El mes pasado leíamos Orlando, de Virginia Woolf, en La Recolectora. Es un libro que, al comentarlo, nos sentimos reflejados con meridiana claridad. No puedes escapar a la invisible tela de araña que va tejiendo en torno a nuestros pensamientos, sentimientos y valores. Nos sentamos a la mesa de juego y la autora, dueña de la banca, reparte las cartas, que vamos descubriendo con un pálpito, deseando la escalera de color –as, rey, dama…Ahora, paseando por la vega que se extiende al noroeste del Moncayo, se me aparecen los paisajes londinenses de la Gran Helada, en la que los gestos se paralizaron por unos días. Al tiempo que baja corriendo un muchacho con pasamontañas, con la cartera escolar debajo del brazo y sabañones en los dedos de las manos. El tiempo a nuestro antojo en las páginas de un libro o en la memoria. Y aquí, en el barbecho coloreado del mediodía, junto al incipiente verde del trigo temprano, releo los versos de Leopold Staff (incluidos en Ébano, de Kapuscinski):
Con el sol de la mañana centellea el prado
y las hojas susurran melodías soberbias,
el silencio acaricia la esbeltez de cada árbol,
suaves soplos de aire mecen briznas de hierba.
Y todo es tan dulce, silencioso, desvaído,
y hoy es tan extraño el mundo circundante,
como si pasases por aquí hace un instante,
rozando la hierba con el borde de tu vestido.
Que los días sean propicios.

Y aquí dejamos una canción, navegando al otro extremo del planeta:
El rocío es uno de los símbolos de la transitoriedad, de esta nuestra esencia, del devenir. Kobayashi Issa, tan citado en la moda actual del haiku, sufrió la muerte de su madre a los tres años; después, la indiferencia de su madrastra, teniendo que abandonar el hogar a los catorce para realizar sus estudios entre constantes privaciones. Al comenzar su éxito literario, falleció su padre (y tuvo problemas para heredar). Se casó, tuvo cuatro hijos… y vio cómo morían las cinco personas que le acompañaban. Al desaparecer su último hijo escribió:


Primera respuesta a Lin
Improvisado en la barca
Lo más raro, después de todo,
A veces, se daba el caso de mujeres que, dentro del harén, empleaban el tiempo adiestrándose en actividades reservadas a los hombres: la arquitectura −Nur Yaján−, el comercio −Zebunisa− y, lo que aquí más nos interesa: la literatura. En esta disciplina nos hallamos con Gulbadan Begum (ca.1523-1603), hija del Gran Mogol que inicia la saga, considerada la primera escritora del subcontinente indio. Elaboró, con lenguaje sencillo, la crónica histórica de su hermano Humayún, segundo Gran Mogol. A la narración de hechos, añadió sutiles observaciones de la vida en la corte y de la conducta masculina (así, el enamoramiento y posterior casamientos de su maduro hermano con una adolescente de trece años). Guldaban fue casada a los diecisiete años y pasó la vida en el harén, exceptuando los seis años (venturosos) que transcurrieron en su peregrinación a la Meca.

Antonio Gamoneda −el poeta leonés− era uno de quienes tenían que intervenir en el acto, leyendo un poema de Miguel Hernández, y no dudó en expresar sus simpatías a los motivos de la interrupción −según podemos apreciar
…
«Como De Quincey y tantos otros, he sabido, antes de haber escrito una sola línea, que mi destino sería literario. Mi primer libro data de 1923; mis Obras Completas, ahora, reúnen la labor de medio siglo. No sé que mérito tendrán, pero me place comprobar la variedad de temas que abarcan. La patria, los azares de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios, las desgarradas orillas de mi ciudad, mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo....La prosa convive con el verso; acaso para la imaginación ambas son iguales».

Pero era (y es) tentador pensar lo que pensaba el mismo Aristóteles: dar la primacía a un órgano que es caliente, que se mueve, que bombea sangre, que se ubica en el centro del cuerpo. De igual modo, se creía, en la Edad Media, que los músculos son unos conductos huecos por los que viajan una serie de humores (o casi espíritus) que condicionan nuestro estar.
Con el paso del tiempo el asunto se ha ido enfriando, las redes sociales nos han traído nuevas aportaciones y los blogs se han ido quedando en el olvido.
Llegamos −sin saber muy bien cómo− al trabajo. Nos preguntan en el mostrador por algo sobre nanociencia. Sin vacilar, nos levantamos, vamos a la tercera estantería, tomamos uno de sus volúmenes y se lo prestamos mientras le decimos (bajo su acogedor asombro) que este libro enseña igual que las hojas de otoño.

Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo /
La ligera brisa que entraba por una de las ventanas que había quedado entreabierta en el lado sur de la biblioteca la estremeció ligeramente, y –perezosa– se acurrucó un poco más dentro del delicado organdí que la cubría en esa tibia noche de otoño».
El abuelo materno de Winétt −políglota y gramático− era irlandés; traducía a Safo y Ovidio; tenía un puesto técnico aceptable en las minas del norte de Chile (explotadas por capital extranjero). Él fue quien le inculcó a su nieta el amor a la literatura. En reciprocidad, ella lo recuerda en Oniromancia:
[Historias que nos cuenta María Inés Zaldívar en Winétt de Rokha, Fotografía en oscuro. Selección poética, Madrid, Colección Torremozas, 2008].
Como aquí, en la bitácora, apreciamos los libros, pues nos sumergimos en este amor recorriendo las estanterías de una librería.