sábado, 31 de diciembre de 2016

Dolor Placer (Armonía en la época del artificio)

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Despedimos el año con margaritas. La madre tierra nos las proporciona. A pesar de que la sometemos al extractivismo ‒término que acuñara en los 60, al describir los conflictos que enfrentaban a empresas mineras con comunidades andinas, el novelista peruano Manuel Scorza (1928-1983), editor de populibros, autor de poemarios como El vals de los reptiles, novelas como Redoble por Rancas en que se une el realismo social y la fantasía poética‒. En el buzón está el número de invierno de la revista Entrepueblos. Sí, recuerdo perfectamente cuando en julio eran asesinadas Lesbia Yaneth, en Honduras, y Gloria Capitán, en Filipinas, por ser activistas de sus pueblos frente a proyectos extractivos de corporaciones transnacionales, amparadas por gobiernos de turno, que utilizan la violencia. El metabolismo neocapitalista necesita de la transformación masiva de bienes naturales en productos de consumo o, simplemente, en objetos de especulación de los mercados financieros. (Además, en el caso de la mujer rebelde al defender su tierra, no solo desafía las normas, sino que transgrede los estereotipos).
Para estos días tenía reservado un libro bien distinto a estos asuntos. Que se balancea entre el placer de su exquisita prosa y la reflexión a que conduce su decir. Se trata de Lecturas y lectores, de Andrés Soria Olmedo. De Editorial Alhulia, ubicada en Salobreña, en la colección Mirto Academia (de Buenas Letras de Granada) ‒que ya sabemos: «Silencio de cal y mirto. / Malvas en las hierbas finas.», escribe Lorca en La monja gitana‒. Partidario como soy de escribir libertad con minúscula, puedo afirmar que esta es una obra magistral. Pues va de profesores/as y discípulas/os. «Prácticamente nada de lo que quiero decir hoy es original. Al contrario, se trata de propagar el virus saludable de la letra impresa; de repetir los beneficios y placeres ‒que en mi opinión son intensos y prolongados‒ de comprar libros, leerlos y recordarlos».

Llevaré la revista y llevaré el libro para trasladarme a 2017 por las laderas del Moncayo. Salud.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Regalo en La Recolectora (voces narrativas)

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Hablábamos el lunes pasado en el club de lectura de la variedad de voces narrativas que suelen tener los textos literarios modernos en una misma obra, según hemos comprobado este trimestre en los libros leídos. Así ocurre en Las hijas de Hanna de Marianne Fredriksson, en cuya historia la autora narra el devenir de una saga familiar ‒léase también el de Suecia‒ a través de tres mujeres, en distintos registros. Igualmente Elvira Navarro en La ciudad feliz se acerca a la vida de la inmigración china y a la de la adolescencia desde la visión de un niño venido del país asiático y una niña de barrio medio que contacta con un indigente (con los detalles de bisoñez que muestra en la desmedida utilización del su). Y en la misma línea se sitúa El padre de Blancanieves de Belén Gopegui, que concede un diario al personaje que más se mueve ‒Manuela‒ y empareja al resto en diversas secuencias.
Estábamos, también, con poemas de Stephen Dunn extractados de En otro momento (obra ganadora del Pulitzer en 2001), así Frotar: «Una vez vi a una pintora untar pintura negra / en un mal cielo azul, / después restregarlo hasta que esa mentira suya // desapareció. He visto hombres encerar coches / con tanto empeño que despedían luz. / Cuando era niño llevaba una piedra siempre en mi bolsillo, // pulgar e índice en complicidad / con el agua y el viento, acariciándolo día y noche […] Pero pocas cosas humanas pueden soportar / el ser frotadas demasiado ‒sé esto // y no puedo parar‒. Si la belleza acude / será sobresaltada, escondiendo cicatrices, / hecha de lo que apenas puede perdurar». Introducido con la frase de Jim Opinsky «Cualquier cosa que frotes lo suficiente / se vuelve bella».
Entonces abrió Casilda su bolsa y dijo «os he traído un regalo». Y ahí nos obsequió -abrió nuestra sorpresa, frotó nuestras manos vacías- con la figura alada de claro cerebro dulce corazón golera dorada y delicado frufrú. Agasajo contra la rutina y el desaliento.

