La estupidez es una enfermedad extraordinaria: sólo la sufre quien no la padece, los demás.
Nos cita la Camarera, levantando
algo la voz, mientras apaga el molinillo del café (sabiendo que nos resulta un
ruido muy molesto), y asegura que la ocurrencia pertenece a Voltaire, según ha
leído, o, al menos, se le atribuye en las páginas de frases célebres a las que
acostumbra mirar de vez en cuando ‒«Es que es muy socorrido para iniciar
conversaciones aquí, en la cafetería», dice satisfecha‒. Y no le falta razón,
porque enseguida comenzamos a hablar de gente (pública) que se nos antoja
estulta.
Me aparto de la barra y me
siento junto al ventanal del paseo. La enfermedad llena nuestro cuerpo,
vaticina sombras, cierra el entendimiento, nos colma de tristeza, impide que
tengamos sueños grandiosos, acerca la arena hasta sepultarnos en su duna de la
que escapan sonidos inciertos en la noche, convierte nuestros ojos en espejos,
deja sin significado a la muerte.
La mañana abre el azul entre las
nubes. Con las danzas el cuerpo mueve la enfermedad, le hace dejar espacios en
cuya bóveda entra la música, el movimiento, la expresión; en cuyas paredes se
hacen visibles retratos de rostros que pueblan nuestra vida; en cuyo suelo se
ofrecen elementos cotidianos en los que nos apoyamos día a día. Las danzas sinfronteras hacen que la enfermedad conviva con la alegre vida que surge de
nuestra belleza.
SUS IMPRESIONES SON MUY INTERESANTES.
ResponderEliminarUN ABRAZO
Gracias, Reltih. Son cosas que suceden.
EliminarUn abrazo.
Coincido con Reltih muy interesante,,,,,
ResponderEliminarBesos
Igualmente, Gardenia.
EliminarBesos.
Pues habrá que ver a esos personajes públicos danzando para aligerar su estupidez. Aunque, muchas veces, la estupidez es el disfraz de la desvergüenza y la aguda astucia.
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