lunes, 21 de enero de 2013

Sueños de morfina

«Hubo que recurrir a la morfina. Desde meses atrás, sus dolores se habían intensificado. Nada extraño para la mujer. Los últimos doce años fueron de sobresaltos, de crecidas de caudal que desbordaban las presas, donde ríos subterráneos comenzaron a afluir a su mente desprevenida. En ciertos momentos, el lago se calmaba y podía desplegar la vela de su barquichuela, recuperando hermosos objetos multicolores de los fondos. Pero, en general, predominaba el tembloroso dolor, la angustia nerviosa, el inconcreto miedo, porque su vida había estado dominada por la oscura amenaza del infierno.

»Así que fue un paso más –“el último terrenal”, hubiera dicho ella– en la vida. La morfina la aliviaba, pues decía que la quemaban viva al curarla –“el infierno terrenal”, pensaba, apartando con susto de mí este pensamiento–. Con el indoloro sopor del opiáceo, llegaron las alucinaciones. Los ojos lucían un saludo sonriente, indicador de que el caudal de lava no abrasaba las profundidades. Tendía la mano, curvando el cálido aire, creando alivio al contacto con otra piel.

―¡Veo ángeles!

―¿¡Ángeles!? ¿Cómo son?

―Pequeños… revoloteando sobre unas islas colgadas en el inmenso cielo… hay casas con prados en ellas… entran y salen por las ventanas y balcones abiertos… a veces se elevan como colibríes…

―¡Pues tienen que ser muy hábiles! –le decía, por seguirle la conversación. Y añadía–: ¿Hay más gente? Cuéntame.

―¡No, solo ángeles! Y uno… si vieras… uno es muy bonito… el que más… con sus rizos, mejillas sonrosadas, delicada piel, pies de armiño… su estrella… un zaborrillo.

―Y tú, ¿cómo sabes que es el más bonito? ¡A lo mejor es que no te has fijado bien en los demás!

―Lo sé porque se parece a ti.

―¡Oh, yo no he sido nunca así!

―¿¡Acaso hay alguien que te conozca mejor que yo!?».

[El cuadro La morfina es de Rusiñol].

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