No sé cuánto hace que no leo un
libro así, pues tengo varios asuntos entre manos y mi memoria ha decidido
continuar de vacaciones. Por la mañana,
el trabajo, con estudiantes que van y vienen al mostrador de la Biblioteca,
dejando escaso tiempo para algo que no sea tomar un café y dar la vuelta al
edificio para airearse. Después, los archivos en busca de datos de investigación,
incluido el de la prisión central y provincial y de mujeres y del Penal de
Valdenoceda. Leer el correo electrónico, escribir y contestar, casi siempre con
alguna petición que ocupa tu buena media hora. Redactar algo para que no se
acumulen demasiados contenidos en la cabeza. Leer el libro de la próxima sesión
del club de lectura…
Así que, cuando el otro día miré
los libros de la mesa de propuestas de la biblioteca, no iba con intención de
coger nada. Solo curiosear un poco. Pero… ahí estaba, con su fotografía de los
años treinta de alguna ciudad estadounidense en la cubierta y el color rojo de
la parte superior en el que se lee: Thomas Wolfe, El niño perdido. ¿Qué hacer ante un título tan preñado de
significados (que diría Bajtin)? ¿Y qué hacer ante Wolfe, a mí, que me pirrian
las autobiografías, aunque esta sea una voz indirecta ante el vacío que deja en
su familia la muerte de su hermano Grover de tifus cuando contaba con doce años?
Pues lo cogí. Antes, cometí una torpeza, es cierto. Se me ocurrió enseñárselo a la Bibliotecaria y qué me iba a decir. «Es
delicioso». «Bueno, pues ya que es corto, me lo llevo». Camino de casa, me
pesaba en el bolsillo, diciéndome que no encontraba lugar dentro de mí. Salía
del paso como podía ante él, asegurándole que ni yo mismo conozco todos mis
recovecos, así que seguro que hay un rincón donde estará a gusto. ¡Y, madre mía,
qué noventa páginas! Tres voces familiares distintas para describir una
ausencia tan temprana. Por entonces, en 1904, el escritor tenía cuatro años. Habían
pasado más de treinta y el Tiempo todavía estaba allí. En 1938, Wolfe muere de
tuberculosis.
¿Quién (no) es niño perdido?
Me viene a propósito de tu reseña, comentarte que el día de Todos Santos, visitando el cementerio con mi tío, ya mayor nacido en esa época que indicas, provoqué la conversación sobre la muerte de su hermano pequeño y su padre cuando contaba con poca edad. Vivencias, emociones, sonrisas, sufrimiento, desolación... lástima que mi tío haya sido sastre de plena dedicación, nos hemos perdido una historia digna de leer y sentir. Pero nos queda testimonios tan bien recogidos como el que nos presentas que sin duda nos sumergen en esos amargos trances sintiéndose y sintiendo a ese niño perdido.
ResponderEliminarBesos Calados.
Ya lo creo, Gemelas, son amargos trances que quedan en las vidas. Seguro que tu tío lo mantiene.
EliminarBesos blancos.
Conozco eso de perderme para leer un libro. Lo hice cada vez que una historia no me dejaba ni dormir, ni comer, ni casi vivir una vida normal, hasta llegar hasta el final.
ResponderEliminarMe dan ganas de correr a la biblioteca y buscarlo.
saludos
Hola, Karin, seguro que te gustará cuando lo leas. Tiene grandes momentos en escasas páginas.
EliminarSaludos
Un libro hermoso sin duda, curiosamente ayer lo estuve releyendo, es un disfrute pasear por sus páginas. Poético, sensorial, evocador....
ResponderEliminarGracias y un saludo
Ya lo creo, Ana. Hasta en esas confesiones de la hermana, "yo era una pequeña criada en la casa" (o algo así).
EliminarSaludos.
Hay pérdidas que tal hueco dejan que nunca se pierden en el olvido. Pérdidas que están presentes siempre. Como si la silla vacía formara parte de la familia. La falta como ser.
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