martes, 23 de junio de 2020

Café dulce (en el solsticio)

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Solsticio. Verano boreal en la luna de miel. Bebida refrescante, dulce. El Sol permanece quieto durante unos días. Creo que esta vez lo hace para leer con tranquilidad la novela que tengo entre las manos, Un café muy dulce, de la periodista italiana María Luisa Magagnoli (1948), publicada a finales del siglo pasado en Buenos Aires.
Un libro para reflexionar sobre la condición humana y para explicarse la organización social ─tal vez, la batalla más valiosa que ha ganado el neocapitalismo es hacernos creer a la gente que gobernamos nuestros países─. Narra la historia de un expropiador,Severino di Giovanni (1901-1931), llegado a Argentina desde Italia, casado con su prima Teresa, tienen tres hijos. Un personaje de vida intensa, idealista de la violencia que dejó sus huellas marcadas en el camino de la insurrección. La cuestión social. Se enfrentó con armas a quienes detentan los poderes.
Pero lo que me interesaba al retomar este libro es el devenir de América Scarfó (1913-2006), que, adolescente, se enamora de Severino y él de ella. Terminan viviendo juntos, entre la discusión de los grupos obreros de su tiempo, pues hay quien no comparte que él deje a su familia para unirse a una joven. El hombre más buscado de Argentina -traje negro impecable, ojos ardientes- termina en la cárcel en 1930. En las situaciones en que se separan, se escriben hasta tres cartas diarias. Cuando América tiene 17 años, Severino es fusilado (a pesar de que no existía la pena de muerte en el país).
Durante toda su vida, América se negó a vender su historia a Hollywood. Su nombre da título a la editorial Américalee. Hasta cumplir 86 años no logró que el gobierno le devolviera las cartas que le escribió a prisión, incautadas por la policía. Su testimonio es el que guía a Magagnoli en un café muy dulce, y su vida transcurre en los fotogramas de Los ojos de América (2016).
Salud.

sábado, 13 de junio de 2020

Seda celebra la lectura (en San Antonio)

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Las coplas populares aluden al día de San Antonio, 13 de junio, como el momento álgido de la primavera, es decir, del año silvestre, de la floración de tallos en los bosques y la anidación de aves de envergadura. Hoy tendremos experiencias en nuestros cuerpos que la memoria recordará durante las 365 jornadas venideras.
Así que hoy traemos aquí la celebración que el Club de Lectura Seda ha realizado en el cierre de su temporada segunda. La lectura (al igual que la historia o la memoria) no es saludable en sí misma, pues pueden devenir en trauma, moraleja o dogma. Le conviene recibir la visita de El huésped, de Paul Celan, para dejarnos en una calma inquieta. Eso es el club de lectura. Eso es Seda.
Hemos comentado en nuestras sesiones las siguientes lecturas:
El informe de Brodeck, de Philippe Claudel
Shifu, harías cualquier cosa por divertirte, de Mo Yan
La cocinera de Himmler, de Franz-Olivier Giesbert
Cualquier tiempo pasado…, de Victoriano Crémer
La cena, de Herman Koch
La hija del optimista, de Eudora Welty
La ley del menor, de Ian McEwan
Y aquí nos pilló el confinamiento, así que decidimos vernos en videoconferencia semanal, trucando la novela por el cuento, de los que hemos comentado:
Felicidad clandestina, de Clarice Lispector
Vida de Ma Parker, de Katherine Mansfield
Pecado de omisión y Paraíso inhabitado (el inicio), de Ana María Matute
El regreso, de Carmen Laforet
La dama del perrito, de Antón Chéjov
La cosecha y Un hombre bueno es difícil de encontrar, de Flannery O’Connor
Bette Davis en el cuarto de baño, de Cristina Civale
Esperando, de Amos Oz
Ya sabemos, con Al Mutanabi, que en el vino se halla una fuerza que no se encuentra en las uvas. En el círculo. En la casa común. En Seda.
Salud.

miércoles, 3 de junio de 2020

El regreso (garras de coronavirus). Laforet

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En estos tiempos del ingreso mínimo vital, que viene para aliviar situaciones de precariedad agravadas con lo que se nos ha presentado arriba, abajo y alrededor, recuerdo el cuento El regreso de Carmen Laforet (1920- 2004). Puede que no sea uno de los más recordados de nuestra literatura. Puede que esté elaborado con algo de precipitación, aunque esto es una opinión que, a buen seguro, no sea compartida por gentes más dotadas para la crítica literaria que el que esto escribe. (Sí que es cierto, según comenta su hija Cristina Cerezales [la cual publica ese estupendo libro sobre las relaciones que tiene con su madre los últimos años de vida de esta, cuando pierde el habla, titulado Música blanca]; sí que es cierto, decimos, que comenta que Carmen Laforet no acostumbraba a corregir sus textos).
En El regreso, cuya acción se sitúa en los años cincuenta del pasado siglo en España, un hombre está a punto de salir del manicomio; ha estado ingresado dos años en él, debido a la crisis extrema que padeció cuando perdió el empleo ─era chófer y vino el racionamiento de gasolina─. Es Navidad y le espera su familia. Él no quiere salir, pues tendrá que asumir de nuevo la responsabilidad de sustentarla. Madre, esposa, hija e hijo viven relativamente bien al haber sido atendidos en esos dos años por las señoras de la Beneficencia.
Sube las escaleras, de paredes desconchadas, hasta el piso que habitan, con la maleta en una mano y una tarta que ha comprado en la otra. El relato ─¿son un símbolo las escaleras ascendentes?─ parece que le insufla fuerzas para su misión futura, hasta que pronuncia la frase «A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia».
Me hizo pensar lo suyo, en su momento, la expresión garras de la Beneficencia, y dar pábulo a cierto tipo de soluciones. Parece que ahora tendríamos que reflexionar para evitar cualquier ergástula.