En una de las entradas del barrio, la más cercana al río, viven dos pequeños camelios, ese arbolillo que nos trajera el misionero y botánico Kamel
de Filipinas. Los plantaron hace apenas cuatro años, cuando remodelaron la zona
de Punta Brava. Derribaron las viejas casas, construyeron otras de mayor altura,
con cubos miradores invadiendo las calles, ahuyentando las estrellas, que hacen
de paraguas en días de lluvia, y acotaron las aceras. En un pequeño triángulo
sin utilidad aparente, pusieron un par de bancos, dos camelios y, hace no
mucho, una estatua de tamaño humano simulando la lechera con su pareja de
cántaras y sus dos cuartillos, a la que se acercan quienes caminan la ruta de Santiago para hacerse
fotografías.
Desde hace unos días sus ramas están cubiertas de flores.
Cada mañana, en el rápido camino hacia el trabajo, iluminan mi mirada,
espabilando mi atención de los pesares que restan de la somnolienta noche. Mi
cuerpo recibe la luz de esos pétalos ‒unos rosados y otros blancos‒ y los
envuelve al pasar con una sonrisa de complicidad y asombro. Seguramente por no ser
la entrada natural desde el centro de la ciudad, estos pequeños árboles han
resistido los vandálicos desahogos de las cuadrillas que regresan al barrio de
madrugada los fines de semana.
Durante meses, soy lluvia y sol vivificando sus ramas, tronco y raíces, todo por que suceda el fugaz roce mañanero de unos días de abril.