lunes, 31 de enero de 2011

La mirada en la nieve

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La nieve tiene, como muchos otros elementos, valores diversos según va cayendo. Puede nevar sobre los campos recién sembrados, sobre el verde recién nacido, sobre el barbecho. Puede nevar sobre los señeros robles, sobre los angulosos pinos, sobre las rocas desnudas. Lo contemplamos desde los balcones, limpiando el vaho que van acumulando los cristales, con la sensación de que durante unos días −al igual que las cercanas carrascas− permaneceremos en la inactividad. Quedaremos en sosiego.

O puede nevar sobre las pistas en las que iremos a llenar el (temido) vacío de los días de descanso, haciendo familia o cultivando amistades. En este caso, la nieve sacará la adrenalina almacenada durante tantas horas cotidianas. Nos lanzará por las laderas, dentro de la burbuja de nuestra risa, codo a codo con otras libertades enfundadas de etiquetas. (No nos atrevemos a decir, como Gamoneda, «arráncate la luz de la mirada»). Quedaremos en euforia.

Al igual que en tus ojos la mirada, no es lo mismo una nieve que otra.

jueves, 27 de enero de 2011

Mirada desde el tiempo en La Recolectora

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No afirmamos, al igual que lo hiciera Schumacher, que siempre lo pequeño sea hermoso (en aquel libro de este título de los años setenta, premonitorio de algunos aspectos del ecologismo actual, y cargado de algún que otro dogma). Pero sí nos gusta, en el club de lectura La Recolectora, acercarnos a libros que no nacen con la pretensión de ser grandes obras, aunque tienen la frescura y el sentido suficiente para imbuirnos en sus historias y compartir las sensaciones que nos producen a cada cual.
La última sesión la hemos mantenido en torno al libro de Esther Pardiñas de Juana, La mirada en el tiempo, con el aliciente de que nos ha acompañado la autora. El volumen reúne una serie de relatos que ha ido escribiendo a lo largo de los últimos años. Sitúa sus escenas en diversas épocas, denotando una preparación cuidada a la hora de describir ambientes, para lo que despliega un glosario envidiable, especialmente apreciado en los relatos que discurren en el Burgos tardomedieval. El encuentro lo inició Esther leyéndonos un texto en el que mostraba qué es lo que le lleva a escribir y cómo lo afronta. Una delicia que prosiguió a lo largo de una hora, dejándonos con ese sabor de boca que subyace a la degustación de una gollería.

Terminamos la fría noche burgalesa tomando unas cervezas (y dos aguas) en El Patillas.
[La lámina de La Recolectora es obra de María Jesús Barcina Cuevas].

lunes, 24 de enero de 2011

Las manzanas en el trigo (con el descanso eterno)

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En el verano íbamos a las eras donde trillaban quienes llevaban a medias nuestras escasas fincas. Ya rondando septiembre, subían los sacos de trigo y cebada al desván, donde se hacían dos montones, esperando que llegasen los meses propicios para venderlo. Allí convivía el grano con las cajas de los muertos, las que vendían en la carpintería cuando alguien del pueblo o los alrededores moría, a las que se les daba un ligero toque de nogalina y barniz en las zonas más descascadas cuando llegaba la hora de que fenecieran bajo tierra.

En el otoño se extendían sobre el dorado fruto los racimos de uvas comprados para que se volvieran pasas, y las manzanas reinetas traídas desde el pueblo del valle, que servían para pagar en especie la reparación temporal que exigía el carro o el arado. En el trigo se conservaban durante semanas, cogiendo en los días algunas arrugas, mientras las íbamos consumiendo, cortadas en finas láminas para mejor degustarlas. Era el ritual de la merienda de las tardes escolares de invierno, entremezclada con las rebanadas de hogaza, humedecidas de vino y rociadas de azúcar.
Esta mañana he desayunado manzana reineta y nueces.

