Han podado por debajo los
cerezos japoneses del recinto de enfrente de casa y no llego este año a coger un pequeño
ramo para poner en el libro que estoy leyendo, así que salgo por la noche y me
subo al pretil que bordea el pequeño descansillo, rematado con filigrana de
hierro, para conseguir ese instante de primavera antes de que las intermitentes
lluvias los desfloren. Deposito los pétalos en El libro de los susurros, del armenio Varujan Vosganian, en esas en
que habla de la granada describiéndola como fruta simbólica de Armenia ‒tierra de
donde viene el albaricoque, el fruto de los que están juntos‒, que contiene un
grano por día, individualidades formando un todo (cuenta Charles Aznavour que
su madre sobrevivió al genocidio y la diáspora de 1915 al coger una granada de
su huerto y comer un grano cada día imaginando que comía una entera; el
cantante rinde homenaje a su pueblo masacrado en Ils sont tombés).
La eternidad se produce en el
relámpago del tiempo. En lo inesperado. En lo aparecido. Aunque había quien
creía que era cosa de otro mundo. Hripsimé era una mujer muy hermosa, tanto que
Diocleciano quedó prendado de ella en la Roma del siglo tercero y pretendió desposarla,
pero ella era monja cristiana y huyó a Armenia con otras 39 compañeras; una vez
localizada, el emperador pasó un mensaje a uno de los reyes Tirídates para que
la devolviera, el cual quedó a su vez atrapado en la belleza de esta y le
propuso matrimonio, lo que condujo a la eternidad a Hripsimé, ya que se negó a
ello y el monarca mandó torturarla hasta la muerte, incluida la decapitación de
sus miembros.
La filosofía no está muy de
acuerdo con la eternidad de estas vivencias, pero… las flores del cerezo sonríen (según muestran estas fotografías tomadas del lugar de los hechos).