
Aun en tiempos de crisis, no deja de ser una aconsejable inversión.
Robert Browning (1812-1889), por su parte, sí que daba pistas. Decía que un poema corrientillo es aquel que te dice que afuera pasa algo o, a lo sumo, te relata lo que ocurre; sin embargo, un poema de calidad es el que te asoma a la ventana. Browning tuvo una vida curiosa. Como si fuera un joven de hoy, vivió en su casa hasta los 33 años; entonces se enamoró de la poesía de Elizabeth Barrett, poetisa inválida que sufría en lo más parecido a una cárcel con su familia. Se casan al año siguiente, viviendo apasionadamente hasta 1961, en que muere Elisabeth. En esos años, ella escribe mucho más fluidamente, pero Robert conservó su maestría y la ejerció después. Veamos
Cita nocturna
El mar gris y la costa, larga y negra;
y el creciente amarillo, grande, bajo;
las olas asustadas y menudas que brincan
con fiero cabrilleo, a su sueño arrancadas,
al llegarme a la rada, con proa decidida,
y detener su marcha veloz en blanda arena.
Luego –una milla– tibia y oliendo a mar, la rada,
y cruzar tres bancales, antes de la alquería;
un golpe en el postigo, el roce áspero y breve
y el destellar azul de un fósforo en la sombra,
y una voz aun más queda, por miedo y alborozo,
que los dos corazones, latiendo confundidos.
Empapado en la fuerte lluvia, comencé a temblar de frío. No sabía cuánto podría resistir en aquel estado. Las ráfagas de luz procedentes de los rayos iluminaban de manera intermitente la vorágine, dejando al apagarse una profunda oscuridad. Con fortuna pude ir sorteando las aristas del paisaje rocoso que atravesaba, hasta que un rayo impactó de lleno en mi costado derecho. Retorcido, con la herida abierta, caí en picado, aullando de dolor. Los truenos simulaban esa maldita voz, tantas veces escuchada: «Tú eres humano, recuerda, y no puedes volar en la tormenta». Noté cómo las ramas cedían ante la velocidad de mi cuerpo precipitado al vacío, lastimándome el rostro antes de que se produjera el impacto contra el barro.
Desperté aturdido. En los labios sentía el sabor de las briznas de hierba mezcladas con sangre. Miré mis brazos magullados y… me encontré sereno: mi cuerpo estaba inundado de la dulce certeza del combate
Siendo una expresión tan hermosa, pasó a ser nombre propio, que las modas han dejado por anticuado (al igual que le ocurre a Eustaquio o Eufemia, y es fácil que ocurra con Jéssica o Jenifer). Todavía queda quien se llama así. Es el caso de Pausilipo Oteo Gómez –Pausi, para la gente allegada–, soriano de Santa María de las Hoyas, emigrado a Gerona, poeta que canta a su tierra de origen, a su niñez pastoril o al discurrir del río Lobos por su conocido cañón. Sus poemas recuerdan a la pintura románica o gótica, no sujeta a las proporciones que ahora nos gustan, pero llena de colorido e ingenuidad. Juglares en la jubilación (que nos entretienen con su rima).
No digáis que esto es mentira
porque es verdad y no miento;
la historia que ahora relato
pasó en Vallejo Concejo
interviniendo conmigo
el Pedrito del Pañero.
Estábamos de pastores
con ovejas y corderos
pacían por los Matones
la Jabiná y el Ricuenco.
[El cuadro es de Iván Aivazovsky, 1817-1900]
No le salió gratis: lo pagó con la vista. A los cuarenta y cuatro años quedó ciego. Él, que en la palabra escrita cifraba parte de su vida. Perdida la causa puritana, salvó la vida por una gracia. Entonces concibió lo que años después sería el poema épico inglés por excelencia: El Paraíso perdido. La forma en que el hombre y la mujer perdieron la inocencia. Con cerca de sesenta años, se levantaba a las cuatro de la madrugada y, mentalmente, daba forma a un centenar de versos. Después, quedaba a expensas de que alguno de los sobrinos tomara nota de lo que Milton le dictaba. –¿Cómo no estremecernos un poco ante la impaciencia de este hombre?–. Y así se compuso una magna obra (dividida en doce libros), en la que el diablo resulta más convincente que la figura divina que viene a salvar el mundo (W. Blake dirá que Milton es «del bando del Diablo sin saberlo»). No es sencillo leer los versos, pero es una historia la de Adán y Eva que cautiva: Adán está tan pendiente de Eva, que ésta le pide un respiro, el cual aprovecha el Diablo para ofrecerle la manzana del Conocimiento; Eva se la pasa a Adán y éste la muerde sabbiendo que perderá el Paraíso, pero no tiene más remedio: sin Eva no podría vivir. Milton los despide del Edén:
Su llanto, natural, muy pronto fue enjugado.
El mundo todo ante ellos, podían elegir
su lugar de reposo, guiante Providencia;
asidos de la mano con paso incierto y lento
cruzaron el Edén por senda solitaria.
Pocas despedidas tan hermosas en la literatura. Y, como arte trascendente, no solo es de Adán y Eva, sino la despedida de toda pareja humana que desee vivir su aventura unida, pues para ello necesita dejar su mundo anterior atrás. De lo contrario, no funcionará el empeño o lo hará a medias.
[La fotografía es un capitel de Estíbaliz, por J. A. Olañeta]