Si fuera novelista elegiría un
barco como espacio en el que se desenvolviera alguna de mis novelas. Tiene
límites precisos. Contacto permanente. Se mueve de un lugar a otro. Cambio de
horizontes. Necesita organización en la convivencia. Normas o indicaciones
precisas. Alguien que maneje el timón. Conocimiento del rumbo. Provisión de
víveres. Respeto al descanso… Ideal para un ensayo de sociedad.
Sebastian Brandt escribe La nave de los locos (título
sobradamente copiado, hasta por Pío Baroja), que ve la luz en Basilea en 1494 (que
podemos disfrutar en Biblioteca Digital Hispánica en su formato original),
traducida aquí recientemente como La nave
de los necios (tal vez, emulando el cuadro de El Bosco). Pronto es
traducida a distintos idiomas y se convierte en un superventas durante siglos,
espejo de vicios y defectos. Allí habla la Locura, por medio de 111 personajes,
entendida de esa manera tardomedieval en que se convierte en itinerante,
viajera, porque la persona loca está situada en un lugar inusual, desde el que
divisan lo que no podemos ver el común de los mortales. No se les encierra. La
sociedad necesita iluminación para curar sus heridas, para buscar soluciones a
sus problemas.
Y siglos después, en 1926, el
enigmático Bruno Traven (Ret Marut, tan admirado de Einstein) da a la luz la obra La nave de los muertos, que deviene una
crítica aplastante de la clase política, domeñada por la gente poderosa. Su
protagonista embarca en una nave en la que viajan marginados sociales de toda
laya. Las peripecias a que se ven abocados, junto a la ágil narración de las
mismas, pronto la convierten en otro clásico del género de errantes.
Enseñar deleitando.
[Retrato de Brant, de Durero].