«¡Sabe escribir con todos los
dedos!», decíamos señalando a alguien en el patio del Instituto. Era algo
completo: competencia básica, habilidad, conocimiento… Lograr escribir sin
mirar las teclas suponía robar demasiadas horas a los juegos, olvidarte de la
diversión completa durante una buena temporada en vacaciones. Practicar... qwerty (con una sola mano, como extraterrestre). Que te
prestaran un método. O te llevaran a la Academia. Utilizar la tira correctora o
el líquido secante. En compensación por los baños imaginados mientras consumías
las horas delante de ese aparato, recibías ese aura que propiciaba la
admiración ajena.
Ese gesto de tomar el folio y
asomarlo al estrecho desfiladero sin fondo conocido, mientras con la otra mano
se da la vuelta al rodillo y ‒¡milagro!‒ aparece ante nuestros ojos la blanca
página. Más tarde, descubrías que no sólo era un equipamiento de oficinistas,
sino que quienes se dedicaban a la literatura ‒la gente más moderna‒ escribían
a máquina, llenado páginas mientras el folio subía por el rodillo. Underwood, Woodstock, Olimpya, Olivetti... Qué decir de
esas escenas de películas en las que el periodista tiraba del folio a medio,
con el humeante cigarro colgando ladeado de los labios, y lo lanzaba a la
papelera con el gesto que produce la desesperación de no encontrar esa idea
brillante que exprese lo que deseas o de no atreverte a hacerlo.
Y las asociaciones obreras que, en cuanto disponían de algunas pesetas, se empeñaban con algún tendero de mente abierta y voluntad generosa, con la máquina en la que poder escribir sus proclamas de libertad.