jueves, 29 de noviembre de 2018

Disfrutar con el bien y el mal, y la música (de Leonardo da Vinci)

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De vez en cuando, para elegir un libro, olvido las calidades literarias, las indicaciones de las amistades o mis favoritismos, y me guío por las apariencias. Recorro los pasillos de las bibliotecas y miro en las mesas de novedades hasta dar con alguna obra que prometa entretenerme solo con pasar sus páginas con delectación y posar la vista aleatoriamente, sin relacionar sus contenidos, sin juzgar (conscientemente) sus intenciones, dejando que pueda suceder lo inesperado ─«Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra», escribe Eliot.
Así es como tengo entre las manos Leonardo da Vinci y la música, obra ilustrada, de amplio formato, editada en 2003 por la Biblioteca Nacional y el Auditorio de Tenerife. Suelo ser escéptico ante las hipótesis que asignan interpretaciones personales a la creación de las grandes obras artísticas; en este caso, a las músicas que “aparecen” en la Gioconda, las cuales le confieren esa pose que la hace perdurable, pero disfruto leyéndolas. El libro que comento recorre gran parte de la producción de Leonardo y señala la preferencia que tenía hacia la construcción de escenografías efímeras, tan del agrado de los magnates de su tiempo, al permitirles ostentar su poder; en estas fiestas, el maestro hacía gala de elegancia y refinamiento, incluso acompañando magistralmente su canto con la lira.
Igualmente, me embebo en algunas de las historias contadas en Atlas del bien y el mal (2017) por Tsevan Rabtan, ilustrado por la chilena Alejandra Acosta, a través del que puedo asentarme en Damasco o en la colina de Mukattam o en el oasis de Otrar o en los vados del Dniéper o en las especias de Batavia o en la isla de Pascua… en compañía de personajes singulares, por lo general crueles, convertidos en caudillos o dioses (que viene a ser parecido en estas historias), que desembocan en tribus, pueblos o sociedades vivas en la actualidad.
El bien y el mal, claro. La música de fondo.

viernes, 23 de noviembre de 2018

El beso de la mujer araña (Manuel Puig)

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Cuesta un poco retomar un libro de hace más de cuarenta años, con todo lo que hay pendiente de leer apilado en la mesa del rincón. Pero esta vez he realizado ese pequeño esfuerzo de resistir la tentación de las novedades y he vuelto a aquella celda de la cárcel argentina de 1974, en la que dos personajes ─un homosexual y un revolucionario─ llenaban páginas con su devenir diario entre barrotes.
En el fondo, sentía curiosidad por ver si me resultaba una historia antigua e, incluso, decadente, y comprobar si tendríamos que dar la razón a críticos y escritores como Vargas Llosa que, en su momento, se opusieron a que fuera publicada en determinadas editoriales de renombre, al aducir que su autor “escribía como Corín Tellado”. Y no digamos los círculos leninistas occidentales, entre los que se encontraba Gallimard en París (con Ugné Kavellis a la cabeza), que también se negaron a su publicación, con uno de sus argumentos favoritos: que el desenvolvimiento de la historia no era lo suficientemente revolucionario o, lo que era más grave aún, que podía ser contrarrevolucionario.
Manuel Puig (1932-1990), de Argentina a México, con estancias en Europa y EE. UU., tuvo una vida intensa, bastante diferente de buena parte de quienes hoy hacen literatura. Así que puede decirse que es un escritor anómalo, con textos inquietantes y, en cierta medida, desestabilizadores. Además, fue vanguardista, en el sentido de incorporar elementos “menores” a sus obras, tal las canciones populares o los relatos cinematográficos ─él se consideraba un director de cine fracasado─, disipando los límites entre la gran literatura y los subgéneros literarios. A su velatorio y entierro (en Cuernavaca) acudieron seis personas (incluida su madre, con la que vivía).
¡Ah!, el libro ha pasado el corte con nota.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Decrecimiento (el pescador mexicano con Carlos Taibo)

