jueves, 27 de febrero de 2020

Tú eres el producto

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En tiempo reciente, me he topado con un par de libros de temática similar. Concuerdan con afirmaciones que leemos o escuchamos con frecuencia en ocasiones distintas, lo que hace que sea un comentario sabido y que, por ello, no llaman demasiado nuestra atención, máxime cuando chocan con nuestras prácticas diarias. Se trata de la escasa libertad que tenemos en internet, en concreto en la utilización de las redes sociales. Un tópico. Pero que, en los casos que nos ocupan, se asientan en experiencias personales de quienes están dentro del sistema y conocen sus bases.
El primero es la autobiografía de Edward Snowden (1983), Vigilancia permanente (2019). Formado en ingeniería de sistemas, sirvió como agente de la CIA y trabajó como experto informático para la NSA. Su inicio, la verdad que no me agradó demasiado; me parecía algo pretensioso: «Me llamo Edward Snowden. Antes trabajaba para el gobierno, pero ahora trabajo para el pueblo». No obstante, al leerlo, te sumerges en su vida cuando estaba ayudando a crear un sistema que permite al Gobierno de Estados Unidos entrometerse en los rincones de la vida privada de cada uno de los ciudadanos del mundo. Ello le condujo a una crisis personal, pues su idea de internet era de libertad, y le llevó en 2013 a destaparlo todo y poner en jaque al sistema. El resultado fue el inició de una caza y captura internacional que a día de hoy sigue abierta.
El segundo (que no he leído completo) nos toca más de cerca. Me lo han pasado en la biblioteca del barrio. Es El enemigo conoce el sistema (2019), de la periodista Marta Peirano, ubicada entre Madrid y Berlín, activa en debates de radio y televisión. Su charla TED “Por qué me vigilan si no soynadie”, va camino de los tres millones de visitas (y, precisamente, su obra El pequeño libro rojo del activista en la red lleva prólogo de E. Snowden). Ella es contundente: la red no es libre ni abierta ni democrática. Es un conjunto de hardware controlado por un número pequeño de empresas, en las que opera un software críptico, bajo algoritmos dirigidos, en bases de datos ocultas. Lo que nos permite es asomarnos (y discutir, si nos place) al interfaz, al escenario que hay entre el público y las bambalinas, pero que nos impiden llegar al sistema de fondo, porque sencillamente no lo conocemos.
Ahí tenemos que vivir. Lo demás es cuestión nuestra.

jueves, 20 de febrero de 2020

Adopciones (Piel color de miel, Sik Jun Jung)

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En esta temporada, ha coincidido el hablar varias veces sobre adopciones en círculos distintos en los que he estado. Y se ha hablado de las difíciles situaciones que se plantean en muchos de los casos al llegar las chicas o los chicos a la adolescencia. Pasando desde ahí a cuestionar la viabilidad de esta práctica que, en principio, parece tan aconsejable para ambas partes.
En las ocasiones que comento, he mencionado el último cómic (o novela gráfica) que he leído: Piel color de miel (2008), de Sik Jun Jung (1965), en dos tomos (en la edición conjunta), llevada al cine en 2012. Presenta el valor añadido de que el autor fue un niño coreano adoptado cuando contaba con cinco años y estaba en un orfanato, después de que fuera abandonado y estuviera un tiempo vagando, algo que fue muy común en Corea del Sur en los años setenta del siglo pasado, después de la guerra.
Lo adopta una familia belga, que tiene ya un hijo y dos hijas, en la que se integra en la infancia. Pero la llegada de la adolescencia le hace preguntarse por su identidad y por aquella madre que lo abandonó o tuvo que hacerlo (por lo que no le guarda rencor), a cuyo encuentro ansía ir. Con ello, las relaciones familiares se tornan difíciles, a lo que se suma las preguntas sin respuesta que a todo el mundo nos rondan en la juventud y madurez.
En 2007, ya adulto, decide internarse en ese complejo mundo interior suyo, mediante la herramienta con la que trabaja: la ilustración. La obra no deja indiferente a quien la mira y la lee.