Gracias.
[Composición de Luis Jiménez Ridruejo]

lunes, 19 de diciembre de 2016

El peor libro del año (encuesta)

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Leía ayer La Campana de Palo, periódico de Bellas Artes y Polémica, editado en Buenos Aires entre 1925 y 1927. Atractiva publicación, de estilo fresco, que ofrecía algunos textos inéditos, tal ¿En qué consiste la libertad verdadera?, de Tolstoy, en traducción de Alejo Abutcov (conocido compositor y concertista, con su violín de 1650, que logra escapar milagrosamente de las cárceles bolcheviques y se asienta en Argentina, donde pone todo su caudal al servicio de una colonia tolstoiana). Este quincenario, dirigido por Atalaya y Carlos Giambiagi, con textos de Álvaro Yunque y de León Felipe, como conocidos por aquí, publica alguna encuesta que resulta curiosa. No sé si hoy tendrían sentido.
La primera es al finalizar 1926, en que pregunta a una quincena de personalidades de las letras argentinas ¿Cuál es, a su juicio, el peor libro del año? A lo que contesta Alfonsina Storni: «Zogoibi, como toda novela solo para señoritas es francamente incoloro. No concibo de qué manera se han podido acumular tantas idioteces en un solo libro, superiores en cantidad y calidad a a las acumuladas durante cinco años de misticismo por mi querida amiga Raquel Adler». Y Jorge Luis Borges: «¡Amalaya con estas encuestas de Juicio Final! Pero la pregunta es linda y acogedora como sombrilla de alero, y me le voy a atrever. Zogoibi es un libro sobre el cual pesa la fatalidad del sino de su autor, hombre leído que ha escrito páginas llenas de hostiles zonceras, en las que no se encuentra ni un chelín de ingenio. Páginas baldías, huérfanas de la claridad de los patios. Páginas zumbadoras y pesadas como moscardón de campo a mediodía».
Más de una docena nombran a Zogoibi [o el desventurado, de Enrique Larreta, apodo con el que se conoce a Boabdil después de la pérdida de Granada], aunque no falta quien dice «En “prosiverso” los libros de Jorge Luis Borges», caso de Ernesto Mario Barreda.

La Campana de Palo [¿símil de nuestra bitácora?], una vez callado el «bronce armonioso y fúlgido de los remotos tiempos ‒mezcla alquitarada de metales nobles‒, convertida en insonoro y apolillado leño».
[Ilustración de Standstill]

martes, 13 de diciembre de 2016

El padre de Blancanieves (Belén Gopegui y otras fantasías)

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No hace mucho tiempo, en una ciudad mediana del Levante, se me acerca una mujer de aspecto agradable, con algo de misterioso descuido, y me pregunta de manos a boca «¿Has visto a mi esposo?,  hombre, ¿dónde puede estar ahora?». En medio de la sorpresa de la situación, de modo formal, le contesto «Señora, creo que se equivoca. Ni la conozco a usted ni conozco a su esposo». Con gesto enigmático, inclinándose ligeramente hacia mí, dice «Claro que lo conoces. Mi esposo es el zar de Rusia y está aquí de incógnito, esperando su momento. Y también sabrás de la familia imperial. Ella es la que me odia y persigue por ser yo tan hermosa, y quieren…».
En esa misma localidad, hace ya bastantes años ‒las dos únicas veces que he estado allí‒, conocí por breves momentos a una chica hermosa. Era novia de uno de los que trabajábamos en los hoteles en época veraniega. Por cualesquiera fatuidad de juventud, hice de Cyrano en alguna ocasión, pues este chico quería impresionarla con las pretendidas lecturas de las que se pavoneaba ante ella. Su incuria llegaba a que me pasaba las cartas de Isabela ‒que así se llamaba, y no voy a decir dónde vivía‒ para que le diera ideas al contestarla y no se ocupaba de que se las devolviera. Conservo cinco. En una de ellas escribe: «¿Tú sueñas? Yo sueño despierta… ¡Si fuera verdad todo lo que sueño!... Pero, como si fuera; me compenetro tanto con mis sueños que los creo verdad y vivo feliz…». Todavía no sé lo que hacía esta cenicienta con aquel adoquín.
El caso es que me proponía elaborar la entrada sobre el libro El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui (algo premonitorio en algunos aspectos al estar escrito cuando aún no había llegado la crisis), en el que nos plantea la posición que vivimos ante la marcha de la sociedad y si es posible y viable tomar alguna postura de compromiso.
Algo ha hecho que uniera a la mujer del zar a Isabela y a Belén. Tal vez aquellos versos de Eça de Queirós: «Sobre a nudez forte da Verdade / o manto diaphano de Fantasía».

