien tenía que pagar la desesperación de un pueblo cuya vida estaba siendo extinguida por la ley.

Nadie me comprende,
sólo el bosque y el río.
Aquello de lo que yo hablo ha pasado todo ya,
todo, y todas las cosas se han ido con ello...
Y aquellos años de juventud.



Los caminos, los bosques, los ríos, los oficios… –¡qué se yo!– se cambian por la escolarización y los bloques de viviendas.

sábado, 23 de julio de 2016

Helena o el mar de verano

10 comentarios
En tu país no hay luz / desde que tú viniste aquí
«Ha salido el 52», me dice la Camarera. De vez en cuando jugamos a ver quién acierta la procedencia de la gente desconocida que entra en la cafetería. Llevaba perdidas cinco, así que me tocaba “pagar”. Sacamos un número del 1 al 100. Es el año del que hay que elegir un libro para comentar (Puede ser del siglo que prefiera a quien le toca). Como no tengo mucho tiempo libre esta temporada, elijo uno breve, de unas cien páginas, del pasado siglo: Helena o el mar de verano.
Es una obra que me cautiva y, al tiempo, me sume en la contradicción. Julián Ayesta (1919-1996) pertenece a una conocida y pudiente familia asturiana, y colabora con el franquismo desde sus inicios, siendo embajador de España ya en los años cuarenta. No obstante, releyendo este delicioso texto en los tiempos presentes, pudiera pasar por ser una crítica encubierta al oscurantismo de las situaciones que propiciaba la dictadura, especialmente en ambientes religiosos.
Sorprende que sea la única obra novelada del autor, más dedicado al teatro, pues muestra una facilidad grande al describir escenas y paisajes, siendo capaz de pintar espaciosos lienzos con breves trazos. Es el paso de la adolescencia, en tierras de Asturias. Con constantes referencias a la tradición, a las canciones (Si viviera el tu padre, que yera tan buenu, / collarinos de plata llevares al cuellu... / agora no, mio neñu, agora no; / agora no, mio neñu, agora no) y a los textos clásicos, especialmente a Virgilio (Fortunate senex! Hic inter flumina nota / et fontes sacros frigus captabis opacum...). Y a Helena...

Aumenta su atractivo (para mí, al menos) el fuera Ínsula la primera editorial que lo publicara, allá en 1952, teniendo después 61 reediciones (incluidas las traducciones), varias de la mano de Jaume Vallcorba, así la de Sirmio, de 1987 (Paene insularum, Sirmio, insularumque / ocelle, según reza Cátulo).

viernes, 15 de julio de 2016

Regalo (tierra y danzas)

6 comentarios
                                                      
La llegada de julio a la meseta castellana supone la estancia temporal en días calurosos con algunos brotes de zigzageantes tormentas. Subiendo a las Merindades burgalesas todavía es posible dar con la lluvia suave de las verdes montañas que rodean el pantano de Ordunte. Allí, en Ribota, está El Tilo, la casa salón para cuerpos inquietos para mentes interrogantes para espíritus sosegados; vergel de especies plantadas con un gusto tal que las flores son su fruto, que los frutos son sus flores. Cuca y Javi llevan los bailes y la comida a quienes llegan de Algeciras a Barcelona, pasando por Murcia, o de Logroño, Valladolid, Burgos, Durango, Madrid, Zaragoza y Soria.
Allá estuvimos el primer fin de semana de este mes juliano reinventando las herramientas más poderosas de que dispone la humanidad: la comunicación, el grupo, las miradas, las palabras, la danza, el sudor, la concentración, el ejercicio, el sosiego… Tres días sin televisión, sin apenas cobertura (hay que subir a la zona del pilón de la aldea), sin periódicos. Con las danzas ancestrales de Grecia, con las más modernizadas de Israel, Macedonia o Rusia, con el yoga de Marta.
                                                
Las magnolias crecían ante nuestros ojos. Hablamos de la destrucción de la habitabilidad de la tierra, de la regeneración unida a la fertilidad, de la unión con la naturaleza. Los versos curvos de Jesús Lizano, los de Julian Beck sobre la violencia, los pasos ‒voy que no voy‒ unían cuerpo mente y espíritu. En una obra de Hoffmannsthal, la muerte termina por decir al protagonista:
Qué maravillosos son estos seres;
que lo que no es interpretable sin embargo interpretan;
lo que jamás fue escrito, leen;
soberanos ordenan lo confuso
y encuentran caminos incluso hasta lo Eterno-Oscuro.
Son los regalos que, sin consumir, podemos hacernos.
[Continúan las Danzas sinfronteras del 13 al 20 de agosto en Navamorcuende, Toledo].

