Hace
muchos muchos años, bueno unos mil quinientos y pico, el rey Sheram reinaba en
la India, pero su imaginación no iba muy allá por lo que se aburría
sobremanera. La pequeña princesa le dijo que si mandaba tanto y era tan
obedecido en extensos territorios por qué no hacía que los súbditos inventaran
juegos y bailes para él. Así fue como, desde su arrogancia real, mandó publicar
un bando que fue leído en todas las poblaciones del reino indicando lo que la
princesita le había sugerido.
Llegaron
los meses de otoño y mucha gente se acercó a palacio proponiendo
entretenimientos nunca vistos, los cuales entusiasmaron al rey al conocerlos,
pero los días de invierno –con sus largas noches– los volvieron aburridos. La
primavera prometía ser alegre y divertida como el brotar de las plantas, pero al
inicio del verano el monarca daba signos de que se iba cansando de las últimas
propuestas. Hasta que en la luna llena de julio apareció por la corte el joven
Sissa con un pequeño saco a la espalda. Pidió audiencia a los desganados
ayudantes de palacio y le indicaron la cortina que tenía que traspasar para
llegar ante su majestad, que en esos momentos dormitaba la siesta.
Fue
la hija menor, precisamente, la que primero asistió a la apertura del saco, del
que emergió un tablero cuadrado con sesenta y cuatro escaques, alternando en
blanco y negro, sobre el que el joven puso treinta y dos pequeñas figuras de
barro, la mitad de ellas en dos lados enfrentados. Y ahí comenzó la primera
partida de ajedrez. La niña despertó a su padre con tal entusiasmo que éste,
sin otra opción, se interesó por el extraño juego que tenía ante sus ojos,
quedando prendado muy pronto de él, aunque sin dejarse llevar por la euforia,
pues prefirió que pasara un tiempo prudencial antes de calificarlo, vistos los
desengaños anteriores.
«Pídeme
lo que desees, joven Sissa», le dijo el monarca a finales de agosto. «Majestad,
me conformo con que me dé un grano de trigo por la primera casilla, dos por la
segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta… e ir doblando hasta llegar
a la última». El avaro rey aceptó al instante, ante la risa contenida de sus
consejeros, a los que guiñó un ojo de modo casi imperceptible mientras estos se
tapaban la boca con el pañuelo, pensando lo barato que iba a salirle la ingenua
petición. Llegado septiembre, después de la siega y la trilla, los silos de
palacio quedaron vacíos. Los funcionarios iban de aquí para allá echándose las
manos a la cabeza mientras calculaban que harían falta unos dos mil años para
cumplir la promesa. Vamos, ya todos calvos. Pues eran necesarios
18.446.744.073.709.551.615 de granos para llenar el tablero.
[Es
alguna de las anécdotas narradas en el libro del conocido comentarista Leontxo
García, Ajedrez y ciencia, pasiones
mezcladas. Aunque he de decir que, a pesar de sus numerosos datos, no me
entusiasma tanto como los comentarios que le escucho en la radio].
Realmente, Sissa gozaba de esa genial ingenuidad humana que hace de este mundo algo habitable.
ResponderEliminar¡Vaya que sí, Anónimo! Burlarse de esa modo de la mediocridad y aportar a la humanidad algo genial.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEn fin, esperaremos a la próxima
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