Cálmate,
dolor mío. Y serena tu angustia.
Anhelabas
la noche. Ya desciende. Aquí está.
La Ceguera y la Literatura se llevan estupendamente. Símbolos, metáforas o parábolas pueden construirse con el oxímoron del ver sin ver. Tiresias, incluso cuando atravesamos la tierra baldía de Eliot. Y en este territorio es donde se inicia la historia que nos cuenta Mary Ann Clark Bremer (1928-1996) en Una biblioteca de verano (2012, para la traducción).
La
autora, nacida en una familia judía cosmopolita, viajera, quedó
ciega en un ataque que el ejército alemán lanzó contra el barco en
el que viajaba (con sus padres, los cuales murieron). Años después,
comenzó a escribir sus memorias en «forma de breves novelas de un
alto lirismo y de una sobriedad excepcional», y esta que comentamos
es la que narra la recuperación de su vista (y de su espíritu), al
hacerse cargo de una pequeña biblioteca en un pueblo incógnito de
Francia, la cual habilita en un cobertizo que estaba destartalado,
dentro de una finca noble.
De
ahí que la mayor parte de la literatura que nos propone sea del país
galo. Pero son tan escogidos los momentos en que lo hace, que no
podemos decirle que peque de chauvinismo. Además de que está
Gustave Kahn, Katherine Mansfield o William Hazlitt (de cuya
inteligencia y finura se enamoró al momento).
Es
Baudelaire el que prima, según vemos en los dos versos que encabezan
esta anotación. «Se encontraba mi cuna junto a la biblioteca, /
Babel sombría, donde novela, ciencia, fábula, / Todo, ya polvo
griego, ya ceniza latina, / Se confundía». «Detrás de los hastíos
y los hondos pesares / Que abruman con su peso la neblinosa vida, /
Feliz aquel que puede con brioso aleteo / Lanzarse hacia los campos
luminosos y calmos».
Salud