miércoles, 16 de noviembre de 2022

El lector impertinente

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Digamos que en
El lector impertinente de José Luis García Martín se cumple lo que promete: «quiere menos ser un libro de consulta (aunque también) sobre literatura contemporánea que uno de amena lectura, como una novela de personajes y personajillos, de anécdotas y de aventuras o juegos de la inteligencia».

El autor (nacido en Aldeanueva del Camino, Cáceres, en 1950) es poeta, crítico literario, antólogo, traductor, editor y, entre otras actividades, director de Clarín. Revista de nueva literatura, pues es profesor en la Universidad de Oviedo. Además se muestra un conversador animado en la tertulia Oliver (de la cafetería Yuppi), longeva donde las haya. Según expresa Abelardo Linares en el prólogo, García Martín ha hecho de la impertinencia un arte.

Sorprende, al leer este libro, la erudición y el criterio de este profesor. Unas cien entradas –bitácora lectora– nos proporcionan comentarios sobre autorías y libros. De la novela a la poesía. Del relato clásico a la literatura digital (y otras falacias). De fantasías a memorias. De Virgilio a José Ángel Valente (claro). De Felicidad Blanc a Susana Benet.

Abundan los extractos. Así, los poemas del brasileño Mario Quintana: «Quien escribe un poema, abre una ventana. / Respira tú, que estás en una celda / sofocante / todo el aire que entra…». Y están las palabras de Jules (y Edmond) Goncourt en Memorias de la vida literaria (1851-1870): «Ayer estaba yo en un extremo de la gran mesa del castillo de Croissy. Edmon, en el otro, charlaba con Thérèse. Yo no oía nada, pero, cuando él sonrió, sonreí involuntariamente y con la cabeza en idéntica postura […] Nunca la misma alma había sido puesta en dos cuerpos».

Salud

martes, 1 de noviembre de 2022

La maestra japonesa en la bahía de los peces

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He leído estos días Carpas para la Vehrmacht de Ota Pavel (1930-1973), un autor checo cuya vida está profundamente marcada por el tiempo que le tocó vivir; hijo de padre judío en la Checoeslovaquia invadida por el nazismo, los años le reservaban la sorpresa triste de la enfermedad mental que le va asaltando desde los 34 años hasta que fallece tempranamente. Para fortuna de la literatura, Ota escribe en los años finales un par de obras –completa las carpas con Cómo encontré a los peces– que le consagran como escritor hábil en el género de la autoficción, tan extendido en el presente siglo (hasta llegar al Nobel de Ernaux). Lenguaje sencillo, coloquial, nada fácil de traducir, narrado con voz infantil, tras los recuerdos adultos.

Por su lado, Sakae Tsuboi (1899-1967) en Veinticuatro ojos, novela traducida ahora, que se publica en 1952 en Japón, donde se ha adaptado al cine y a series de televisión, también nos traslada a una sociedad de paz y guerra, esta vez al otro lado del globo, pues la acción se inicia en 1928, en una aldea alejada al final de un cabo a la que llega una joven maestra, frágil de cuerpo, vigorosa de espíritu. Recorre veinte años desde la juventud desbordante, y se cruza la guerra…

Igualmente de lenguaje sencillo, con la simplicidad de una pintura románica, la maestra Hisako Oishi se desenvuelve entre el asombro de los aldeanos, y de las niñas y niños a quienes atiende solo durante un par de trimestres, pero con los que establece lazos de por vida. Sin proclamas, las páginas están colmadas de actitudes pacíficas, contrastando con la propaganda bélica patriótica omnipresente en la sociedad japonesa de los años treinta. De igual modo, se crispan ante la fatalidad de que una niña no pueda elegir el destino que tendría si hubiera nacido niño.

Lecciones literarias. Salud