"Fuera de aquí, yo gobierno y ‒lo confieso para mi vergüenza‒ encuentro algún placer al hacerlo; a vos me someto como un esclavo, pero con un placer que sobrepasa con mucho al de gobernar fuera de aquí. Estoy bajo la influencia de un ser superior; aunque lo intentara, no podría obedecer a otra voluntad que a la suya, y preferiría verme durante toda la eternidad como el último de sus esclavos a ser rey lejos de sus ojos" [Le dice el joven obispo de Castro, Cittadini, a la apuesta abadesa de la Visitación, Elena, en la obra de Sthendal, La abadesa de Castro].
El blanco continúa en el verde.
Los pan y quesitos de las acacias llenan el vuelo de los paseos, en los que el
viento de estos días cubre el suelo con sus pequeños pétalos, aumentando la
alfombra con los milanos de los chopos, renaciendo en cada claro de lluvia. Aun
cuando los castaños y los espinos van apocándose, comienzan a salir las flores
del saúco. Fácilmente, las preocupaciones dan respiros en los que contraer el
síndrome de Sthendal.
La obra de Sthendal (1783-1842)
puede hacernos transitar hacia la realidad, pues ya definió su literatura como
espejo de la misma. Realidad a la que acudimos sin prejuicios, dejando que sus
personajes nazcan, se desarrollen y mueran porque sí, porque el tiempo les
lleva a ello. El autor, además, se permite entrar en estas historias para
ahorrarnos cientos de aburridas páginas, pues la vida es elipsis, movimientos
inesperados, uniones que no se encuentran, mujeres que se disfrazan de monjes,
ramo de flores con sangre, madre que miente por el gobierno de la hija,
bandidos admirados… Y Elena, Elena, Elena que abraza a Julio.
Detrás del cristal que para el viento de esta tarde, escucho las notas de Adams, otro puente hacia el amor de los cuentos.
Padecer el síndrome de Sthendhal, una experiencia única :) Un auténtico lujo, conseguir evadirse de esa forma...
ResponderEliminarYa lo creo, Mere, las dos, grandes experiencias.
ResponderEliminarLa abadesa tendría también su propio huerto con flores en las acacias. Su realidad se extiende a la del lector abstraído como una vereda ajardinada. Ya podíamos transitar por esa avenida hacia la abadesa, para hablar con ella, y, tal vez, terminar amándola, para disgusto del joven obispo.
ResponderEliminar