jueves, 20 de enero de 2011

De noche a noche, la literatura es (a veces) Recuerdo

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Caminamos, en la noche, del brazete por la calle y los ojos se nos van hacia las luces de las ventanas. Balcones de seatinos con visillos transparentes. Ventanales de medio punto con las cortinas a medio correr. Ventanillos por los que se divisa un trozo de techo. La luz discreta de las lámparas se refugia en los rincones. La resplandeciente brilla en la ostentosa araña. Las siluetas se recortan. Las sombras se mueven. ¿Quién vive ahí? ¿Qué sucede adentro?
Nos asomamos, en la mañana, al escaparate de la librería y sentimos atracción por los títulos del yo. Entramos en la biblioteca y recorremos los estantes hasta llegar a la sección de biografías. Viviendo mi vida, de Emma Goldman; Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz; Orígenes, de Amin Maalouf…

Nos gusta, en la tarde, contemplar las vidas ajenas. Plantarnos, delante de un libro en el que alguien nos habla de sí. Entrar en su piel. Hacernos pequeñas/os. Estremecernos con su paso adolescente, en el que casi todo ya es confusión. Sentarnos en la silla, delante del cuaderno en el que volcamos las palabras que ahora leemos y que justifican nuestro estar en la vida, tal como dice Oscar Wladislas de Lubicz-Milosz en L' amoureuse initiation (Paris, Grasset, 1910):

«De alguna manera, sólo he vivido para tener a qué sobrevivir. Al confiar al papel estos fútiles recuerdos, tengo la conciencia de realizar el acto más importante de mi vida. Yo estaba predestinado al Recuerdo».
[La Observante es de Eva Navarro]

lunes, 17 de enero de 2011

Encrucijadas de la vida (con letra y música)

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Desde hace unos días venimos topándonos con situaciones densas. De esas que evocan épocas en las que hemos tenido que ir eligiendo los caminos por los que transitar en la vida. (Siempre engarzados −de una u otra manera− a las letras, las imágenes y la música). Observamos, con curiosidad, la forma en que afrontan el absurdo de la existencia quienes nos rodean. Hay quienes echan mano de alguna hierba alucinógena para pasar los días. Hay quienes elevan plegarias en los templos. Nada que no se haya inventado.

Nos recuerdan −decimos− los años en que leíamos a Nicolás Guillén (1902-1989) y nos colocábamos con sus poemas (alguno de los cuales vino a musicar Pablo Milanés).

Canción

¡De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera!
(Yo, muriendo).

Y de qué modo sutil
me derramó en la camisa
todas las flores de abril.

¿Quién le dijo que yo era
risa siempre, nunca llanto,
como si fuera
la primavera?
(No soy tanto).

En cambio, ¡qué espiritual
que usted me brinde una rosa
de su rosal principal!

De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera
(Yo, muriendo).


Salud.

viernes, 14 de enero de 2011

Cartas de amor, propuesta de matrimonio

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Buscando alguna guía para escribir una carta de amor (que si no, no hay manera), hemos echado mano de nuestros conocimientos sobre literatura digitalizada disponible en Internet y nos hemos encontrado con este folleto de J. C. Abiakam. Lo curioso del mismo es que está publicado hacia 1963 en Onitsha (Nigeria), uno de los lugares más inestables y peligrosos de África hoy. El librito se encuentra en la Universidad de Kansas, en cuya biblioteca lo hemos leído. Toda una preciosidad, depositada en la sección de Libros Especiales, en cuyas páginas incluye hasta una foto del editor (que para eso pagaba). Está allí depositado un centenar de estas obras, recogidas por T. R. Buckman (autor también de la fotografía del susodicho mercado).
Si nos resulta raro al principio, no tiene por qué extrañarnos, pues entre 1947 y 1967 en Onitsha se desarrolló una frenética actividad literaria. Se ubicaba en el mercado de la ciudad (uno de los mayores del mundo, entonces), en donde llegaban a tirarse hasta dos millones de ejemplares de un mismo texto, el cual era repartido por los lugares de África Occidental en los que se hablaba inglés. Onitsha era sede de varias instituciones educativas para gente de la colonizadora Inglaterra y afines. Cuando, en los años sesenta, se produce la independencia, continúa existiendo la avidez por las letras. Incluso la gente que no estaba alfabetizada, acudía a los múltiples puestos del mercado en los que (por un módico precio) se leían muchas de estas publicaciones, con temática de lo más variopinta.

