miércoles, 29 de mayo de 2019

Alma rusa (gulag)

8 comentarios

Ahora que ya dejan de oírse los ruiseñores al abrir la ventana por las mañanas, pueden verse los narcisos en la orilla del Arlanzón. Trazos de belleza que conviven a nuestro alrededor, a los que es fácil acercarse en uno u otro momento del día que sea tranquilo. Algo más difícil es hacerlo en condiciones complicadas, de ahí que me está sorprendiendo el libro testimonio Vestidas para un baile en la nieve (2017), elaborado por Monika Zgustová a partir de las entrevistas que tuvo con una serie de mujeres rusas que estuvieron presas, durante los años cincuenta, en el sistema de campos de trabajo forzado de la Unión Soviética.
Yo mismo me he sorprendido al iniciar y continuar con estas memorias, pues estaba con algunos de los ensayos sobre escritura de Steiner -Pasión intacta-, lo cual me resultaba muy atractivo, pero lo he aparcado. La narración de Zgustová es simple, lejos de la densidad del filósofo, y además puede parecer oportunista, basada en dolores mediáticos, que cuentan con salida editorial segura, y no obstante la he leído. Se trata de mujeres entonces jóvenes, casi adolescentes, hijas de padres que habían sido purgados en los años treinta, y cuyas madres también estaban presas.
Varios aspectos llaman la atención en estas páginas, pues están presentes en la mayoría de los testimonios de la época del gulag. El primero es que no son relatos angustiosos ni denuncian directamente que se cometiera con ellas una injusticia. El segundo, a diferencia de lo que yo creía, es que la supervivencia de ellas era mayor en el caso de las mujeres con cultura que procuraban mantenerla viva; es decir, darse cuenta de la belleza natural que las rodeaba, cuidar su aspecto después de doce horas de trabajo y mantener vivos en la memoria poemas o escritos. Por último, afirman que su vida sería incompleta si no hubieran vivido esos años en los campos de trabajo en condiciones tan penosas; allí encontraron lo más auténtico de sí mismas y de las personas que les rodeaban.
¿Será el alma rusa?

miércoles, 22 de mayo de 2019

Frutos en el jardín de las delicias (Hrabal y Zgustová)

13 comentarios

Cuando, por fin, las autoridades checas permitieron publicar a Bohumil Hrabal (1914-1997) al acercarse la década de los sesenta ‒Las alondras colgadas en un hijo (1959), La perla en el fondo (1962), Trenes rigurosamente vigilados (1965), etc.‒, las ediciones de sus libros se agotaban en poco tiempo, aun llegando a tiradas de 150 000 ejemplares. Estas obras, según sabemos, servían de argumento para las películas de la Nova Vlná, Nueva Ola Checoeslovaca, significativa en calidad, que en nuestra tierra quedó eclipsada, entre otros motivos, por el deslumbramiento que producía la Nouvelle Vague.
Durante la semana pasada he estado enfrascado (cuando lo permitían las tareas y actividades) en los libros de Hrabal, que se leen tan inocentemente, en especial los Trenes… y Una soledad demasiado ruidosa ‒títulos, como dijera Bajtin, preñados de significados‒. Y, para redondear el paso por las letras de este solitario subversivo, estoy ojeando la biografía que le hizo (durante cuatro años) Monika Zgustová, la cual tituló Los frutos amargos del jardín de las delicias, que en España vio la luz en 1997, justamente el año que Hrabal murió, no se sabe muy bien si de manera accidental o voluntaria, al darle de comer a las palomas desde un piso alto del hospital en el que estaba ingresado.
Según cuenta la propia autora, una notable parte de lo que cuenta procede de las conversaciones que tuvo con Hrabal, a veces en la casa que este tenía en los bosques de Kersko, «o, más a menudo, compartía sus cotidianos ratos en las cervecerías del barrio antiguo de Praga». De estos lugares y de los distintos oficios que tuvo, sacaba este los personajes de sus novelas, antihéroes trágicos e irónicos, a los que fascinan (como a su autor) los objetos triviales y las historias banales, a las que atribuía un sentido metafísico.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Lucía Sánchez Saornil y Burgos

