viernes, 26 de julio de 2013

Santiago

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«Era el día grande del verano. El 25 de julio. Sin duda, uno de los destacados del año para niños y jóvenes. No sabría decir cuándo se había iniciado la costumbre, pero el día de Santiago era fecha de estreno en el pueblo. Me refiero a estrenar ropa. Chicas y chicos salíamos esa mañana de casa con faldas, pantalones cortos, blusas, camisas y hasta chaquetillas (aunque el sol amenazara con caerse a cascos, algo que bien podía ocurrir) bien relucientes, todo nuevo. Incluso no le protestábamos ni poníamos malas caras al remojón de pies a cabeza en el balde con agua caliente y jabón de marsella. Cuando el campanillo tocaba la primera, una vez echada la brillantina y escuchadas las últimas advertencias –«¡a ver dónde te metes, no sea que el color se torne dolor!»–, ya se podía salir de casa. Claro que había que andar con cuidado en el juego de pelota para no llevar algún raspón antes de entrar en la iglesia y salir de procesión.

»Lo recuerdo como si fuera hoy. Mis pantalones cortos de ese año llevaban unas rayas amarillas de arriba abajo que me tenían ensimismado. Los miré cientos de veces durante la misa y, a la salida, mientras los hombres se jugaban a las cartas el vermú con dos aceitunas en un palillo, sin acertarme a imaginar de dónde podrían haber llegado hasta este rincón donde vivíamos. Volví a comer a casa y entré al hogar. «¡Fíjate, con la luz parece que desaparecen y vuelven las rayas!», decía mientras caminaba hacia atrás jugando con los rayos del ventano. Mi madre acababa de sacar las patatas del puchero y había puesto el plato de mi padre en un orillo del hogar para que se enfriara, precisamente en el sitio hacia donde yo reculaba. Topé con el frente del hogar y, automáticamente, me senté… en algo blando y cálido, que por un momento me hizo creer que se había producido el milagro. Pero no, era el plato de patatas».
Día grande.

lunes, 22 de julio de 2013

Bibliotecas voladoras

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Ahora entro en la Biblioteca desde el cuarto de estudio de mi casa, aquí, al lado de la ventana que tengo a mi izquierda, la cual cubro con visillos por no convertirla en escaparate. Y encuentro en las inclinadas baldas digitales el periódico El Motín. Extiendo sobre la pantalla el ejemplar de 23 de marzo de marzo de 1909 y en su página tercera leo la noticia «Preludios»:
“El alcalde de Bilbao ha suspendido la apertura de las bibliotecas populares creadas por el Ayuntamiento, y el gobernador de la provincia ha aprobado la conducta del alcalde. En el índice de las bibliotecas figuraban autores como Zola, Darwin, Schopenhauer y Voltaire al lado de Santa Teresa, San Agustín y fray Luis de León. Y en una nación católica –según esas autoridades– no puede consentirse que una biblioteca oficial contenga obras heréticas.
Y esto ha hecho antes de que la mezquina y reaccionaria autonomía en proyecto, haya comenzado á regir. El día que se implante, veremos á alcaldes y gobernadores quemar en la plaza pública libros y periódicos.
Y si el pueblo español permanece como hasta aquí, pasando de todo, harán perfectísimamente.
El pueblo que es esclavo, debe serlo”.
Vuelvo la cabeza hacia la ventana, la barbilla apoyada en la mano acodada sobre la mesa, y miro el vuelo chillón de las golondrinas (que no disponen de bibliotecas).

miércoles, 17 de julio de 2013

Ajedrez

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Hace muchos muchos años, bueno unos mil quinientos y pico, el rey Sheram reinaba en la India, pero su imaginación no iba muy allá por lo que se aburría sobremanera. La pequeña princesa le dijo que si mandaba tanto y era tan obedecido en extensos territorios por qué no hacía que los súbditos inventaran juegos y bailes para él. Así fue como, desde su arrogancia real, mandó publicar un bando que fue leído en todas las poblaciones del reino indicando lo que la princesita le había sugerido.
Llegaron los meses de otoño y mucha gente se acercó a palacio proponiendo entretenimientos nunca vistos, los cuales entusiasmaron al rey al conocerlos, pero los días de invierno –con sus largas noches– los volvieron aburridos. La primavera prometía ser alegre y divertida como el brotar de las plantas, pero al inicio del verano el monarca daba signos de que se iba cansando de las últimas propuestas. Hasta que en la luna llena de julio apareció por la corte el joven Sissa con un pequeño saco a la espalda. Pidió audiencia a los desganados ayudantes de palacio y le indicaron la cortina que tenía que traspasar para llegar ante su majestad, que en esos momentos dormitaba la siesta.
Fue la hija menor, precisamente, la que primero asistió a la apertura del saco, del que emergió un tablero cuadrado con sesenta y cuatro escaques, alternando en blanco y negro, sobre el que el joven puso treinta y dos pequeñas figuras de barro, la mitad de ellas en dos lados enfrentados. Y ahí comenzó la primera partida de ajedrez. La niña despertó a su padre con tal entusiasmo que éste, sin otra opción, se interesó por el extraño juego que tenía ante sus ojos, quedando prendado muy pronto de él, aunque sin dejarse llevar por la euforia, pues prefirió que pasara un tiempo prudencial antes de calificarlo, vistos los desengaños anteriores.
«Pídeme lo que desees, joven Sissa», le dijo el monarca a finales de agosto. «Majestad, me conformo con que me dé un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta… e ir doblando hasta llegar a la última». El avaro rey aceptó al instante, ante la risa contenida de sus consejeros, a los que guiñó un ojo de modo casi imperceptible mientras estos se tapaban la boca con el pañuelo, pensando lo barato que iba a salirle la ingenua petición. Llegado septiembre, después de la siega y la trilla, los silos de palacio quedaron vacíos. Los funcionarios iban de aquí para allá echándose las manos a la cabeza mientras calculaban que harían falta unos dos mil años para cumplir la promesa. Vamos, ya todos calvos. Pues eran necesarios 18.446.744.073.709.551.615 de granos para llenar el tablero.
[Es alguna de las anécdotas narradas en el libro del conocido comentarista Leontxo García, Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas. Aunque he de decir que, a pesar de sus numerosos datos, no me entusiasma tanto como los comentarios que le escucho en la radio].

