miércoles, 29 de abril de 2015

Eternidad

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Han podado por debajo los cerezos japoneses del recinto de enfrente de casa y no llego este año a coger un pequeño ramo para poner en el libro que estoy leyendo, así que salgo por la noche y me subo al pretil que bordea el pequeño descansillo, rematado con filigrana de hierro, para conseguir ese instante de primavera antes de que las intermitentes lluvias los desfloren. Deposito los pétalos en El libro de los susurros, del armenio Varujan Vosganian, en esas en que habla de la granada describiéndola como fruta simbólica de Armenia ‒tierra de donde viene el albaricoque, el fruto de los que están juntos‒, que contiene un grano por día, individualidades formando un todo (cuenta Charles Aznavour que su madre sobrevivió al genocidio y la diáspora de 1915 al coger una granada de su huerto y comer un grano cada día imaginando que comía una entera; el cantante rinde homenaje a su pueblo masacrado en Ils sont tombés).
La eternidad se produce en el relámpago del tiempo. En lo inesperado. En lo aparecido. Aunque había quien creía que era cosa de otro mundo. Hripsimé era una mujer muy hermosa, tanto que Diocleciano quedó prendado de ella en la Roma del siglo tercero y pretendió desposarla, pero ella era monja cristiana y huyó a Armenia con otras 39 compañeras; una vez localizada, el emperador pasó un mensaje a uno de los reyes Tirídates para que la devolviera, el cual quedó a su vez atrapado en la belleza de esta y le propuso matrimonio, lo que condujo a la eternidad a Hripsimé, ya que se negó a ello y el monarca mandó torturarla hasta la muerte, incluida la decapitación de sus miembros.

La filosofía no está muy de acuerdo con la eternidad de estas vivencias, pero… las flores del cerezo sonríen (según muestran estas fotografías tomadas del lugar de los hechos).

viernes, 24 de abril de 2015

África y sus nuestros naufragios

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Viene en el periódico que los hombres mueren menos que las mujeres y las criaturas en alta mar. Se valen de la fuerza física para sobrevivir en circunstancias adversas. Parece que las estrategias de grupo nos son fáciles de aplicar en momentos tan dramáticos como cuando la muerte está en las olas, esperando tranquilamente a que las energías vitales vayan desapareciendo de los cuerpos.
En la impotencia, deseaba esta mañana que los naufragios fueran de ambiciones, ahogadas irremisiblemente, incapaces de reproducir la farsa del mercado, la farsa de la palabrería, la farsa de las patrias. Recordaba aquella voz: «He andado muchos caminos, / he abierto muchas veredas; / he navegado en cien mares / y atracado en cien riberas»
Soñaba esta noche que las criaturas y mujeres sumergidas movían sus aletas azules y nadaban al valle submarino situado detrás de las rocas del fondo, con puertas que solo la carne desanimada puede traspasar. Seguramente, a la hora de este sueño, tenía la influencia de un cuento de Tich Nhat Hanh, ambientado en los naufragios provocados por piratas a quienes huían de Vietnam en los años setenta.
O era ese poema de Carmen Plaza (en su obra Amor en vela, Visor de Poesía, 2009) transformada en Sirena: «Siento crecer mi cola de sirena / cuando buceo a ráfagas // Navego por el mar de lo intangible / y cierro el círculo / para que no escape el universo. // Seduciré al tritón / de radiante cabeza leonada / que cabalga incansable / sobre el mar de los vivos y los muertos. // Perseguiré su sombra en cada ola».
En cualquier caso, desasosiego.

[Ilustraciones: Herida abierta, de John Clang. Y Carlos Lévano].

lunes, 20 de abril de 2015

Dibujos entre palabras (John Berger)

