miércoles, 30 de abril de 2014

Afirmaciones. Descubrimientos. Consejos

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Antesdeayer hablaba con la Camarera de las afirmaciones que se hacen en muchos libros como si fueran un sesudo descubrimiento que realizan autoras o autores después de profundas observaciones. Le digo que, por lo general, no me gustan, pues me resultan lugares comunes sin que aporten nada a las historias que se narran. Ella me dice que soy un escéptico que no me involucro en los personajes que aparecen en esos textos. «Por ejemplo ‒abro una página señalada del libro que estoy leyendo, cuyo título no voy a mencionar, pues no me gusta‒, mira lo que pone aquí: “Voy a hablar sobre los raros, porque he descubierto a lo largo de la vida que la normalidad no existe y que, en cierto modo, todo el mundo lo somos”. ¡¿Vaya obviedad, no?!». «Bueno ‒me contesta‒, tal vez lo sea para ti, pero hay épocas en la vida que puede que agradezcas el que te digan cosas así».
Continuo en mis trece y le digo que todavía me sientan peor los consejos, entre los que no hace mucho que leí (y, por ello, lo recuerdo) el de Jonathan Franzen, cuando en Más afuera dice: «Pasar por la vida indoloramente es no haber vivido». ¿Qué quiere decir con ello? ¿Justificar el dolor que hay en su vida como si al haber pagado su entrada ya puede enseñar el billete de estar vivo a quienes le rodean para que pueda recibir su reconocimiento? «Creo que estas frases podrían desterrarse de los libros. Que no estaría de más que las máquinas impresoras dispusieran de sentido común y preguntaran si procedía plasmarlas en blanco y negro antes de hacerlo».
«En fin ‒me dice la Camarera antes de traerme el presente de un trozo de bizcocho de naranja‒, ya veo que hoy vienes algo torcido. ¿Qué te parece esto?».
Fog (“Chicago poems”, 1916)

Llega la niebla
con sus mullidas almohadillas de gata.
Se sienta a mirar
la ciudad y el puerto
sobre sus ancas calladas
y luego sigue su camino. 

     (Carl Sandburg, 1878-1967, versión de Miguel Martínez-Lage)

viernes, 25 de abril de 2014

Margaritas, violetas... en el dolor

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Marie Curie (1867-1934) comienza un diario, después de la reciente muerte de su esposo Pierre Curie (1859-19 de abril de 1906), el treinta de abril. Habían estado unos días en Saint-Rémy-lès-Chevreuse, a donde solían ir a descansar, con sus hijas: Irene, de ocho años, y Ève, de catorce meses. Allí la primavera estaba por los prados en los que se tumbaban, riendo las gracias de la pequeña y pendientes de las correrías en bicicleta de la mayor. Se sorprendían de que las aulagas ya estaban florecidas y de que en algún recodo, junto a las charcas, encontraban vincapervincas y violetas.
Camino hacia el trabajo cruzando el silvestre parque de El Parral, una vez que pasado junto a las violetas vincapervincas de La Isla. Voy leyendo las palabras que brotaron de Marie al escribir la presencia de la muerte del ser que más amaba en el mundo, todavía sin creer demasiado en lo que había visto y en la ausencia que la acompañaba. La hierba ha crecido con las últimas lluvias, las margaritas forman alfombras que se me antojan tupidas, pues, al leer, no llevo puestas las gafas. El sol, entre las nubes blancas de este mediodía, ilumina el amarillo del diente de león y de los botones dorados que destacan en estatura del resto de flores en el prado. Desaparece el sendero ante mis pies, que zigzaguean ignorantes de los horarios. Como me ocurre en estas ocasiones, aparezco tarde en el trabajo por lo que me toca salir ya de noche.
Sabemos que Marie y Pierre Curie reciben un Nobel de Física y que Marie repite con otro de Química, el mismo galardón que también alcanzaría la hija de ambos, Irene, y que Ève escribe la conocida biografía Madame Curie (1938). «Me lo trajeron por la tarde. Primero, en el coche, te besé la cara, que apenas había cambiado. Luego te llevamos a la habitación de abajo y te colocamos sobre la cama. Y te volví a besar…».