sábado, 13 de julio de 2013

Manzana azul. Crear

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Ahora que el aciano contrasta con las amapolas en los ribazos y el fruto de los manzanos toma color, nos detenemos en lo pequeño, en lo que nace fuera de aglomeradas ciudades, en lo que fermenta al calor de relaciones sosegadas, en lo que sucede desde lo posible, desde lo auténtico. Donde fructifica esa manzana azul, invisible al atavismo. Donde se acurruca la creación.
Y nos trasladamos a Aranda de Duero (Burgos), a la librería Todo Libro que edita los poemas y pinturas dialogando de Ángela Gavilán (Río de Janeiro, 1959) contenidos en el libro Manzana azul (2010). En él también se realiza un breve recorrido por los catálogos de las exposiciones de esta brasileña oriunda de la emigración, afincada en el Centro de España, que remite a textos poéticos de Xulio Valcárcel, María José Madrazo, Rodrigo Juarranz del Cura, Juan C. López, Ape Rotoma, Beatriz Rodríguez, Fermín Heredero, y su gente allegada: Pablo, Clara, Mairilia… Con referencias a Emily Dickinson, Ángel González o María Zambrano.

Manzana azul

Mirar,
observar,
enamorarse.
Sentir con todo tu ser…
con el asombro de lo extraordinario
con el entusiasmo de compartir
La necesidad de contar, de expresar, de cubrir.
sin necesidad de entender, de razonar, de
explicar,
solo amar.



Manzanas azules, ¿quién no las alimenta?

martes, 9 de julio de 2013

Locura de escribir

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 Siento ansias de crear, es algo que late en mi pecho, como un pájaro que bate las alas con desesperación
le escribe Knut Hamsun a su amigo boticario Ingvar Laws, de Minneapolis en el otoño de 1888, a los veintinueve años, entonces en Copenhague, cuando está a punto de aparecer desde sus profundidades el gran escritor que se haría muy pronto. Desde joven había escrito miles de páginas. Pero era de las personas que necesitan bucear repetidas veces hasta sus profundidades, romper los diques de sus lagos interiores y correr el riesgo de la locura antes de que el genio de las letras le concediera la plasmación auténtica de sus inquietudes.
Una tarde, desgarrado, «me había esforzado al máximo trabajando durante días y noches, como un burro de carga, había leído hasta que los ojos se me salían del cráneo y había pasado hambre hasta perder el sentido. Me golpeaba contra las farolas. Un hombre que pasaba justo enfrente comenta riendo: “Debería ir a que le encierren”. Sí, claro, yo estaba loco, él tenía razón. Podría sentir la locura correr por mi sangre, notaba su celeridad en mi cerebro».
Dos años después, escribe sus conocidas palabras: «Fue en aquel tiempo cuando recorría Chistiania muerto de hambre, esa extraña ciudad que nadie abandona sin quedar marcado. Era una tarde de otoño».

Años después llegó el Premio Nobel (y, al final, su flirteo con el nazismo).

miércoles, 3 de julio de 2013

Promesas, libertad, corrupción... (palabras gastadas)

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El saúco y los rosales silvestres dan color al paseo de la mañana, ahora que ya las candelillas de los castaños convierten las flores en incipientes frutos otoñales de estufa. «Sé todos los cuentos», podríamos decir con León Felipe. Las palabras que dejan de tener sentido a fuer de escucharlas en bocas fatuas, en corazones vacíos, en pechos ambiciosos.

Por un instante, podemos calmar las ansiedades, las decepciones en los versos de Francisco Brines (Diario de un escéptico) y en el sueño del bebé, con el balanceo de los sonidos de la fuente y el ruiseñor.

El vaso quebrado

Hay veces en que el alma
se quiebra como un vaso,
y antes de que se rompa
y muera (porque las cosas mueren

también), llénalo de agua
y bebe,
            quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas,
en el fondo quebrado
de tu alma,
y, que si pueden, canten.

[La primera imagen es de Vladimir Kush. La segunda, La caja de los deseos de Lisa Nordstrom].