Dice así el papel doblado que
hay en la silla: «Agradezco a mis enemigos la energía que descubro en mí. Nunca
hubiera deseado tenerlos. Prefiero que la gente me quiera. Pero, de no contar
con la enemistad de algunas personas, con el diamante hiriente que rayan sobre
mi piel, ahora sería una piedra de cal común que descansa al sol en el lecho de
un antiguo arroyo. Sin embargo, después del dolor de las palabras lacerantes (y
aun vejatorias), la geoda se ha abierto y he descubierto las amatistas,
calcedonias, ágatas y calcitas que conviven en mi interior; los cuarzos diseminan
turquesa y añil por la superficie; las iridiscencias blancas me llenan de
atractivo; el negro me anuncia fuerzas y reinos ocultos. Pocas sensaciones
tengo por más placenteras que el perdón que extiendo sobre ellos».
Me levanto de la mesa donde he
estado en la cafetería, pues la barra estaba ocupada cuando he llegado, y le
pregunto a la Camarera si recuerda quién ha habido en aquel lugar. Me dice que
una mujer morena, de mediana edad, y que le ha sorprendido la viveza de su
rostro al acercarse a pagar. No le doy más explicaciones, pues esta mañana está
muy animado el local. «Ya te comento en otro momento».
Salgo al vientecillo fresco de
esta mañana de escarcha en la que el agua de la fuente del paseo se ha helado.
Es el solsticio de invierno.