domingo, 15 de noviembre de 2009

Marcapáginas. Hojas del árbol caídas...

«Caminaba, en la mañana, enfrascada en las historias de Pennacchioni, salpicadas de anécdotas concernientes a la lectura, a los peligros en la enseñanza de las oraciones subordinadas, al aprendizaje (necesario) de las sutilezas del idioma, a los pequeños detalles que suceden en torno al amor o al rechazo hacia la palabra escrita. Desvió la mirada de las páginas del libro y, sin pretenderlo, la encontró en un arriate alfombrado con hojas de ginkgo, en las patas de ganso de primoroso amarillo. “¿Cuál elijo? Esta. No, no, esa otra, pues esta tiene unas pintas marrones. No sé, no sé. Así, de pronto, me parecen todas iguales. ¡Huy, a que no acierto! Venga: a la una, a las dos y a las tres”. Los ligeros surcos en abanico hacia el arco lobulado quedaron atrapados –el peciolo ligeramente curvado– entre las páginas ochenta y dos y ochenta y tres de Mal de escuela.
Descansaban entre el cielo y la tierra. Tumbadas a lo largo de la ribera, imbricadas; procedían de los tilos, los fresnos –esas hojas múltiples, árboles en miniatura–, los abedules, los chopos… Al final, fueron dos pequeñas hojas de álamo las que hicieron de zarcillos entre 60 poemas de Emily Dickinson (Un encanto reviste una cara / imperfectamente entrevista / la dama no se atreve a levantar el velo / por miedo de que se desvanezca / pero escudriña más allá de su red / y desea, y no acepta, / no sea que la entrevista anule un deseo / que esa imagen satisface).


»El atardecer se asomaba. El viento era frío y agradable. El chaquetón bien cerrado, el pañuelo rodeando el cuello. La aristocracia de las Dos Sicilias se resistía a desaparecer en el argumento de El gatopardo e ingeniaba recovecos por los que acceder a las estancias de la nueva cara del Poder. Las recientes lluvias habían reverdecido la hierba, resaltando el verde en contraste con los pardos otoñales que salpicaban el suelo. A unos pasos del sendero, casi en penumbra, sorprendía el color vino de las hojas rodeando un arce; las crestas puntiagudas de una de ellas fueron a parar –el peciolo vuelto sobre el envés– entre las correrías de los camisas rojas de Garibaldi a las puertas de Palermo.


Satisfecha, caminando hacia casa, reparó en las abundantes borlas rojas que adornaban las satinadas hojas de un pequeño acebo. “Vendrían muy bien –pensó– para honrar la memoria de quienes aparecen en Testimonio de voces olvidadas”.»



[Sin duda, en vez de tantas estadísticas y controles de calidad, las bibliotecas tendrían que dedicarse en otoño a recoger hojas y confeccionar marcapáginas.]

5 comentarios:

  1. Bonita propuesta, es tentador una paseo otoñal recogiendo hojas.

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  2. si mejor con la hojas que con las bayas otoñales...
    "la encontró en un arriate alfombrado con hojas de ginkgo, en las patas de ganso de primoroso amarillo" ... soy una gran ignorante... ¿qué quiere decir? :(

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  3. Bueno, Mafi, nadie nace aprendida. Las hojas de ginkgo -el árbol más antiguo de los que se conocen- tienen forma de pata de ganso (y, además, un amarillo difícil de confundir).

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  4. Gracias por la aclaración yo tampoco lo había pillado.
    Para cuando esa salida otoñal??, ahora que todavía no hace mucho frio

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