jueves, 13 de febrero de 2020

El maldito

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Después de releer La familia de Pascual Duarte, podíamos elaborar una entrada sobre esa mente distorsionada socialmente, pero el escenario ha quedado algo desfasado en esta nuestra España (si bien el texto continúa sorprendiendo con el ritmo y la música que consiguió Cela a sus 26 años, algo así como en un ejercicio literario que desbordó el pupitre). De ahí que nos animemos más a volver la mirada al maldito de los malditos en la literatura: el poeta François Villon (1431 / ¿?).
«Soy Francisco y el nombre me duele, / nacido en Pontoise, cerca de París, / y balanceándose al cabo de la cuerda / sentirá mi cuello lo que mi culo pesa». Muchacho “flaco y pelado como nabo”, según él mismo se describe, estudia Letras en La Sorbonne, y vive la vida golfa de la capital entre tabernas, meretrices y escándalos. En un lance con un fraile, por un amor, le propina unas puñaladas y lo mata. El canónigo Guillaume de Villon, su padrino, lo libera, pero é reincide en un robo con los Coquillards, y huye; recorre Francia vendiendo sus poemas hasta ser arrestado, por obra del obispo Thibaut, en Blois, en cuya cárcel compone su obra más famosa: El testamento. Liberado y vuelto a encarcelar repetidas veces, en noviembre de 1462 se le condena a ser “colgado y estrangulado”, momentos en que compone Balada de los ahorcados (que aquí traemos); pero la suerte le soníe de nuevo y es conmutado el 5 de enero de 1463 ─¿Reyes?─, con la promesa de no volver a París en diez años. Ya no se sabe de él.
Apiadaos de nosotros, hermanos.
Vednos aquí atados y colgados,
mordidos y podridos:
esqueletos ya en espera
de volverse polvo.
Nos empapa la lluvia,
nos seca y ennegrece el sol,
los cuervos nos sacan los ojos,
nos arrancan barba, pestañas y cejas,
nos dejan más picados que dedales,
y el viento sin cesar nos azota.
Hermanos, no es cosa de risa.
Rogad a Dios por nosotros,
y por vosotros también.
Salud.

jueves, 6 de febrero de 2020

Bla bla bla

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He tardado en decidirme a poner título a la entrada (e, incluso, a elaborarla). Me ha venido la idea al recordar que hay una corriente psicológica que, cuando te dicen que hables «aquí y ahora» y tú comienzas a explicar que tienes depresión porque te abandonó hace un año tu pareja, lo cual te destrozó, puesto que fue…, entonces, quien conduce la sesión te corta al tiempo que dice «Bla bla bla». Es decir, no sirven las racionalizaciones. No sé si tiene demasiado sentido la conexión entre esto y lo que deseo contar aquí, pero… ya está escrito.
Y Bla bla bla es lo que resulta la novela a la que me refiero, la cual acabo de leer, mejor dicho, acabo de intentar leer (pues la he dejado a las tres páginas), mejor dicho, se me ha caído de las manos. La ha escrito una persona conocida en el mundo del periodismo ─qué es hoy un(a) periodista si no escribe una novela─ y del lenguaje. Con un currículo envidiable, en el que no faltan premios y másteres. Es decir, alguien con recursos y perspicacia. Según dice, las palabras nos definen y éstas (en un asunto policíaco) pueden ser el camino para identificar a alguien.
Además, dispone de una editorial con prestigio para publicar. Llegado hasta aquí, me formulo algunas preguntas: cuando se está en las alturas, ¿no hay nadie que nos pueda dar una opinión sincera sobre lo que escribimos?, ¿acaso nos parece que podemos con todo?, ¿perdemos el norte a la hora de juzgar nuestra obra?
Claro que también puede suceder que yo esté en un error, que no sepa apreciar el ritmo y la música del texto, y la novela en cuestión sea la de un futuro Premio Nobel de Literatura. Al final del libro, hay una "Nota de autor" en la que agradece a una docena de personas (varias de ellas del mundo de la cultura) el haberse leído en texto y haberle hecho sugerencias. (Por si acaso, no diré cuál es).