Vibrante es el timbre de las palabras
cuando las hace sonar el hombre preciso.
Bella la cadencia de los cantos
si el cantor idóneo las entona.
El 29 de enero de 2004 muere
Janet Frame, novelista, poeta y escritora de cuentos, neozelandesa nacida en
1924. Recuerdo esos días porque, al enterarme de su muerte, me recorrió un
escalofrío por el cuerpo que me hizo sentir lo primigenio de nuestra
existencia. Yo la creía fuera del tiempo secuencial. Había leído intensamente
sus autobiografías: La tierra del Es,
Un ángel en mi mesa, El mensajero de la ciudad espejo. «Salida
del primer lugar de líquida oscuridad, y ya en el segundo lugar del aire y luz,
registro por escrito la siguiente crónica con su mezcla de hechos y verdades y
recuerdos de verdades y su orientación inmutable hacia el Tercer Lugar, en que
el punto de partida es mito». Me había enseñado a no caer derrotado ante los
símbolos.
Pero no me hacía a la idea de
que caminaba hacia ello esa niña salvaje, acomodada a veces a las órdenes ajenas,
que exprimía las alegrías y los temores, que vivía las tragedias familiares,
que corría las calles y los campos, que recitaba, que escuchaba los cantos de
su padre y los poemas de su madre, que bailaba con sus melodías. Vestida con
zapatos de suela gastada, pelo algo desgreñado y falda de tartán alisada y
brillante de tanto usarla. Instalada en Oamaru, frente al océano, algo que yo
tanto envidiaba. Enamorada, como pocas personas lo han sido, de las palabras,
de la verdad de las palabras, del significado de las palabras.
«Aquella otra tierra, la que me
reveló la señorita Lindsay, de quien nos reíamos porque tenía cara semejante a
la de una vaca, con papada, y llevaba zapatos grotescos, de punta apalancada,
encerraba todo el sentimiento inexpresado que se agitaba, vivo, bajo la superficie
como las lombrices en la tierra, si llovía en exceso; y aquellos sentimientos
poseían el secreto de que la nueva tierra podía acogerlos sin sobresalto, horror
o necesidad de desquite o de castigo; era, sin embargo, un sitio especial,
privado, que la señorita Lindsay describió al leer los versos: Un lugar / al que nadie va, / ni ha ido
desde que / se creó el mundo.
Llevé a casa noticias de los
nuevos poemas, los recité una y otra vez, y madre los recibió como el
desterrado acoge la visión de la patria perdida mucho tiempo atrás:
―Hoy hemos leído Sonad, indómitas campanas –decía yo.
Y mamá, con un suspiro de
reconocimiento, repetía:
―Sonad, indómitas campanas, hacia el cielo borrascoso. / la nube fugaz, la luz glacial… ».Todavía siento hoy cosquilleo en el vientre al nombrarla.
Es maravilloso cuando alguien y sus palabras calan tan hondo :)
ResponderEliminarEl que fuera neozelandesa, le da un encanto especial ¿no crees? Tengo idealizadas las tierras de las antípodas, me parece un mundo más agreste y joven, tan lejos de una civilización tan envejecida como la nuestra.
Un beso
A mí me ocurre lo mismo, Mere. Aunque cuando veo a esos armarios maoríes del rugby, me echo a temblar un poco. Pero, Janet me cautiva con su mezcla de tierra, poesía, deseos, lágrimas...
ResponderEliminarBesos.
me ha gustado mucho conocer este blog. llego aquí por primera vez
ResponderEliminarsaludos
Pues bienvenida, Karin. Y ya sabes que puedes pasar por aquí con toda tranquilidad.
EliminarSaludos.