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Suele contar en sus charlas Carlos Taibo La parábola del pescador mexicano, la cual sirve de título a uno de sus libros, que lleva el significativo subtítulo Sobre trabajo, necesidades, decrecimiento y felicidad. Significativo porque expresa algunos de los elementos que intervienen en el planteamiento que realiza acerca de nuestro planeta. Más en concreto, acerca del modo en que estamos llevándolo a un colapso, al sobreexplotar sus recursos, en especial por parte de quienes habitamos los territorios “avanzados”.
Sostiene Taibo que las soluciones a las necesidades de recursos que conlleva el aumento demográfico mundial pasan por rebajar notablemente nuestros niveles de consumo y conseguir un reparto equitativo de los bienes. Sería actuar como ese pescador mexicano que con dos horas de trabajo tenía suficiente para poder vivir, con lo cual le quedaba tiempo para levantarse tarde, jugar con la progenie, sestear con la parienta y salir, sin prisa, con la cuadrilla (a ello, lógicamente, habría que añadir las tareas caseras), todo ello sin esperar a jubilarse para llevar esa vida.
Introduce su libro con dos citas. Una es de Óscar Wilde, «El trabajo es el refugio de quienes no tienen nada que hacer», con la inevitable ironía de este autor. Otra, de Robert Frost, algo más extensa, «El cerebro es un órgano maravilloso. Empieza a trabajar nada más levantarnos y no deja de hacerlo hasta que entramos en la oficina».
Se dice que una comunidad no occidentalizada sería tediosa. Así presentaba una monja salesiana una comunidad “primitiva” que había conocido en la selva de Venezuela: «No hay quien les haga trabajar; cuando consiguen la comida que necesitan, están una semana charlando. Viven en una choza grande. Tienen todo en común y todo el mundo se ocupa de todo; hasta de los niños. Van desnudos, por lo que es urgente vestirlos. En el terreno sexual hacen lo que les da la gana y, además, disponen de unas hierbas que permiten que las mujeres no queden embarazadas».

viernes, 9 de noviembre de 2018

Aliento de Eva (Carmen Plaza)

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El otoño no ha llegado todavía a las moreras (al menos a las del Parral), en esos momentos en que se cubren de fosforescencia crema. Las veo aún demasiado verdes mientras paso con los versos de Carmen Plaza. Esta economista burgalesa, radicada desde niña en Barcelona ‒Se esconde el mar, se esconde. / Todas las olas vuelven / al fondo de tus ojos‒, desde los inicios de siglo se prodiga en versos y relatos. Nos hace traspasar la triste línea de la gente que se toma los símbolos como destino:
Eva
Nos dirán
que la cosecha será escasa,
que el invierno helará nuestros párpados
y habrá llegado el tiempo
de olvidar la simiente.
No lo creas. Mira a tu alrededor
la luz frondosa,
el sol y el agua vistiéndose de gala,
todos los animales que nos ceden el paso,
sobre todo mi amiga la serpiente,
que nos invita a ser felices como dioses,
las espigas de trigo ofreciendo
el perfil afilado,
los árboles que muestran sus impúdicos frutos,
como esta roja pulpa que te entrego
con todo mi amor, en este instante.
Se permite sugerir algunas indicaciones: No hay que tirar nada en tiempos de escasez. Ni siquiera los disgustos. Se zurcen y pueden servir para otro traje.
[La fotografía está tomada de Escritores Recónditos].

sábado, 3 de noviembre de 2018

El perseguidor (Cortázar de cine)

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Hemos madrugado un poco para llegar con tranquilidad al trabajo por la tarde. Queríamos parar en las alamedas amarillas del Duero en Soria. Atrás han quedado las brumas del Moncayo ‒inicio de nuestro viaje‒ que dejaban entrever la nieve acumulada estos días en sus cumbres. En el camino, los páramos con algún sembrado iniciando el verde y, sobre todo, la gama de pardos y marrones de los barbechos. Cielo de otoño. Breves ráfagas de lluvia. Sol fugaz. Azules de interior. El espejo de las aguas del río soriano hasta San Saturio redobla la sensación de irrealidad que se tiene paseando sobre las hojas de sus orillas.
Un café, y continuamos la marcha. El rojo púrpura (de la hiedra japonesa) enciende el frente de algunos tapiales. Suena en la radio la viola en esta versión de Álbum para niños de Chaikovsky. A la llegada al Campo de Lara ‒ya en tierras burgalesas‒, las nubes bajas transparentan los picos de Las Mamblas; en la otra vertiente de la carretera se suceden las laderas arcillosas, fuertes, salpicadas de sabinas, emitiendo cantos de sirena. Nos tapamos los oídos con la cera del deber: hay que fichar a las 14:00 horas, una vez comidas.
Queríamos hablar en esta entrada de las narraciones de Cortázar (1914-1984) llevadas al cine, que se editaron hace unos años (2009): Los buenos servicios, que inspiró Monsier Bébé, dirigida por Claude Chabrol; Las babas del diablo, que fascinó a Michelangelo Antonioni tanto como para rodar Blow up; El perseguidor ‒¡quién da más!‒, que se asimila a Bird, de Clint Eastwood; y La autopista del sur, llevada a la pantalla por partida doble en Week end, de Jean-Luc Godard, y El gran atasco, de Luigi Comencini.
Quede así. Saludos otoñales de cine.