lunes, 30 de enero de 2017

Objetos (poemas de W. Carlos Williams)

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A los pesares que llevas
La literatura, si se presta atención, comparte nuestros momentos más corrientes, nuestros gestos descuidados, nuestras nimiedades. Cada vez que paso por los versos de Williams Carlos Williams (1883-1963, que recibe el Pulitzer el año de su muerte, ya fallecido) me sorprendo idiotamente en detalles que pasan desapercibidos (“Me comí las ciruelas / que estaban / en la heladera // y que seguro / estabas / guardando / para el desayuno // perdóname / estaban riquísimas / tan dulces / y tan frías”). ¡Vaya, vaya, dulzura y frialdad! ¿Y cuántas cosas más?
Como él vivía en un lugar rural cercano a Nueva York, habla de situaciones que conocimos en nuestro pueblo (“Tantas cosas / dependen de // una carretilla / roja // lustrosa por el agua / de la lluvia // entre gallinas / blancas”). Se dice que poetas como él y otras/os norteamericanas/os ‒Marianne Moore, Hilda Doolitle “H.D.”, Pounz o Eliot, Amy y Robert Lowell, etc.‒ sacaron a la poesía inglesa de sus callejones sin salida académicos, de sus círculos viciosos metafísicos.
Ya que las cosas no pueden hacerse, están ya ahí, lo que hace el verso es imaginarlas y, cual demiurgo, crear algo que no existía. De este modo opera ‒él es médico‒ en lo que nos rodea, las palabras son objetos sensibles. Para ello puede utilizarse el verso libre, en el que prime el ritmo interno, apartando en lo posible el artificio (aunque lo sea) al hacer que los objetos vean, oigan y hablen.
“Me llaman y voy. / Es un camino helado / pasada la medianoche, una nevisca / atrapada / en las huellas rígidas de los carriles. / Se abre la puerta. / Sonrío, entro y / me sacudo el frío. / Hay una mujer corpulenta / de costado en la cama. / Está enferma, / acaso vomita, / acaso esforzándose / para dar a luz / su décimo hijo. ¡Alegría! ¡Alegría! / ¡La noche es un cuarto / oscurecido para amantes, // a través de las persianas el sol / envía una aguja dorada! / Le aparto el pelo de los ojos / y miro su dolor / con compasión”.

martes, 24 de enero de 2017

El loco de las rosas (no es Einstein)

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Leo estos días de nieve ausente (en Castilla) el tebeo Einstein, una biografía dibujada (2015), de Corinne Maier y Anne Simon, autoras que se iniciaron esta colección con la vida de Freud. Para los escasos conocimientos que tengo de física y las grandes ansias de comprender el universo que me vienen de vez en cuando, este cómic compensa en notable medida mi ignorancia. «Qué alegría la de correr tras cualquier cosa misteriosa, de la cual no percibimos más que un reflejo. / Y esa cosas se llama… / …belleza».
Y, sin pretenderlo, se ha cruzado en el camino el libro de cuentos El loco de las rosas, de Mohamed Chukri (1935-2003), que destroza los respetables cánones en los que nos movemos la gente educada [y ni quito ni pongo]. Reconozco que tiendo a valorar altamente a quienes desde una vida difícil encuentran en la literatura un cauce de expresión o casi un modo de vida. Es como si sus palabras tuvieran sangre por el simple hecho de esta autosuperación devenida en su existencia, algo sucedido al autor de El pan a secas. (Creo, por otra parte, que no solo yo procedo así; véase, por ejemplo, cómo se considera a Erri de Luca).
Chukri aprende árabe a los 20 años, cuando está en la cárcel, aprovechando las enseñanzas de otro preso. Después estudia español en Larache y retorna a Tánger, en donde lleva vida noctámbula ‒la mayoría, claro, somos gente madrugadora‒ y comienza a escribir, no se sabe si para concretar sus demonios voladores o para hablar de lo que le rodea. Porque sus relatos se pueblan de gente marginal, además sin atisbos de soluciones, de emancipación. Están ahí, juegan, tosen, recitan, matan o mueren. En un lenguaje breve, directo, en presente, que no se agota ahí, sino que intercala extensos párrafos en los que el autor se hace presente en medio de esa barahúnda de callejones o a lo largo de la arena caliente de la playa.

