A
los pesares que llevas
La literatura, si se presta
atención, comparte nuestros momentos más corrientes, nuestros gestos
descuidados, nuestras nimiedades. Cada vez que paso por los versos de Williams
Carlos Williams (1883-1963, que recibe el Pulitzer el año de su muerte, ya
fallecido) me sorprendo idiotamente en detalles que pasan desapercibidos (“Me
comí las ciruelas / que estaban / en la heladera // y que seguro / estabas /
guardando / para el desayuno // perdóname / estaban riquísimas / tan dulces / y
tan frías”). ¡Vaya, vaya, dulzura y frialdad! ¿Y cuántas cosas más?
Como él vivía en un lugar
rural cercano a Nueva York, habla de situaciones que conocimos en nuestro
pueblo (“Tantas cosas / dependen de // una carretilla / roja // lustrosa por el
agua / de la lluvia // entre gallinas / blancas”). Se dice que poetas como él y
otras/os norteamericanas/os ‒Marianne Moore, Hilda Doolitle “H.D.”, Pounz o
Eliot, Amy y Robert Lowell, etc.‒ sacaron a la poesía inglesa de sus callejones sin salida académicos, de sus círculos viciosos metafísicos.
Ya que las cosas no pueden hacerse, están ya ahí, lo que hace el
verso es imaginarlas y, cual demiurgo, crear algo que no existía. De este modo
opera ‒él es médico‒ en lo que nos rodea, las palabras son objetos sensibles.
Para ello puede utilizarse el verso libre, en el que prime el ritmo interno,
apartando en lo posible el artificio (aunque lo sea) al hacer que los objetos
vean, oigan y hablen.
“Me llaman y voy. / Es un
camino helado / pasada la medianoche, una nevisca / atrapada / en las huellas rígidas de los carriles. / Se abre la puerta. / Sonrío, entro y / me sacudo el frío. / Hay una
mujer corpulenta / de costado en la cama. / Está enferma, / acaso vomita, / acaso
esforzándose / para dar a luz / su décimo hijo. ¡Alegría! ¡Alegría! / ¡La noche
es un cuarto / oscurecido para amantes, // a través de las persianas el sol / envía una aguja dorada! / Le aparto el pelo de los ojos / y miro su
dolor / con compasión”.