
¿Tiene algo que ver la especulación financiera con las personas que escriben literatura? En nuestra ingenuidad juvenil, creíamos que no. ¿Cómo iban a habitar juntos ambos fenómenos, si la primera pretende el beneficio egoísta, a costa de lo que sea, y la segunda pertenece al ámbito de la creación, del altruismo? Para ser persona –pensábamos– es necesario amasar la existencia con las propias manos, desbastar la madera con sudor y, después, comer un bocado y beber un trago, en compañía, al resguardo del sol, antes de descansar a pierna suelta. La especulación, en cambio, no ofrece creación, no abre caminos; es más, salvo para la escasa gente que se beneficia de ella, la podemos asimilar a un virus maligno: encarece alimentos, viviendas, etc. En el pórtico de entrada a la vida −creíamos−, a ambos lados del mainel, se nos aparecían sendas puertas; si cruzabas una u otra, ya no volverían a encontrarse sus espacios.
James Salter (1925-) es un escritor de fama desde los años sesenta. Sus novelas, relatos, guiones de cine, artículos periodísticos… son de sobra conocidos. Su amigo Wink triplicó su dinero en la Bolsa de Nueva York, en los años cincuenta, y pudo dejar de ser piloto de caza en las Fuerzas Aéreas para dedicarse a la literatura. Leer Quemar los días (1997; en España, 2010), su libro de memorias (o reminiscencias), es adentrarse en la catedral por el vano de la derecha y comprobar que, adentro, el espacio se confunde, se entrecruzan los pasillos; que la neblina del amanecer no le deja vislumbrar con claridad las capillas; que se olvida de quiénes colocaron las piedras que ahora le cobijan.

En todo caso, una escritura deliciosa, que nos desliza sin esfuerzo (de nuestra parte) por los jirones de su existencia.