Hace unos días anotábamos cómo una misma mujer vivía en nombres distintos: Marie Duplessis, en la realidad, se convierte en Marguerite Gautier, en La dama de las Camelias, para ser Violeta, en La Traviata. Pero también ocurre lo contrario: un mismo nombre llega a distintas mujeres.
Silvia habitaba una casa de la plaza de Recanati, aldea de la costa adriática. En una mesa de terraza de dicha plaza se sentaba Giacomo Leopardi (1798-1937) a contemplarla. Giacomo padecía una enfermedad ósea y, desde niño, mostró avidez por la lectura y el estudio, tanto que a los trece años escribe su primera tragedia y, a los quince, se maneja con siete idiomas. Silvia era costurera, hija del cochero de Leopardi, y −joven− muere de tuberculosis. Giacomo −moviéndose en su vida entre amores imposibles− añora la presencia de Silvia (a la que nunca habló) y compuso en su memoria el poema ¿Todavía recuerdas / de tu vida mortal, Silvia, aquel tiempo, / en el que la beldad resplandecía / en tus ojos huidizos y rientes…?
Los versos de Leopardi son de los que ejercen influencia en la poesía española. Años después de su muerte, Hortensia Blanch Pita (1914-2004) lee sus poemas y toma como seudónimo el nombre de Silvia Mistral, con el que escribe crónicas cinematográficas y páginas literarias, entre ellas un impagable libro: Exódo. Diario de una refugiada española −título evocador del texto bíblico y de Español del éxodo y del llanto, de León Felipe−, publicado por primera vez en México en 1940 en Editorial Minerva (repescado en 2011 en Biblioteca de la República).
Cuando Silvia Mistral publica Madréporas, en 1944, libro de exaltación a su embarazo y al nacimiento de su hija, metáfora de la superación del exilio, nos habla de que ésta también se llama Silvia, por aquella costurera del verso.