lunes, 21 de abril de 2014

Bailar. Danzas

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«Vas. Bailas y conectas. Un círculo del que formas parte. Un círculo creado en torno tuyo. Extiendes las manos y se unen a otras manos extendidas.  Se balancea el cuerpo. Los ojos dejan de identificar objetos. La mente pierde recorrido en la sociedad de cada día. Aparece la música allá a lo lejos acercándose por momentos hacia ti, y aquí se queda. Paso paso paso cruza el izquierdo empareja el derecho tacón izquierdo hacia delante cae la espalda en su movimiento natural vuelven a su sitio tacón derecho delante de nuevo la espalda inclinada ligeramente… Los sonidos llegan a ese lugar en que tienes el ritmo. Las manos en contacto se alzan a la altura de los hombros y descienden atraidas por la luz de los pies. Apenas necesitas escuchar las indicaciones. Solamente dejar el cuerpo abierto al continuo movimiento.
»Gritas y contactas. Los sonidos brotan de la garganta hacia el centro del círculo a donde las otras miradas confluyen sorprendentes tranquilas sonrientes. Este los atiende. Se unen con los del resto de gente que lo rodea. Y en su vórtice diluyen la espesura del clamor.
»No sé muy bien qué sucede allí. Paso paso paso se balancea el cuerpo. ¿Solo el cuerpo? El invernal frío de los espacios deshabitados resiste la soleada primavera hasta que la lluvia riega las plantas florecidas tempranamente. En la mesa se conjugan gestos y palabras.
Vuelves y los problemas continúan aquí. O, tal vez, no. Quizá están ahí».
[Puede verse el programa del XII festival Danzassin Fronteras. O actividades como las que realiza El Tilo, en Ribota de Ordunte (Burgos), así danzas rumanas con Daniel Sandu y Noemi Bassani. La ilustración primera es de Matija Jama, El círculo de la danza].

martes, 15 de abril de 2014

Silencio

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«”Tendríamos que aprender a convivir así. Ya somos adultas las tres”, dice ella. “Es cierto ‒contesto‒, solo tenemos que atender nuestros íntimos deseos”. Quedamos en silencio, envueltas en la certeza de estar vivas. Miramos por la ventana, las frentes apoyadas en los visillos transparentes, hombro con hombro con hombro, dejando que los ojos ojos ojos caminen hasta los blancos manzanos de la ladera del sur, atravesando el moderno bulevar que ha construido la gente de esmoquin retirando las vías de tren. (Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa hacia dónde en el tiempo dividido, escribe René Char en Furor y magia).
»Ella yo y ella convivimos. Resulta bastante más fácil de lo que hubiéramos pensado. Flores hojas y frutos. La anciana de la frente arrugada nos narra historia. La mirada fija en una una y una. Nos separan sus palabras. Ella aparece en el desierto, los labios y la piel resecos, da tumbos por las dunas gritando demenciada por el abrasador sol. Yo caigo en furioso río, jugueteada por torbellinos que en la bajada rozan las rocas de la orilla rasgando mi piel. Ella tiene en la boca sabor de fresas. Nos consuela. Le da agua a pequeños sorbos. Apoca mis lancinantes llagas. La anciana grita, pero caminamos sin preocuparnos de sus oraciones, cada vez más alejadas».
Solo tocar la arcilla
Hoy, que poseo el barro y el aliento,
puedo hacerte surgir
de cualquier pentagrama lluvioso,
de cualquier escondido rincón
            donde sueñen las sombras y las arpas giman.
Puedo hacerte emerger,
revestida de espuma,
de un mar enigmático y secreto.

Solo será preciso
acariciar la arcilla,
trazar un simple garabato
            sobre el agua o el suelo
y esperar que el aire pueble las troneras vacías.