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Quienes dibujamos no solo dibujamos a fin de hacer visible para los demás algo que hemos observado, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable.
No sé si puede decirse que el disponer de un libro agradable o útil (a no ser que fuera una extensión blanquinegra de tipo borgesiano) es suficiente razón para que pueda existir una biblioteca, mucho más si esta es pública. Lo que sí parece razonable decir es que encontrar un libro que te impacte justifica visitarlas. Eso es lo que me ha ocurrido en los últimos días con El cuaderno de Bento, de John Berger. Escrita en 2011, pronto se ha traducido al español, pues lo ha sido en 2012. Había oído hablar de él, pero no me había topado con sus páginas (ya que soy algo cavernícola con los productos electrónicos) y mucho menos había imaginado su interior.
Quienes tienen familiaridad con el mundo del arte, conocen sus aportaciones al mismo; básicas algunas de ellas, tal su Modos de ver, que desde su aparición en 1972 se considera un texto magistral para la crítica de las obras de creación. Pero el cuaderno es algo más. Bento es uno de los nombres ‒tal vez el más cariñoso‒ con que se conoce a Baruch Spinoza (o Espinosa), y el libro intercala proposiciones de la Ética del filósofo («. Solo lo hombres libres se muestran mutuamente agradecidos [...] La idea de que constituye el ser formal del alma humana es la idea del cuerpo, el cual se compone de muchísimos individuos muy compuestos») entre las historias dibujadas o los dibujos historiados que se suceden en sus páginas.
Contemplar un dibujo suele gustarme tanto como hacerlo con obras de mayor calado, pero no había encontrado quien me explicara su gestación, su, nacimiento, su infancia, su adolescencia y su madurez. Parece que no llegan a la vejez. No otra etapa puede esperar a la bailarina María Muñoz, al escritor Andréi Platónov o a las Magnolias y los Lirios.
Y son como aquella anotación de Chejov: «El papel del escritor es describir las situaciones tan verazmente… que el lector ya no pueda eludirlas». Y el de quien dibuja.

jueves, 16 de abril de 2015

Energías irracionales (Schopenhauer)

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Al salir de casa esta mañana he topado con el panadero que cruzaba la calle con un saco de papel en el que asomaban barras y panes de aceite para cargar la furgoneta de reparto «¡Hola, pana!» le ha dicho un niño desde la ventana de un segundo piso «Buenos días, rufián» le ha contestado y los dos se han sonreído. Seguro que Schopenhauer desconfiaría de estas relaciones amistosas y las atribuiría a una treta de esa energía inconmesurable y subterránea que rige nuestras vidas y la de todo el universo que él denomina Voluntad con el propósito de que la humanidad no se destruya definitivamente en los vaivenes de la Representación.
Se dice que este hombre (1788-1860), junto a Nietzsche, es uno de los filósofos más leídos en la actualidad. Difícil es Contemplar su obra desvinculada de su vida, pues muestra cómo las creaciones intelectuales van separadas de las actividades cotidianas y, al tiempo, van unidas. Es decir, logra (durante cinco años, de los 25 a los 30) elaborar un sistema filosófico original (con su gnoseología, su metafísica, su estética y su ética) y lo hace partiendo de su carácter arrogante y amargo, fruto tal vez de la crianza que tiene, en la que ni su madre ni su padre le dieron cariño. Solo era el heredero que iba a proseguir acumulando riquezas en una fortuna ya muy considerable, cuando descubrió que lo suyo era el estudio, la literatura y la música, pero la Naturaleza no le había dado valor para enfrentarse a los designios paternos.
El azar quiso que su padre muriera cuando él iniciaba la juventud, con lo que quedó liberado de su carrera comercial. Su madre, Heinrich Floris, deseando deshacerse de él (con quién mantenía constantes peleas, tal vez porque ella y él no soportaban hacerse sombra) se fue a Weimar con Goethe. Tanto Heinrich como Arthur pudieron vivir sus vidas de rentistas, cómodas, al socaire de la fortuna paterna y desarrollar una su inclinación literaria publicando novelas, y otro su tendencia filosófica y tocando la flauta.

El filósofo ha legado (además de unas frases bandera de la misoginia) un libro elaborado durante cuarenta años, El mundo como voluntad y representación, pesimista en una primera lectura, pero sabedora (por influencia de los Upanisads, Platón o Kant) de la unidad esencial de lo viviente, que deja al descubierto el engaño del egoísmo y marca el camino hacia la existencia serena y recta.

viernes, 10 de abril de 2015

Las Bibliotecarias (Homenaje)

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A las Compañeras

«Érase que se es un padre superlativo. Con arraigadas convicciones, que abandera con orgullo. Con la virtud de saber apreciar una mesa adornada y un vino de calidad. Creyente en las benefactoras fuerzas que llevarían a la sociedad por caminos de abundancia si dejáramos que la libre iniciativa, el mercado libre y el beneficio privado guiaran su devenir. Con el suficiente tino de haber sido puesto y, abundando, haber elegido el lugar que permite mirar el tráfago por la supervivencia desde cómoda altura.
»Un buen día se acercó a una biblioteca pública ‒¡horror!‒, pues le habían dicho que a su hija podrían gustarle las historias que allí se contaban. Así que, alimentando su escepticismo, se acercó al lugar, pero… olvidó (en un inexplicable error, vista su inmaculada tabla de conducta) que él no era el protagonista de aquel espacio ‒¡para qué relajarse!‒, sino que había en ese entorno otros seres acostumbrados a danzar por aquellos parajes, y eran quienes debían de construir la situación. Aquello lo enajenó y buscó palabras para olvidarlo.
»Pasados los años, recibió la noticia. Su hija, saltando de gozo, le dijo: “¡Papá, ya soy Bibliotecaria”».

