«Era
el día grande del verano. El 25 de julio. Sin duda, uno de los destacados del
año para niños y jóvenes. No sabría decir cuándo se había iniciado la
costumbre, pero el día de Santiago era fecha de estreno en el pueblo. Me
refiero a estrenar ropa. Chicas y chicos salíamos esa mañana de casa con
faldas, pantalones cortos, blusas, camisas y hasta chaquetillas (aunque el sol
amenazara con caerse a cascos, algo que bien podía ocurrir) bien relucientes,
todo nuevo. Incluso no le protestábamos ni poníamos malas caras al remojón de
pies a cabeza en el balde con agua caliente y jabón de marsella. Cuando el
campanillo tocaba la primera, una vez echada la brillantina y escuchadas las
últimas advertencias –«¡a ver dónde te metes, no sea que el color se torne
dolor!»–, ya se podía salir de casa. Claro que había que andar con cuidado en
el juego de pelota para no llevar algún raspón antes de entrar en la iglesia y
salir de procesión.
»Lo
recuerdo como si fuera hoy. Mis pantalones cortos de ese año llevaban unas
rayas amarillas de arriba abajo que me tenían ensimismado. Los miré cientos de
veces durante la misa y, a la salida, mientras los hombres se jugaban a las
cartas el vermú con dos aceitunas en un palillo, sin acertarme a imaginar de
dónde podrían haber llegado hasta este rincón donde vivíamos. Volví a comer a
casa y entré al hogar. «¡Fíjate, con la luz parece que desaparecen y vuelven
las rayas!», decía mientras caminaba hacia atrás jugando con los rayos del
ventano. Mi madre acababa de sacar las patatas del puchero y había puesto el
plato de mi padre en un orillo del hogar para que se enfriara, precisamente en
el sitio hacia donde yo reculaba. Topé con el frente del hogar y,
automáticamente, me senté… en algo blando y cálido, que por un momento me hizo
creer que se había producido el milagro. Pero no, era el plato de patatas».
Día grande.