Continúo en la cabeza
dándole vueltas a contenidos de La vida
secreta de las plantas (2016), así a que no hemos contabilizado las raíces
de un árbol o a que un sencillo tallo de centeno dispone de más de 13 millones
de raicillas, cuya longitud combinada pasa de 613 kilómentros.
O la vida del
químico agrícola y educador Georges Washington Carver (1864-1943), el Negro Leonardo, que se sobreponía a su
descendencia de esclavo, y no dudaba en afirmar que las plantas le revelaban
secretos ocultos cuando se lo pedía, al tiempo que podía hablar con las hadas
(del mismo modo que cualquier mortal que se lo propusiera); su mano con ejemplares
enfermos era proverbial; estudió y enseñó (en Tuskegee, donde le llamaban el
Mago) con métodos que asombraban al mundo científico, levantándose a las 4 de
la madrugada y vagando por los campos –«la Naturaleza es la maestra más
excelente, y de ella aprendo lo mejor mientras los demás duermen»–. Entre otros
logros, introdujo la variedad de productos que se derivan del cacahuete y de la
batata. Presentado ante comisiones ilustres en Washsington, llegaba con su
traje de 2 dólares, su flor en el ojal y su corbata casera. Preguntado por qué
había despreciado millones de dólares al no patentar sus productos, contestó:
«Dios no me cobró nada a mí ni a ustedes por crear los cacahuetes».
Declinó un sueldo
astronómico ofrecido por Thomas A. Edison, al igual que el que le ofreciera
Henry Ford. En cambio, tenía siempre alguna florecilla en su banco de trabajo,
con cuyo contacto, decía, tocaba el infinito, lo invisible, esa suave vocecilla
que llama a las hadas. Le gustaban los versos de Tennyson (1809-1892), por su
saber instintivo:
Florecilla
de la pared hendida,
yo
te arranco de la hendidura,
te
tengo en mi mano, con raiz y todo,
florecilla…,
pero si pudiera entender
lo
que eres con raíz y todo, y todo en el todo,
sabría lo que Dios y el
hombre.
«Aprendo lo que sé
observando y amando todo».