martes, 7 de abril de 2015

Secretos (con Blanca Varela)

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«No hay nada que me complazca tanto como tener secretos. Especialmente cuando estoy en un lugar en el que hay gente. Me siento única. Poseedora de algo singular que, además, desconoce el resto de personas con las que estoy en contacto en ese momento». Así hablaba la mujer que estaba en la barra con la Camarera cuando entré en la cafetería. Y, haciendo caso omiso a mi presencia, continuó: «De joven me causaba angustia el que no existiera nadie a quien poder confiar lo que no puede nombrarse. Lo tomaba como la prueba definitiva de mi soledad. Pero, ya ves, ahora es todo lo contrario. Me proporciona fuerza y luz». Según pude ver, las dos se conocían en su juventud, aunque hacía bastante tiempo que no coincidían.
Después de ponerme el café con las dos tejas, la Camarera le preguntó por el libro que tenía (boca abajo) junto a ella. «Es de Blanca Varela (Lima, 1926-2009), poetisa en contacto con lo granado del mundo cultural de su época, viajada por París, España y Estados Unidos. Octavio Paz prologó su primer libro, Ese puerto existe (1959)», dijo. Por mi parte, había leído no hace mucho unos de sus últimos, El falso teclado (2000), que me resulta muy atractivo y que releo de vez en cuando. Conocía, igualmente, las palabras de Paz sobre la época que coincidieron en París, pues no estoy muy de acuerdo con algunas de sus opiniones, en especial cuando dice que rondan a quien escribe una serie de trampas, entre las que se encuentran la del “arte comprometido” (el grito o la prédica) y la de la falsa pureza (el silencio), ya que a mí todas me parecen necesarias, incluida la del éxito.
Ciertamente que Blanca Varela tiene canto. Incluso puede decirse que conserva la capacidad poética a lo largo de su existencia, algo que no siempre sucede ni es natural que así sea. (Carezco de raíces  de manos / de retoños // mi frente es sólida / como una piedra / que será arrojada / y que las aguas tornarán arena / y esa arena llenará la boca / de alguien vivo // y hasta aquí habré llegado / entre la mar y el campo / aleteando o mugiendo).

Sin puntos ni comas, con el blanco espacio y entintado. Poemas para encapuchados armados.

miércoles, 1 de abril de 2015

El vuelo de la luna llena

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Le digo a la Camarera que ahora les toca a sus fotografías subir a la bitácora. Y ello porque voy por la C. Se ríe de mi modo de realizar lecturas, pero es que me entra tal agobio ante la inmensidad de los títulos que hay en las librerías y bibliotecas, que de vez en cuando me decido por una letra (cierto que esto ya sucedía en los inicios del siglo diecinueve, cuando solo en Alemania se publicaban más de tres mil títulos de obras anuales, a los que había que añadir periódicos, revistas, boletines, etc.). Así que, en estos días, toca Camarera.

Es la temporada que estoy con Mircea Cartarescu (1956), con los inquietantes relatos de Las bellas extranjeras, que abren la sorprendente escritura de este autor rumano, ya inolvidable con El levante. Acabo de acompañar los pasados días a Jetta Carleton (1913-1999), que tuvo el acierto de dejar publicada una sola novela -¿para qué más?-, Cuatro hermanas, en 1962, y eso que se dedicó a actividades editoriales en la zona mexicana. Si me queda tiempo durante la semana, visitaré Una habitación impropia, de Natalia Carrero.

Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) aclara mi mirada en este tiempo de toros y de velas -parece que nada hubiera cambiado en el último medio siglo- con su Libro de oraciones:

A Jesús crucificado

Estigma solitario. Joyería
crucificada al fin como crustáceo,
qué túnica de bocas y de peces
podrá servir de alfombra a tu sonido.

Oh, huevo de cristal de voces rosas,
oh, fuente de estallidos como números.

Dios para los que lloran en el fondo
del crisantemo rojo de su infierno.
Dios para los que cantan en el pájaro.
Dios para los que tienen siete labios.

Voy, contrito, de compasión a consuelo