«La red», «Los niños no siempre están locos» o el texto que da nombre al libro tienen palabras que nos traen el dolor en una de sus expresiones desnudas; el destino de gran parte de la desproporción humana.

miércoles, 18 de enero de 2017

Las taras de la literatura

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Hace casi cien años, en 1926, la revista francesa Les Marges realizó una encuesta a literatos y académicos de la época sobre «Las taras de la literatura actual», impulsada por Ernest Tisserand. Recibió 114  contestaciones, algunas de ellas de escritores conocidos, tal Henri Barbusse (1873-1935), cuya novela El fuego (basada en sus experiencias como soldado de la primera guerra mundial, que describe los padecimientos de quienes son enviados a las trincheras para defender una idea llamada patria) tanto influye en la juventud española coetánea.
Plantea el periodista aludido que después de la primera guerra mundial se han trasladado al mundo cultural modos de actuar en los ámbitos industriales, con los que se ha transmitido a la literatura una serie de lo que considera enfermedades, las cuales serían: 1. Los premios literarios, que corrompen a escritores y editores, industrializados durante la gran guerra (el Goncourt ya es de 1903); 2. La publicidad literaria, si las editoriales no invierten en promocionar, las obras se menosprecian, tano crítica como público (a pesar de sus deseos de calidad) quedan obnubilados por este brillo; 3. Las boutiques literarias (recepciones, magazines, casas de té), en donde se comercia, que dejan obsoletos los inofensivos cenáculos y los pequeños cafés; 4. La explotación comercial de lo que se tenía por vicios abyectos (la inversión sexual y la conversión religiosa), tan abundante en muchos libros.
La contestación de Barbusse se produjo en L’Humanité, en la que, además de estar conforme con el planteamiento de Tisserand, señalaba otras taras de su consideración, entre ellas, el monopolio de la información literaria y de las críticas por ricas casas (para él reaccionarias, como Larousse, cuyo diccionario consideraba parcial en sus definiciones).

Parece que el panorama actual cuenta con raíces.
[La ilustración es de Alex Colville]

jueves, 12 de enero de 2017

Inversión narrativa

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Me balanceo estos primeros días de enero, mientras paseo por el monte, entre la prosa de Bohumil Hrabal (1914-1997) y la de Sarah Waters (1966). Entre personajes hombres y personajes mujeres –¿acaso no es social toda literatura?–. Entre autor y autora. Entre un decir implícito, simbólico y un expresarse explícito, cercano (siempre con la frescura de lo literal a lo literario). Entre poco más de cien páginas y casi quinientas. Entre párrafos generosos que incluyen diálogos sin señales tipográficas y pequeños párrafos que acompañan a abundantes conversaciones señaladas en líneas aparte con su guión largo.
Tierno bárbaro fue escrito por Hrabal en 1973, después de que su autor fuera aislado por las autoridades que terminaron con la primavera de Praga. Es un canto al genio del pintor y amigo V. Boutník, que se quita la vida meses después de la ocupación de los tanques. «Y Vladimír seguía emocionado ante el árbol solitario y hablaba tiernamente: Igual que este árbol, todo en mis hojas está conectado a la tierra… este árbol para mí es de cristal, veo cómo la savia sube por el vidrio del tronco… observo exactamente adónde van las raíces y los vasos capilares, veo también todas sus fases en cualquier época del año… un poco de imaginación y todo se hace más claro y, por tanto, más humano». Por entonces, Hrabal vive solo en su casa en el bosque de Kersko.
El lustre de la perla, título dado aquí a Tipping the Velvet, está escrito en 1998 y narra la peripecia de una mujer, Nancy, cien años antes, entre sus 18 y 25 abriles –y ya conocemos el verso más famoso del siglo XX, «Abril es el mes más cruel»–. Mi vida no dio para tanto en esa edad, por lo que me rindo ante los abismos vitales en que se sumergen otras personas. Aquí, la protagonista ha crecido en un tranquilo lugar de la costa inglesa, pero es ese raro fruto de alguna ostra, y en un instante queda seducida por una cantante de mussic-hall, con la que inicia su vida independiente. Claro, es una novela, y por lo tanto hay traiciones. Buena vida, esclavitud, pobreza. De ese modo puede pasar a ser amante de las despreocupadas damas de la burguesía y aristocracia, sáficas en sus salones, Y de las avanzadas de la vanguardia obrera.
Ambas obras son exaltaciones de la extravagancia, negaciones de lo convencional, desesperadas bocanadas de libertad.
[Habrá quien haya visto la miniserie Tipping the Velvet].

viernes, 6 de enero de 2017

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Ya ha comenzado.
Con nieblas en los valles. Heladas en las noches. Sol en el mediodía.
Con ese anciano temblor de miedo en el descuido.
Con la mano extendida -hacia arriba- sin anillos, sin muescas.
Con la última lágrima derramada entonces.
Ligero, ligero, ligero...

Salud y dichosos días.