lunes, 25 de febrero de 2013

Libro amante. Si un príncipe...

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La Bibliotecaria se pirra por el inabarcable Ítalo Calvino, de quien está releyendo ahora sus Cuentos populares italianos (vertidos de los Fiabe italiane, de Mondadori [1993]). «¡Escucha este!», me dice. «Hoy me duelen algo los oídos», respondo, mientras acerco torpemente las manos a los costados de la cabeza, por si pudiera conseguir continuar con mi entretenimiento. Según camina hacia mí, por el modo en que acoge el libro sobre el seno, al igual que Lesbia acurrucara al gorrión –passer, deliciae meae puellae,–, sé que no tengo modo de escape. Así que me resigno a ser una víctima más del fomento de la lectura y dejo abiertas las entendederas a las sáficas palabras que bajan con el carro de Afrodita de la mano de estas avecillas.

La Bibliotecaria sabe de sobra que yo sé el cuento de El príncipe canario, por lo que después de unas breves explicaciones que nos sitúan en escena, se detiene en los párrafos que le interesan. La niña ya está presa en el castillo rodeado de espesura arbórea, adorando desde la ventana a su príncipe, sin que este pueda subir. Entonces, la bruja (buena) le ofrece la solución: «Este libro es mágico. Si pasas las páginas en la dirección adecuada, el hombre se transforma en pájaro. Si las pasas en dirección contraria, el pájaro vuelve a ser hombre». Poco tarda la niña en convertirlo en canario, que vuela y entra por la ventana, transformándolo después en hombre. «Todos los días hojeaba el libro para que el príncipe volara hasta la ventana más alta de la torre, y volvía a hojearlo para darle forma humana, y lo hojeaba de nuevo para que él saliera volando, y lo hojeaba otra vez para que regresara a casa».

La mujer se metamorfosea en Lectora y, después, en amante. «¿Y no sería más sencillo –le comento– que utilizara el libro el príncipe, volviera canario (hembra) a la mujer y así escapara de la torre, pasando después a su aspecto humano?».

miércoles, 20 de febrero de 2013

La Biblioteca de "El primer hombre"

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Hablo con la Bibliotecaria sobre la reducción de costes de los libros electrónicos y su facilidad de difusión, y le digo que las editoriales lo tienen más chupado. Y me dice que de eso nada o algo menos, pues ahora (salvo en las novelas) los libros digitales están enriqueciendo su contenido con imágenes, sonidos, interactividad, etc., con lo cual la figura editora está variando y necesita integrar conocimientos informáticos, aplicaciones para dispositivos móviles y otra serie de elementos que convierten al libro en un elemento complejo, lo cual redunda en su precio final. («Y ya veremos –me dice– lo que tarda la novela en incorporar estos atractivos»).

Entonces, me acuerdo de los libros y de la Biblioteca pública que nos describe El primer hombre, de A. Camus (1913-1960), montada en Argel hacia 1920 en los aledaños del barrio pobre junto al puerto, y de los libros allí contenidos, que los dos pequeños amigos elegían de corrido en los anaqueles (siempre que no fueran novelas, reservadas estas a mayores de 15 años), los cuales sacaban después de rellenar la ficha azul de pedido y de que la Bibliotecaria (voluntaria) hiciera constar en la ficha de que disponían al haber mostrado un recibo de casa y pagado un mínimo. Le leo a la Bibliotecaria:

«Lo que contuvieran esos libros, en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían ante todo al entrar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien pasada la puerta, los arrancaban de la vida estrecha del barrio. Después venía el momento en que, provistos de los dos volúmenes a los que cada uno tenía derecho, los apretaban con el codo contra el costado, se deslizaban en el bulevar oscuro a esa hora, aplastando con los pies las bayas de los grandes plátanos y calculando las delicias que podrían extraer de sus libros, comparándolos con los de la semana precedente, hasta que, al llegar a la calle principal, empezaban a abrirlos bajo la luz incierta del primer reverbero para sacar alguna frase (por ej. «era de un vigor poco común») que los fortaleciera en su alegre y ávida esperanza. Se separaban rápidamente y corrían hacia el comedor para abrir el libro sobre el hule, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Un fuerte olor de cola subía de la grosera encuadernación que raspaba los dedos.