Salud.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Máscaras femeninas (y coro)

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La otra tarde, tomando un café, alguien le preguntó a una amiga viajera viajera de las que estaban allí a qué país, de tantos que ha visitado, volvería. «Sin duda, a Japón», contesto. «¡Anda! ‒dije‒, curiosamente estoy leyendo un libro de esa tierra. Se trata de Máscaras femeninas, de la escritora Fumiko Enchi (1905-1986); tal vez te gustaría leerlo, aunque no sé si te has encontrado en los ambientes que has vivido situaciones y personajes de la novela, pues se presume un mundo profundo entre sus líneas».
El título ‒Onna-men‒ alude a la división en tres capítulos, intitulado cada uno con el nombre de una máscara de madera del teatro Noh: Ryoo no onna, la mujer espíritu o fantasma, demacrada con el paso del tiempo por sus apasionados apegos; Masugami, la joven desquiciada, representada por el cabello enmarañado, símbolo de la mente trastornada; Fukai, mujer de edad mediana, melancólica, desgarrada por la separación del ser querido. En la trama aparecen (algo que me sorprende) los espíritus y sus posesiones de personas. Parece que los hombres son títeres de las firmes voluntades femeninas, aunque estas tienen que sufrir humillaciones debido a la jerarquía social y ello marca su conducta. Narración asombrosa e inquietante. Seducción, infidelidad, lirismo, sutileza…
Estaba comenzando este último párrafo, cuando se me ha aparecido el coro de mujeres del opus 117 de Beethoven, de la ópera Rey Stephen. Me agrada tanto escucharlo que creo que encaja aquí de maravilla (con su regalo final):

Salud.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Béjar (Salamanca). Bibliotecas

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Al escuchar el nombre de Béjar (Salamanca) me viene a los ojos la ladera del Castañar en otoño ‒detrás, la nieve‒. Pasear sus calles y disfrutar de la aparición de esos colores ‒tan cercanos, tan límpidos‒ al asomarse a las callejas transversales resulta embriagador. Quienes se han criado en la influencia de los castaños ya no pueden olvidarlo. Leo Vivencias y experiencias de un bejarano, de Cipriano Blázquez, y Recuerdos de una vida, de Ruperto Fraile, y sus páginas reafirman esta impresión.
Con fama de liberal en el siglo XIX al derrotar a las tropas isabelinas en septiembre de 1868, el Ayuntamiento teje una red de escuelas que bien pueden pasar por modelo en aquellos tiempos. Sin embargo, no faltan dichos como aquel de que Béjar, 40 tabernas y 1 librería. Hoy puede visitarse la biblioteca del Casino Obrero, convertido en ateneo, con inicios en 1882, desde la que se trataba de culturizar al numeroso elemento obrero de la ciudad, pues no en vano era uno de los centros textiles con mayor producción en España (que inicia su declive en favor de Sabadell, Tarrasa o Alcoy, más atentas a las leyes del capitalismo: concentración de capital, comunicaciones, influencias políticas).
Igualmente en un marco especial como es el antiguo convento de San Francisco se halla la biblioteca y archivo municipal, más otras dependencias culturales, en la que consultar los libros arriba señalados o documentos de época, así el censo padrón de habitantes en 1910 (en la que se cuenta con cuatro librerías, que también pueden dispensar zapatos o velas de cera de abeja, las cuales hay en número de 5 en el escudo de la villa).

En la noche, para distraer el día, leo El hijo de Rembrandt, de Robin. Béjar duerme ‒el tren recorriendo sus entrañas‒ en los susurros de sus fuentes, parados el traqueteo de sus máquinas y el repique de sus campanas. En sueños, desde el teatro, planeo sobre la ladera mullida de luz.