Antesdeayer hablaba con la
Camarera de las afirmaciones que se hacen en muchos libros como si fueran un
sesudo descubrimiento que realizan autoras o autores después de profundas
observaciones. Le digo que, por lo general, no me gustan, pues me resultan
lugares comunes sin que aporten nada a las historias que se narran. Ella me
dice que soy un escéptico que no me involucro en los personajes que aparecen en
esos textos. «Por ejemplo ‒abro una página señalada del libro que estoy leyendo,
cuyo título no voy a mencionar, pues no me gusta‒, mira lo que pone aquí: “Voy
a hablar sobre los raros, porque he descubierto a lo largo de la vida que la
normalidad no existe y que, en cierto modo, todo el mundo lo somos”. ¡¿Vaya
obviedad, no?!». «Bueno ‒me contesta‒, tal vez lo sea para ti, pero hay épocas
en la vida que puede que agradezcas el que te digan cosas así».
Continuo en mis trece y le digo
que todavía me sientan peor los consejos, entre los que no hace mucho que leí (y,
por ello, lo recuerdo) el de Jonathan Franzen, cuando en Más afuera dice: «Pasar por la vida indoloramente es no haber
vivido». ¿Qué quiere decir con ello? ¿Justificar el dolor que hay en su vida como
si al haber pagado su entrada ya puede enseñar el billete de estar vivo a
quienes le rodean para que pueda recibir su reconocimiento? «Creo que estas
frases podrían desterrarse de los libros. Que no estaría de más que las
máquinas impresoras dispusieran de sentido común y preguntaran si procedía
plasmarlas en blanco y negro antes de hacerlo».
«En fin ‒me dice la Camarera
antes de traerme el presente de un trozo de bizcocho de naranja‒, ya veo que hoy vienes
algo torcido. ¿Qué te parece esto?».
Fog (“Chicago poems”, 1916)
Llega la niebla
con sus mullidas almohadillas
de gata.
Se sienta a mirar
la ciudad y el puerto
sobre sus ancas calladas
y luego sigue su
camino.
(Carl
Sandburg, 1878-1967, versión de Miguel Martínez-Lage)