Miras desde el balcón y caes
en la cuenta de que no están las cigüeñas en la espadaña. Había tres hasta hace
apenas unos días –al menos eso crees, sin darte cuenta de que llevas unas
semanas fuera– y ya no llegan volando desde el río. Abres la ventana de
madrugada y no escuchas el sonido de los aviones y las golondrinas. La infancia
se ha callado. Te viene a la mente ahora esa bandada de aves que se posó en el
soto el día de la vuelta. «Claro», te dices, «están migrando. Van al Sur, donde
tienen la primavera».
En la pequeña pantalla van
al Norte. No vuelan. Cruzan fronteras. A medias, huyen. A medias, esperan. No
se sabe bien qué hacen ahí. Una interpretación veraz en un teatro o una
película logra mantener los sentimientos vivos. La realidad molesta deja
indiferente. Habrá que buscar otros asuntos para entretener los días a la
vuelta.
Las
vidas no usadas
No
somos nosotros la imagen más importante
ni
la más nítida
que
un espejo refleja.
A
poco que nos concentremos
en
lo profundo del cristal,
es
fácil reconocer a todos esos hombres
que
pudimos haber sido. Nuestra vida cierta,
nuestra
gastada imagen,
pasa
a un segundo plano
al
mezclarse entre tanta vida
con
pátina de posibilidad.
Hasta
el más mezquino de nuestros reflejos
parece
atesorar una mayor luz, en este contraste,
que el verdadero ser que
encarnamos.
(José Gutiérrez Román, Los pies del horizonte, Rialp, 2010).