De
vez en cuando, para elegir un libro, olvido las calidades literarias, las
indicaciones de las amistades o mis favoritismos, y me guío por las
apariencias. Recorro los pasillos de las bibliotecas y miro en las mesas de
novedades hasta dar con alguna obra que prometa entretenerme solo con pasar sus
páginas con delectación y posar la vista aleatoriamente, sin relacionar sus
contenidos, sin juzgar (conscientemente) sus intenciones, dejando que pueda
suceder lo inesperado ─«Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y
el acto / Cae la sombra», escribe Eliot.
Así
es como tengo entre las manos Leonardo da
Vinci y la música, obra ilustrada, de amplio formato, editada en 2003 por
la Biblioteca Nacional y el Auditorio de Tenerife. Suelo ser escéptico ante las
hipótesis que asignan interpretaciones personales a la creación de las grandes
obras artísticas; en este caso, a las músicas que “aparecen” en la Gioconda,
las cuales le confieren esa pose que la hace perdurable, pero disfruto
leyéndolas. El libro que comento recorre gran parte de la producción de
Leonardo y señala la preferencia que tenía hacia la construcción de
escenografías efímeras, tan del agrado de los magnates de su tiempo, al
permitirles ostentar su poder; en estas fiestas, el maestro hacía gala de
elegancia y refinamiento, incluso acompañando magistralmente su canto con la
lira.
Igualmente,
me embebo en algunas de las historias contadas en Atlas del bien y el mal (2017) por Tsevan Rabtan, ilustrado por la
chilena Alejandra Acosta, a través del que puedo asentarme en Damasco o en la
colina de Mukattam o en el oasis de Otrar o en los vados del Dniéper o en las
especias de Batavia o en la isla de Pascua… en compañía de personajes
singulares, por lo general crueles, convertidos en caudillos o dioses (que
viene a ser parecido en estas historias), que desembocan en tribus, pueblos o
sociedades vivas en la actualidad.
El bien y el mal, claro. La música de fondo.