6 comentarios


Quiero en mi ley cumplirme
                  Ni la bestia ni el ángel,
                  quiero mejor la exacta medida de lo humano;
                  a través de mi carne
                  hacer tangible el soplo
                  divino que me mueve;
                  quiero mascar con gusto
                  el puñado de tierra que me llena la boca,
                  complacerme en el pan
                  que mi sudor amasa,
                  en el canto que brota de mi lado encendido
                  y, apasionadamente,
                  hacer mis días densos, de olor y sabor míos,
                  en torno a mí apretados.
                  Ni el ángel ni la bestia,
                  ni pezuñas ni alas.
                  Prefiero pies ligeros para medir andando
                  los caminos del mundo
                  y unos brazos abiertos,
                  saetas disparadas a los cuatro horizontes
                  en una incontenida efusión de ser vivo.
                  Quiero en mi ley cumplirme;
                  escuchar el obscuro redoble de la sangre,
                  sentir la escocedura de la lágrima
                  y el fresco rezumar del gozo.
                  Me complace la exacta medida de lo humano;
                  pero si la pasión desborda la medida
                  amo sentir como se trueca en fuego
                  la arcilla ordinaria.
Estaba esperando que se publicara este artículo en Culdbura,revista digital actual de Burgos, para traer aquí la primicia de este poema, aparecido en la revista Estrofa, cuaderno mensual de los artistas burgaleses, número 22, octubre de 1955, pág. 8. La razón es porque hasta hace unos meses, se ha afirmado que la conocida poeta ultraísta Lucía Sánchez Saornil (1895-1970), desde su vuelta a España en los años cuarenta, no había publicado nada durante su exilio interior; y, desde hace unos meses, se conocía el título de este poema, pero no se había encontrado la revista Estrofa.
Así que aquí está el poema, en Burgostecarios, para deleite de quien desee disfrutarlo.


miércoles, 8 de mayo de 2019

Encuentros casuales (con Caroline)

8 comentarios
Desde hace días, al abrir la ventana por las mañanas, se escuchan algunos ruiseñores pregonando su territorio. Camino del trabajo, los puntos blancos de margaritas cerradas se agolpan por sectores en El Parral, abiertas ya a la vuelta si el día está soleado, superadas por el amarillo de botones de oro y dientes de león. Incluso, entre los yerbales de los costados y encimeras de las tapias de la Ermita de San Amaro, se pavonean algunas amapolas. Paisaje agradable para pasear en compañía.
Llegado a las estanterías de la biblioteca, olvidé el apellido exacto de la autora que buscaba y, por aproximación, caí en Willa Carter (1876-1947), aquella mujer independiente que estudió en la Universidad de Nebraska vestida de hombre como William, y allí me quedé. Me decidí por Más allá de los cuarenta (1936), aunque tuve mis dudas de si releer la deliciosa Mi enemigo mortal, en todo caso, obras breves, tal como buscaba. Coincidimos con su afirmación de la dicha que experimentamos en ciertos momentos «todos los que hemos tenido la grandísima suerte de haber conocido a los grandes maestros por puro accidente, y no bajo la espeluznante guía de un instructor». Letraherida.
Y es que, en el primer relato de este libro, transmite la excitación que sintió al saber que una anciana con la que llevaba tratando unos días en el Grand-Hotel de Aix-les-Bains ‒Willa vivía aprovechando su economía desahogada, y allí estaba con su compañera Edith Lewis (1881-1972)‒, era Caroline Groud , la sobrina de Flaubert criada con este (y su abuela) en Croisset al morir la madre de la niña cuando ella nació, a la que el novelista dedicó una serie de cartas tiernas y vivificadoras durante veinticinco años, las cuales publicó la mujer en Lettres à sa nièce Caroline. Ella fue la albacea nombrada en el testamento y conservaba en su Villa Tanit, en Antibes, manuscritos y documentos originales e, incluso, los muebles del salón escritorio de su tío, en el que, de niña, se sentaba en una esquina de la alfombra mientras este escribía.
Algo de Flaubert hay en Willa ‒¡ah, madame Arnoux!‒. Hasta sus deficiencias.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Esclavitud. Volver a casa (Yaa Gyasi)

8 comentarios

Cuando regrese el sol
Y llame la primera codorniz
Sigue la calabaza para beber
Porque el viejo espera
Para llevarte a la libertad
Si sigue la calabaza para beber
La calabaza remitía de un modo simbólico a las constelaciones. Esta es una estrofa de la canción Follow the Drinking Gourd, que ofrecía instrucciones en clave para guiar hacia el norte a los esclavos que escapaban de las plantaciones del sur de Estados Unidos (El río para entre dos cerros / Sigue la calabaza para beber / Hay otro árbol del otro lado / Sigue la calabaza para beber).
La traemos a colación porque estamos leyendo el libro Volver a casa (2016), de Yaa Gyasi (1989), una mujer nacida en Ghana, trasladada tempranamente con su familia a EE. UU., en donde  lo ha publicado, después de realizar un viaje (becado) a su lugar de origen. La verdad que la obra es pretenciosa. Trata de unificar secuencialmente la existencia de dieciséis generaciones, nacidas del mismo tronco, la mitad en tierra africana, la otra mitad en suelo estadounidense.
Gran parte de la literatura que nos viene en la actualidad está cocinada en los talleres de escritura creativa de las universidades. Es difícil deshacerse de una enseñanza semejante, más cuando se escribe una novela primeriza. No escapan a ella las incoherencias, pero hemos de resaltar los valores que contiene, tal el de abarcar vidas tan distintas, mostrar costumbres tan diferentes y construir imágenes sugestivas.
Sin duda, una autora a tener en cuenta (El viejo espera / Para llevarte a la libertad / Si sigues la calabaza para beber).