[El poema es de Pascual Izquierdo en Alba y ocaso de la luz y los pétalos (2013). Los cuadros: Tres mujeres, de Leger, y The Misses Wickers, de Sargent Singer].

miércoles, 9 de abril de 2014

Golondrinas

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Hace unos días que me asomo al balcón, oteando hacia el sur, por ver si aparece alguna golondrina. No recuerdo bien cuándo llegan otros años, pero es que las estoy echando de menos ya. Será que mi cuerpo las presiente. En realidad (si dejo a un lado las rosas), los gladiolos y las golondrinas son dos de las compañías que más me agradan. Realizan un viaje de treinta días a través de África, cruzan desiertos y cada vez encuentran un ambiente más hostil. Parece que cada año se merma su población en España alrededor de un millón.

La bella golondrina y el viento (Badajoz, 2009), es un breve texto de María José Fernández Sánchez, ilustrado por Juan Manuel Calderón, que podemos llevar (sin necesidad de abrirlo) en el asiento libre del coche, cuando vamos en busca del pájaro azul. O El canto triste de la golondrina (2001), de María Trinidad Crespo. A las que podemos sumar otras muchas golondrinas impresas de este nuestro siglo veintiuno: La golondrina peregrina, Corazón de golondrina, La golondrina roja, Los dos amigos de la golondrina, La golondrina valiente, La golondrina y el colibrí, La golondrina viajera, Liberación de una golondrina, Mariana o La golondrina hija de la libertad, Paulina y la golondrina azul, Sofía la golondrina, La torre de la golondrina, Trayectoria de una golondrina, etc.

El cuento La golondrina enamorada. La novela del maquis La golondrina. Construir El palacio de las golondrinas. Observar Las golondrinas de Kabul. Sin privarnos de los poemas de La risa de la golondrina me despierta, de Dobrina Nikolova. Casi todas ideadas por mujeres.

viernes, 4 de abril de 2014

Arte, camelias, guerras y el camino

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Puede verse estos días en Burgos la delicada exposición El pincel y laespada, referida a Japón, más en concreto a la época Edo (1615-1868), la del proverbial aislamiento del país, en el que una rígida estructura social, con el emperador en la cúspide, era mantenida por gobernadores y samuráis, los cuales se divertían en barrios especiales de las grandes ciudades, donde florecía el arte flotante (Compórtate como la calabaza en el río). Con algunas piezas del período Meiji (1868-1912), ya con intercambio occidental.
La Naturaleza como espectáculo. Las camelias que retornan a nuestro barrio en esos todavía diminutos arbolillos que plantaron hace unos años. Cuenta el afamado narrador japonés Natsume Soseki (1867-1916) que, cuando estuvo estudiando en Londres (donde malvivió), en una ocasión invitó a unos jóvenes londinenses a contemplar  la nieve cayendo y se mofaron de él.
Y, luego, la guerra. Cuántas obras literarias del momento dan fe de la alegría desbordante que se apodera de la juventud cuando se declaran la guerra unos países a otros. Stefan Zweig (1881-1942), testigo de lo que sucede en Salzburgo, lo hace en El mundo de ayer, al anunciarse la entrada de Austria en la primera guerra mundial. Y otro de los que era casi un niño, Ernest Glaesser, confirma el hecho en Los que teníamos doce años (traducido en 1930 en España, época muy antiguerrera en nuestro país). Hoy lo podemos leer en uno de los libros editados al calor (o el frío) de aquel acontecimiento, 14, de Jean Echenoz.
A cada cual, nos queda ese dilema que plantean los versos de Robert Frost (1874-1936) en «El camino no tomado (o no elegido)»: Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo, / Y apenado por no poder tomar los dos /  Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie / Mirando uno de ellos tan lejos como pude, / Hasta donde se perdía en la espesura; […]Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, / Yo tomé el menos transitado, / Y eso hizo toda la diferencia.