Porque, ¿dónde habrá, aquí en este mundo, una materia de especulación más hermosa, una más agradable visión contemplativa, que la de una acción bella, proporcionada y apropiada? ¿Hay acaso alguna cosa que alegre más sólida y definitivamente nuestra conciencia y nuestra memoria?
Es Shaftesbury (1671-1712) una mente
precoz. Al igual que lo había sido Étienne de La Boétie (1530-1563). Pronto
comprende cómo está formándose la sociedad. A los 24 años manifiesta que hace
ya alguno tiene redactado lo esencial de su obra Investigación sobre la virtud o el mérito, en el que señala que se
avecina un vuelco de los tiempos, una coyuntura en la que el absolutismo
quedará vencido, dando paso a una sociedad más comunera. Ciertamente, que se
producen cambios desde entonces en Europa. El feudalismo y el totalitarismo ceden,
pero a costa de instalarse el principio de la desconfianza y el de la reserva. El
puritanismo deja una profunda huella.
El niño Anthony Ashley se educa
desde los tres años con el filósofo Locke, que tiene buen cuidado en buscarle
una nurse que le habla en griego y latín, por lo que, a los once años, se
desenvuelve con soltura en los idiomas clásicos. Su abuelo es campeón de los
Comunes ingleses, que protagonizan la segunda revolución inglesa en 1688, dando
paso a las libertades (religiosa, de reunión, jurídicas, etc.), en la que el
nuevo rey le ofrece a Shaftesbury un puesto en el Parlamento, al que el joven
de dieciocho años declina, pues quiere entregarse al estudio (lo que lleva a
cabo durante cinco años). Ya en el Parlamento, en 1695, vota según la idoneidad
de las proposiciones y no según la disciplina de partido, pues está en política
«por su amor a la justicia, a la fe, a la honradez, a la promoción de lo
público».
Leer (o releer) sus 315 párrafos
lleva su tiempo. Tal vez el que ya no tenemos. Para concluir que «así, pues, la
sabiduría de lo que rige y es primero y principal en la Naturaleza, hizo que el
trabajar por el bien general esté de acuerdo con el interés privado y el bien
de cada uno».