Ni siquiera es pregunta de
concurso televisivo. Poca gente tiene en la memoria que la primera mujer en
recibir el Pulitzer (instituido en 1917) es una poeta, Edna St. Vincent Millay
(1892-1950), en 1923, la cual era muy apreciada por el público y gozó de la
fama y sus secuelas como pocas, pues hacia 1930 ganaba 20.000 dólares anuales
solo de los beneficios de su poesía, a lo que hay que añadir en determinadas
épocas otros ingresos, como el proporcionado por el libreto de la ópera The King’s Hencman, que le reportaba
unos 100 dólares diarios.
Olvidada hoy y apocada en sus
últimos años. Desde la universidad (a la que llega por el patrocinio de una
dama, pues ella es de origen humilde), allá por donde pasa, va dejando un
puñado de amantes y un montón de admiradores. Los años veinte le son propicios
para sumergirse en una vida del momento, de las sensaciones, de los anhelos,
que va llenando en las fiestas y en los amaneceres. Así que escribe:
Mi vela arde por ambos
lados;
No durará toda la
noche;
Pero, ah, mis amigos,
y ah, mis enemigos:
¡da una luz tan hermosa!
Desde hace cincuenta años
consumimos literatura sociable (que no social), nacida de la estética y el
desahogo personal (que no digo que no sean válidos), falta de ese punto
canalla, de ese hacer «desde la vida gestos desesperados para existir en la
escritura» (como decía Valente sobre Panero), en donde no se sabe si la
literatura lleva a la realidad o la realidad a la literatura. Edna, que estuvo
unos días presa por oponerse a la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti
en 1927, se meció en esta corriente. Tal vez sus pulsiones, tal vez su
rebeldía, tal vez su debilidad… el asunto es que en su última década (cuando
escribía versos contra el nazismo) necesitaba suministrarse tales dosis de
morfina, de alcohol y de tabaco que ya no suscitaba suficiente admiración como
para conseguir fácilmente amantes y tranquilidad.
Solo su marido, el empresario
Eugene Jan Boissevain, aporta calma a su existencia, sin preocuparse de las
relaciones de ella. Pero muere de enfermedad en 1949 y, un año después, el
corazón maltrecho puede con la poeta.
Seguras sobre la firme
roca se levantan las feas casuchas:
¡acercaos a ver el brillante palacio que alcé sobre la arena!
[Agradecemos el artículo sobre
ella de Andrés Catalán en Clarín,
núm. 115].