Parece que
la felicidad nos viene cuando vivimos alguna de las variadas
situaciones con las que disfrutamos (momentáneamente). Por lo
general después de algunos esfuerzos (para contar con seguidores en
las redes, para llegar a la arena soleada, para sentarnos a la
mesa...). Poco que ver con las enseñanzas antiguas que cifraban lo
estados felices con la templanza y el desprendimiento, con la
capacidad que adquiriéramos de no poseer, de no necesitar poseer.
Seguramente tiene ello que
ver con habernos hecho personas urbanas. Georg Simmel, en su breve
estudio La metrópolis y la vida del espíritu
(1903), trata de entender las mutaciones que sufrimos en los espacios
de las ciudades -que heredan las que la misma ciudad sufre- y nos
define como homme blasé,
es decir, individuos envueltos en gran variedad de estímulos y
acontecimientos ante los que nos es conveniente anestesiarnos si
deseamos sobrevivir. O sea, la riqueza nos lleva a la pobreza. Somos
Ulrich asomadas a la ventana en las páginas de Musil.
Nos
lo dice Wislawa Szymborska en Vida al instante:
Mal
preparada para el honor de vivir,
soporto
con dificultad el ritmo impuesto por la acción.
Improviso,
aunque deteste improvisar.
Tropiezo
a cada paso en mi ignorancia.
Mi
manera de hacer sabe de provincias
Mis
instintos son los del diletante.
La
agitación, que me disculpa, tanto más me humilla.
Siento
como crueles los atenuantes.
Salud.
Ni siquiera sé si es consecuencia del espacio urbano, pero sí que ésta sociedad prima lo inmediato, la chispa de lo placentero, y se olvida del rescoldo del fuego...la felicidad está hecha de instantes, el saber vivir de todo lo demás y lo hemos olvidado.
ResponderEliminarYa lo creo, Esther, difícil bajarse del instante en estos días.
EliminarAbrazos.