El agua quedaba lejos. Había que
coger una caballería y desplazarse medio kilómetro hasta llegar al pozo,
convertido en fuente con la ayuda de una bomba que había que maniobrar y cargar
después de que se ahogara la Dominica al intentar llenar un cántaro. Era joven,
tenía veintiún años, no sabía nadar (al igual que nadie en el pueblo). A su
padre lo recuerdo siempre con el brazalete negro en la manga de la chaqueta.
Los chicos teníamos nuestros
quehaceres y uno de ellos era ir a por agua o guardar el turno hasta que venía
nuestro padre las veces en que se llenaban los cántaros hasta arriba y se
ponían las aguaderas grandes. Además de ello, había que ayudar a nuestra madre
a llevar los trastos de lavar ‒estregadera y jabón‒ al lavadero y volver a tal
hora para recogerlos, mientras otra de las mujeres que había por allí le
ayudaba a levantar el balde encima del rollo de tela que se ponía en la cabeza.
Y qué decir de los ratos que teníamos que pasar recogiendo palitroques debajo
del bardal en el corral para encender el hogar, además de echar, de paso, a las
gallinas. Por no hablar de que en el frontón podía llamarte un hombre y
mandarte al estanco a por caldo y librillo; o una mujer se asomaba cuando ibas
por la calle y te encargaba un aviso en la otra parte del pueblo o un recado a
la tienda.
Las aventuras del día estaban
engarzadas con la vida, devenidas en travesuras en muchas ocasiones. Aquella vez fue en el pozo ancho, que estaban limpiando,
pues se decía que por debajo de allí pasaba un brazo de mar, y desde lo de la
Dominica los Ayuntamientos estaban empeñados en encontrar un buen manantial
para llevar el agua hasta el pueblo. A nosotros nos tenían prohibido asomarnos a él, construido su brocal apenas por una endeble valla de maderos, pero en aquella
ocasión nos necesitaban. Así que, a los más enclenques, nos ataban de una soga
por unas camisas que nos ponían y nos bajaban para que llenáramos un caldero con
la broza que había al fondo del pozo. Íbamos de dos en dos. A mí me tocaba con
el Gabriel.
En una de estas, comenzamos a
remover el cenaco con la pequeña azada y fuimos notando que se abombaba como las
magdalenas en el horno de leña de la tía Pilar al que íbamos a comer los mocos que nos regalaba, mientras el barrillo nos iba cubriendo los pies con suavidad placentera. De repente,
aquello se abrió y brotó un chorro de agua y fango que salió despedido por la
boca del pozo dejándonos en los infiernos. Los dos fornidos mozos que nos
sujetaban, repuestos del susto, comenzaron a tirar de las cuerdas, ayudados por
los curiosos que andaban por allí, apareciendo entre el agua dos peleles sin resuello, penitentes salidos de una larga cuaresma. Fue más el susto que otra cosa. Hasta ese momento nos habíamos ganado tres
pesetas por los calderos llenados, pero alguien ‒no recuerdo bien quién‒ dijo: «Anda,
dales dos duros, aunque también van a cobrar en casa».
Qué buen relato evocación de niñez.
ResponderEliminarAbrazo.
Gracias, Sara. Cuando se vuelve al pueblo, se habla con quienes habitan nuestra vida y se está en los lugares que nos acompañan.
ResponderEliminarUn abrazo
FULLLL, EXCELENTÍSIMO RELATO. ME TRAMA!!!
ResponderEliminarUN ABRAZO
Gracias, son los días que nos traen pasatiempos.
EliminarUn abrazo.
Qué bonita, y terrorífica anécdota.
ResponderEliminarStephen King hubiera escrito algún cuento de zombis que surgen de las entrañas de un tétrico pozo. Pero aquí no. Aquí, en vez de una historia de destrucción, hay un canto a la vida, a través del agua y de los ojos sin prejuicios de un niño que, a lo que se ve, cobró dos veces el mismo día.
Es cierto, la llegada del agua. Primero, al lejano pozo. Después, a la fuente en las plazas del pueblo. Por último, a las casas.
EliminarNo sabemos ya que sale de la tierra.
Lo de "cobrar", ya se sabe, eran gajes del oficio.