»La forma en que el libro estaba impreso informaba ya al lector del placer que le proporcionaría. A Pierre y a Jacques no les gustaba la composición ancha, con grandes márgenes, en que se complacen los autores y los lectores refinados, sino las páginas llenas de caracteres pequeños, alineados en renglones poco separados, llenas hasta el borde de palabras y de frases, como esos enormes platos rústicos donde pueden comer varios a la vez y durante largo rato sin agotarlos jamás, y que son los únicos capaces de calmar ciertos apetitos enormes. De nada les serviría el refinamiento, no conocían nada y querían saberlo todo. Poco importaba que el libro estuviera mal escrito y groseramente compuesto, con tal de que la escritura fuera clara y llena de vida violenta; esos libros y sólo ésos les daban el alimento de sueños que les permitiría dormir después profundamente».

viernes, 15 de febrero de 2013

El Primer Hombre. Niñez

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¡Qué difícil es representar la niñez! Al menos, con cierta soltura. Es en la pintura donde más se echa en falta la destreza del artista: cabezas adultas, brazos desproporcionados, pies sobresalientes, cuerpos algo deformes. Parece como si fueran incapaces de contener una imagen infantil en la mente. Cuando observo cuadros de este tipo, pienso, a menudo, que uno de los favores que ha hecho Picasso a la pintura moderna es no tener que esforzarse en desarrollar la destreza de dibujar figurativamente criaturas (aunque les haya metido en otros bretes).

En cambio, la literatura toca otros timbres en sus descripciones. La palabra puede dar más el pego. No obstante, hay libros que atraviesan todas las pruebas. Tal es el caso de El primer hombre, de Albert Camus (1913-1960), autobiografía sobre la infancia, que deja inacabada aquel día en que muere en accidente de automóvil en Villeblerin (Francia), llevando en el bolsillo el billete de tren que había comprado para viajar y que no utilizó al venir unos amigos y ofrecerle viajar con ellos. Nacido para la miseria, muerto el padre en 1914, vive con su madre y su hermano en casa de su abuela en Argel. Esta es quien se encarga de administrar hasta los castigos físicos a los niños. Su inteligencia natural y voluntad, más un comprensivo maestro de primaria que le consigue una beca, hace que emerja, contra todo pronóstico, de las cloacas sociales.

En silencio, él adora a su madre, obediente, sumisa, distante, radiante. Y ansía que ella le corresponda. Así, escribe: «Estuvo por decir: “Estás muy bonita” y se detuvo. Siempre lo había pensado de su madre y nunca se había atrevido a decírselo. No porque temiera un rechazo o porque dudara de que ese cumplido le gustase. Sino porque hubiera sido franquear la barrera invisible detrás de la cual siempre la había visto parapetada —dulce, cortés, conciliadora, incluso pasiva, y sin embargo jamás conquistada por nada ni por nadie, aislada en su semisordera, en su dificultad de lenguaje, bella seguramente pero casi inaccesible, tanto más cuanto más sonriente parecía y cuanto más se volcaba hacia ella su corazón—, sí, toda la vida había tenido el mismo aire…»

En Francia, Camus se atreve a denunciar públicamente el estalinismo en 1951, echando sobre sí la ira de la intelectualidad de izquierdas, con Beauvoir y Sartre a la cabeza. Por ello, va ganando enteros con el tiempo. Es lo que nos cuenta M. Onfray en L’ordre libertaire: la vie philosophique d’Albert Camus (2011). Pero ello es una historia para otro día.

[El cuadro es Retrato de niños (Niñas de Caillebote), de Renoir].

lunes, 11 de febrero de 2013

Pornolectoras

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«La Bibliotecaria lee en la tersura de mi rostro. “¿Has estado con ella, verdad?”, me dice nada más verme esta mañana. “Sí, hemos estado juntas”, le respondo, “sabes que no puedo evitarlo”. No tiene remedio, en cuanto me sueltan alguna cita, sea de alguien que ha escrito hace siglos sea de alguien con tintes de oscuridad, me desarbolan. Me abandono a las olas con la música de las sirenas, acoplando las entrañas a la gloria o magullada en la arena apenas cubierta con los jirones de la vela. Pero, qué le voy a hacer: las páginas de Francesca se atreven con el Paraíso de Dante, con las Moralia de Gregorio Magno, con El amante de lady Chatterley de Lawrence, con Maná del alma de Segneri, con el Timeo de Platón, con Informe secreto sobre el mesmerismo, con El rizo robado de Pope, con La muerte y la doncella de Claudius…

»Las palabras de Francesca llaman a esos ancestrales códigos que nos llegan al nacer (y aun antes), que desean regir nuestro destino, que desoyen los púlpitos, que abren en nuestro cuerpo prados en los que nos tumbamos desnudas al sol.