Ya R. Kapuscinski hablaba de este mercado en su inapreciable libro Ébano, aunque allí no se refiere al final que tuvo, destruido por las guerras de Biafra a partir de 1967 y ya nunca recuperado en su esplendor de la palabra.


[Podemos ampliar información en este artículo de Mariana Enríquez]

lunes, 10 de enero de 2011

Regalos de la alondra. La Bibliotecaria

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«La Bibliotecaria vio posarse a la alondra. El ímpetu del descenso hizo andar al pajarillo unos rápidos pasos, señalando sus huellas cada vez con menor profundidad en la harina que había quedado en la mesita. La Bibliotecaria contempló el pardo listado del plumaje y fue adentrándose en su menudo cuerpo. A pesar de lo que pudiera parecer, no era una operación dolorosa. Los brazos se acoplaban a las alas y las piernas a las patas, semejando la lámpara que absorbe al genio. Al instante, eran una.

Salieron volando por el balcón en donde estaban los zapatos de Valeria y Alejandro, rebosantes de cebada, y el cuenco descascado de la abuela, colmado de agua, para que en ellos se saciaran los camellos; en aquella noche clara, no tendrían dificultad en llegar. Soplaba fuerte el viento, por lo que −unidas− decidieron aprovechar su dirección (que apenas las desviaba de la ruta), lo que les permitía atravesar el hayedo que les protegía del frío.

Habían recorrido la mayor parte del bosque, cuando divisaron una casa, a la que se dirigieron. Al cruzar su diminuta puerta, chocaron contra una pared elástica que no habían visto, la cual se cerró en un ovillo. Era una red. “¡Hey, hey, pajarito! –escucharon–. No temas, enseguida termino. Solo es un pequeño anillo”. Las cálidas manos que la cogieron, se movieron con agilidad y, en poco tiempo, estaban soltando a la alondra, lanzándola al viento.

Volaron en bullicio hasta el mar.

De vuelta, la alondra se cernió sobre la blanca superficie; aventó sus plumas, de las que emergió una nube hinchable que voló hacia el respaldo de la mecedora, y la Bibliotecaria apareció balanceándose en ella. El fuego seguía vivo. Al trasluz del primer resplandor del día, se perfilaban unos bultos en el balcón del este. Ella tenía en el pie izquierdo la pulsera que había pedido. Estaban escritas a su alrededor las palabras de Paul Eluard: “Si el eco de tu voz desaparece, pereceremos”».

martes, 4 de enero de 2011

Pompas, Rosas... Aguinaldo

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Los cónsules romanos tomaron la costumbre de enviar aguinaldos, a principios de año, a personas cercanas o relevantes de la sociedad de su tiempo. Para ello se elaboraban unas tablillas rectangulares de marfil con grabados; constituyendo un artículo de lujo, según puede apreciarse en la que mostramos aquí (de Aerobindus, una de las más célebres). Se unían dos tabletas por uno de sus lados y formaban un díptico, el cual se cerraba como las tapas de un libro. Dichas tabellae, en madera o metal, también eran usadas por gente menos pudiente con el mismo objetivo (y siguieron utilizándose hasta el siglo XV, con motivos religiosos y nombres de santos y difuntos; un inicio del memento). Por otro lado, estas pugillares, tabulae o cerae (pues también se recubrían de cera para escribir sobre ellas como cuaderno de notas) parece que son el antecedente del formato del libro actual.
Aquí no vamos a enviar nada tan sofisticado, pero sí deseamos ofrecer un aguinaldo y hemos pensado que nada mejor que un cuadro de la joven pintora mexicana Mariana Palova, Balklova, con rosas desgarradas y pompas por palabras. Pero con luz y ojos claros para emerger de las grietas.

Salud.