domingo, 10 de julio de 2016

Jade

8 comentarios
Las palabras pueden medirse, olerse, pesarse… Podemos levantar el libro, volcarlo y, entonces, extender las palmas de las manos esperando que caigan sobre ella. En breves instantes van llegando, bien como plumas que se posan en la piel alegre bien como tallos de rosal silvestre dejando rasguños inevitables. Nada sucede en nuestras vidas que no esté presagiado en la pizarra del espacio. La ceguera nos ayuda a conocerlo.
Algunas mujeres (vietnamitas) eligen las pulseras de jade como su joya. Comparable a los diamantes. Dan la medida de la calma, de la solidez dentro de la aparente fragilidad que proyecta la superficie lisa de su curva. A ella puede acudirse cuando se siente inseguridad, incluso cuando se tiene miedo. Puede que una madre decida ponerle una a su hija. La cual, fácilmente, deja que la muñeca crezca en su interior hasta el punto de que no pueda salir al hacerse mujer. Jade de por vida.

Ahí, en la piel cambiante, adquiere su tonalidad oliva joven o liquen, en un proceso único, acrisolado en los latidos de su poseedora. No se raya ni absorbe calor. Pero sabe de los amamantamientos, de ira desechada y de las manos que se acercan –tan distintas– desde el exterior.
En Vietnam nace su poesía cuando nace la nación, en un río (de la boca de Li Chueh y Do Phap Thuan; una historia para contar en otro momento):
¡Ahí: gansos salvajes, nadando lado a lado,
mirando hacia el cielo!
Plumas blancas contra un azul profundo,
pies rojos ardiendo en olas verdes.

Jade en nuestro cuerpo.

lunes, 4 de julio de 2016

Alimentos

9 comentarios
Me cuesta pasar a la fruta de verano. La naranja, para mí, es la reina indiscutible de los meses invernales, acompañada de la manzana –¿adónde quedan esas reinetas que no se echaban a perder?– y de alguna que otra pieza exótica, además de las peras o uvas ocasionales. Pero, a partir de junio, comienzan mis titubeos delante de los coloridos mostradores hasta decidirme hacia el melón o el melocotón, que no saben a nada. Reconozco que ante algunos libros me sucede algo parecido. Necesito pintarme una puerta para dejarles paso y, después, hacer un hueco dentro de mí para que se recuesten.
Es lo que me ha sucedido con Mãn, de Kim Thúy. Nacida en Saigón en 1968, escapa de Vietnam en una barcaza de refugiados diez años después, terminando por asentarse en Montreal. Después de ejercer varios oficios, es propietaria de un restaurante y crítica gastronómica. Y es precisamente esta faceta lo que no me atraía del libro, pues la tengo por actividad bastante superficial de la especie humana, si se dedica a ello la vida. Pero… (a pesar de la cubierta ilustrada al efecto) le di paso. Y me gusta.
Claro que no es un texto de sibaritismo ni de mira la guía. Es un texto de manjares. Destila la delicada energía que le aportan los personajes que discurren por sus páginas, apenas esbozados, pues se compone de pequeños capítulos –titulados con una palabra o expresión breve, cortos tragos que te producen una ligera borrachera, una desorientación momentánea, casi dulce, que alimenta un tembloroso fervor hacia sus sonidos– que van tejiendo la trama. La realidad de alguien desplazado desentrañada en la cocina. Los valles del lejano pueblo en el sorbo de un bol de sopa. El sigilo de los «sabores que pasan casi desapercibidos a fuerza de permanecer en su sitio».

Según suele ser corriente en esta literatura orientaloccidental, aparece una novela francesa: Una vida, de Guy de Maupassant. Y poesía vietnamita: Hacia ti traigo en ofrenda / el poema que no he escrito, / el dolor hacia el que me tiendo, / el color de la nube que no he conocido, / los deseos del silencio.