»”Fíjate”, le digo a la Bibliotecaria, “cómo comienza el libro de Francesca Serra, Las buenas chicas no leen novelas (Ediciones Península, 2013)”. Tan animal: “Tal vez ustedes no lo sepan, pero todas somos pornolectoras. Todas las lectoras lo somos, sin excepción, incluidas las solteronas y las monjas. Cuando una niña de cualquier lugar del mundo tiene en las manos su primer libro, se convierte de inmediato en pornolectora, lo quiera o no. Probablemente lo ignorará toda la vida; sin embargo, nadie le devolverá la inocencia. A través del libro, caerá dentro de una historia mucho mayor que ella, relacionada con el arte y la cultura. Y también con la sexualidad. Y con la economía y el comercio”.

Que ya lo dejara escrito J. J. Rousseau en su novela de gran éxito, por entregas, Julia o la nueva Eloísa (1765): Jamás una virgen ‒fille caste‒ ha leído una novela».

¡Literatura!

[Fotografía tomada de Comunidad El País. Cuadro de Francisco Vidal, Lectora]

miércoles, 6 de febrero de 2013

Escritoras por encargo

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Por diversos avatares, en los últimos tiempos, he coincidido en el espacio virtual con escritoras por encargo o correctoras de estilo. Es decir, con mujeres que se toman la escritura como oficio. No (solo) una afición o una necesidad (interior) o un divertimento o un desafío. Un quehacer. Conozco, desde hace tiempo, en el espacio de a pie, a mujeres y hombres que, cual Velázquez o Goyas, se dedican a ello, con gran contento, lo que ha provocado que se diluyera en mí ese pensamiento que albergaba en la mocedad sobre la escritura gloriosa. «No somos nada», me dice la Bibliotecaria cuando hablo de esto con ella. Supongo que se refiere a que somos mortales.

Una de ellas es Concha Baeza, la cual se define «escritora por encargo. Domo palabras. Las pongo al servicio de las organizaciones para que marquen estilo, identifiquen servicios, definan contornos». No se limita a corregir un texto, sino que realiza las investigaciones necesarias para elaborarlo. Tiene la suerte de radicar en Valencia (lo digo por estar junto al mar). Y, a mi vez, he tenido la fortuna que me regalara su último trabajo: Muro, libro sobre Juan Pérez del Muro (1895-1949), ilustrador, cartelista, tebeísta, periodista… (editado por la Diputación de Valencia).

Otra es Mónica Alejandra Carrizo, «Redactora, biógrafa, correctora, lectora editorial. Me gustaría compartir contigo un viaje, en el cual tú aportarías recuerdos y yo les daría forma». Vive en una isla de las de verdad, rodeada de agua. A veces, leo historias en una de sus bitácoras: Cuentera personal.

¡Feliz travesía!

viernes, 1 de febrero de 2013

¿Para qué las bibliotecas?

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Me lo dice la Bibliotecaria, que en estos días está bastante desazonada. «Toda esta gente mangante ha pasado por ellas», me suelta, sin darme tiempo a asimilar lo que me habla, y se pierde en los pasillos estantes camino del Depósito.

Me digo que puede tener su razón, que quien más quien menos de quienes acaparan primeras planas han tenido sus épocas estudiantiles. Cierto que no es que hayan dado muchos palos al agua en oficios del vulgo (digamos vulgares), pero es que tampoco han tenido tiempo para ello, pues de bien cachorros han emprendido la senda del servicio al pueblo. Admitamos, también, que no se han distinguido durante sus años juveniles por su desprendimiento en reivindicar mejoras para el bien común, pero concedámosles que ello les hubiera distraído de sus propósitos serviciales.

¿Así es que para qué demonios necesitamos una Biblioteca en el Centro de paseo de la Ciudad, si, con lo mismo, corremos el peligro de que aumenten exponencialmente quienes agostan nuestras cosechas. Y, con lo mismo, nos quitamos de en medio unos puestos ordinarios de trabajo que podemos emplear en otro lugar a horas intempestivas?

[La ilustración es de Rob Gonsalvea].