lunes, 30 de noviembre de 2020

Entre nosotras, con Audre Lorde

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En la noche del 25 próximo pasado, Televisión Española tenía previsto emitir un programa relativo la violencia de género, pero, a pesar de estar dirigida esta entidad por una mujer –no nos detendremos aquí en esas lágrimas de cámara de una ministra–, cambió la programación para sustituirlo por otro hagiográfico de un futbolista recién fallecido; para más inri, se trataba de un señor, a decir de Laura Freixas, putero y maltratador. Sabido es que ese día se homenajea a las víctimas por haber sido el 25 de noviembre de 1960 la fecha en que los sicarios del dictador dominicano Trujillo asesinaron a las Hermanas Mirabal, Minerva, Patricia y María Teresa (que tienen calle en Burgos), luchadoras contra su régimen e inmunes a sus caprichos.

Da la casualidad que esa noche estaba leyendo la antología que Visor realizó el año pasado de la poesía de Audre Lorde (1934-1992), realizada e introducida con claridad por Michel Lobelle. Nacida en Harlem, negra, lesbiana, madre, feminista, socialista... Su oratoria desplegaba una potencia de siglos, trasladada a ensayos como La hermana, la extranjera (según se ha traducido su Sister Outsider) y novelas –conocida es Zami, una biomitografía–, enraizada y concentrada en su poesía.

Apagué el televisor y me sumergí en un mundo vedado a quienes vitorean:

Estaciones:

Hay mujeres que aman

esperar

una vida         un anillo

en la luz de junio     una caricia

que les desate las manos

ponga palabras en sus bocas

formen sus pasajes      otra durmiente

que recuerde       su pasado     su futuro.

Algunas mujeres quieren el tren

correcto    en la estación equivocada  […]

Algunas mujeres se esperan a sí mismas

al girar la siguiente esquina […]

Hay mujeres que esperan

que algo cambie      pero

nada cambia

así que se cambian

a sí mismas.

Salud

lunes, 16 de noviembre de 2020

El mar en Grecia

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Leía esta temporada los versos de Anne Carson en La belleza del marido (2000), esa mezcla de ensayo, narración y poemas que ella suele hacer en una misma composición, en las que no son infrecuentes las referencias al mundo clásico griego, no en vano se doctoró con un trabajo sobre Safo. Sin ser muy consciente del ambiente en que se movía mi espíritu, llegué la semana pasada a la biblioteca del barrio y, tras pasar un momento por la mesa de novedades, decidí coger la novela La sonrisa olvidada, de Margaret Kennedy. Con ella bajo el brazo, me acerqué a la zona de poesía (en la que tenía que consultar unos romanceros) y (hecho lo anterior) tiré de un poemario para llevarlo en préstamo, que resultó ser Aquel vivir del mar, reunido por Aurora Luque. Ya en casa, mirando una fotografía en el móvil hecha hacía poco en una exposición sobre la ruta de migrantes (clandestinos) en el Egeo, caí en la cuenta de la conexión de lo que me rodea.

Aquel vivir del mar –que proviene del verso de Arquíloco, «Olvida Paros, aquellos higos y aquel vivir del mar»– lo subtitula su traductora y recopiladora Aurora Luque como El mar en la poesía griega. Antología. La Europa mítica nace en el mar, con la princesa fenicia raptada por el toro Zeus que navega a las playas de Creta; al igual que la histórica nace en las aguas de Salamina, fecha de libertad. Es un mar hiperpoblado de presencias. La traductora se ha propuesto la misión imposible de devolver algo de sabor lírico a las viejas palabras helenas, para que no atraigan solo a pedagogos, sino que satisfagan a oyentes y degustadores de poemas. Así, nos muestra una delicada jarcha de Anacreonte: «Qué bien me haría / que me llevaras, madre, / a la mar amarga, // y a sus olas granates, / con remolinos, / tú me arrojaras»; el cual prosigue la idea de suicidio en «Tras subir –otra vez– a lo alto / de la roca de Léucade / en las canosas olas me sumerjo / de pasión embriagado». Mimnermo, Safo, Hédile, Erina, Antípatro, Filodemo…

En La sonrisa olvidada, Margaret Kennedy (1896-1967) concentra su hacer literario de años y despliega una prosa cuidada y culta, que proporciona vida a unos personajes singulares y, sobre todo a una isla, Keritha, rodeada (y custodiada) por ese mar heleno, en la que se simboliza el lugar imposible, donde habita la sonrisa olvidada. Lectura amable para tiempos raros.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Tiempos difíciles (con Dickens)

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 Se ha traducido la obra de Charles Dickens (1812-1870) Hard Times – For These Times como Tiempos difíciles, aunque esta es una expresión que parece que podemos reservar para los meses que estamos viviendo en este 2020, y ahora a la obra le cuadraría mejor el título de Tiempos duros (o algo así), pues refiere las condiciones de la existencia en una ciudad inglesa norteña –Coketown, en la novela; puede que Preston, en la realidad– inmersa en la primera revolución industrial, la que se desarrollaba allá por 1854, año en que el propio Dickens dirigía el semanario Housevold Words, en el que se fue publicando, de abril a agosto, la narración que nos ocupa.

Con tanta literatura actual pendiente de leer, no es fácil dedicar el tiempo ocioso a una obra del siglo XIX, sobre todo si esta es tan voluminosa como Tiempos difíciles. Comienza, además, de una forma hosca, con una voz narrativa incómoda en los primeros capítulos, algo que convierte en más heroica la lectura, pero que resulta ser una virtud literaria, pues describe en el comienzo lo que sería una sociedad de «hechos», en la que la imaginación o los sentimientos quedarían desterrados. Atravesar esta dificultad lectora y continuar en sus páginas nos acerca a la satisfacción (que ya dijera Byron que el placer es enemigo de la comodidad).

Ya que es una novela del siglo diecinueve, la voz que la guía intenta congraciarse con quien lee desde el capítulo segundo con ese «Dinos…». Somos parte de la obra. Algo en lo que se ocupa de que no olvidemos, por lo que de cuando en cuando vuelve a hacernos cómplices de la narración. También tiene, por supuesto, esos pasajes en los que se cuenta más de una historia, o en los que, si prestamos atención, descubrimos algo más que lo evidente: «Amablemente [James] se había apoderado de la sombrilla de Louisa y la había alzado para ella; la joven caminaba bajo su sombra, aunque allí no brillaba el sol». Sí, era un día nublado y el galán desplegaba su caballerosidad. Pero, también, el galán tenía unas segundas intenciones (ocultas) y en aquella casa, la del industrial, marido de Louisa, no había lugar para las personas sennsibles.

Y más que hay. Tres ambientes sociales: el magnate industrial-banquero, el proletariado, el circo…