jueves, 21 de diciembre de 2017

Apegos feroces. Melodías de Sevdah

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Escucho melodías bosnias al tiempo que leo un libro de emigrantes judíos del Este europeo en Estados Unidos, alojados en edificios de apartamentos ruidosos e incómodos de las ciudades industriales. Imagino a las gentes dejando escapar alguna lágrima cuando escuchan lejos de su tierra los sones de su infancia o juventud, los lamentos del violín, la guitarra o del acordeón.
Sevdah es la palabra clave. Hambre de canto ‒vulgo ‘melancolía’; ‘bilis negra’ en árabe, de donde proviene; ‘amor apasionado’ o ‘añoranza’ en turco‒. Deviene en anhelo incurable. Melodías que en Bosnia ‒el fado en Portugal, el tango en Argentina‒ se constituyen en alimento, en algo sin lo cual no podría vivirse.
Apegos feroces es el título dado (2017) a las memorias que publicara en 1987 Vivian Gornick (1935). Nacida y crecida en el Bronx, de padres europeos, logra estudiar en la universidad y convertirse, con los años, en escritora reconocida, al tiempo que despliega su activismo social y feminismo. El libro es un ir y venir con su madre, ya entrada en la madurez, por las avenidas neoyorkinas, en un habla salpicada de diálogos atravesados por una sinceridad mordaz; paseos en los que se entremezclan recuerdos, reproches y complicidades. Y, según dice Jonathan Lethen en el prólogo, estas memorias tienen esa calidad endemoniada, brillante y absoluta que tiende a elevar un libro por encima de su contexto y provoca que sea admirado como clásico.
Sin duda, su lectura me alegra los días. Como lo hacen los poemas de Aleska Santic (1868-1924), en especial ese Emina, musicado por más señas.
[Salud. A la espera de que la Vida conceda música a quienes gobiernan la res publica].

viernes, 15 de diciembre de 2017

Pintoras de la vida

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Cuando se presentaron los datos de la estructura completa del ADN en 1953 ‒ya se había aislado este en el siglo XIX‒, lo que hace que la genética sea posible entenderla a cualquiera de los mortales que se lo propongan, estos se acompañaban con la ilustración de la doble hélice, cuya forma se denomina la Mona Lisa de la Ciencia Moderna o se le asimila a la escalera de Jacob ‒recuérdese la serie de Dalí y sus explicaciones, además del Paisaje de la mariposa, que regala a Severo Ochoa‒, en la revista Nature ‒cuyo paper, por cierto, solo ocupa una página‒,  y en el posterior libro (de 1968) La doble hélice, de Francis Crick y James Watson, sus descubridores, obra que no deja de ser una de los monumentos clave del siglo XX.
La ilustración había sido realizada a mano en blanco y negro por la esposa de Crick, Odile, a partir de las explicaciones que le iba dando su marido en la sala de su casa de Cambridge. Lo hizo con tal sencillez, precisión y perfección que, hoy en día, bastantes de las reproducciones que se hacen de la doble hélice contienen errores que no estaban en el primer dibujo, el cual incluye el esencial detalle de las dos pequeñas flechas que indican la orientación contraria que llevan los dos lados de la escalera. Dígase de paso que esta simetría antiparalela la intuye Crick en base a la experimentación de la cristalógrafa de Londres Rosalind Franklin (1920-1958, de quien es la foto aquí traída, la cual muere de cáncer cuatro años antes de que su jefe, Wilkins, compartiera el Nobel con los nombrados).
Odile (Speed) Crick, artista anglo-francesa (1920-2007), estudia dibujo y pintura en Viena, París y Londres. El libro Cincuenta años de ADN. La doble hélice, dirigido por Pedro García Barreno nos habla de este entorno.

[Salud. A la espera de que la Vida conceda simetrías a quienes gobiernan la res publica].

sábado, 9 de diciembre de 2017

Nieve blanca (en las medianoches)

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No me resisto a poner la fotografía de la vega de mi pueblo y la pose del Moncayo tomada desde el Altillo, pequeño promontorio por el que discurre la carretera desde La Rinconada hasta las Tierras Altas sorianas. Dos años esperando merecen este exordio.
Pensaba comentar el Berlín del historietista Jason Lutes (1967), no el completo (que se va a componer de tres tomos con el que se publicará en 2018), sino el primero, Ciudad de piedras, que se traduce en 2005, y abarca desde el inicio de la República de Weimar, en 1918, coincidiendo con el término de la primera guerra mundial hasta 1929. Esta novela gráfica exige atención continua en su lectura (al menos a mí), por los distintos ambientes que retrata, pasando de unos a otros sin divisiones claras ‒será un reflejo de la vida, me digo‒, y por lo esquemático de muchos de sus diálogos, apoyados en los dibujos, lo que supone que sobreentiendes los silencios.
Pero en estos días de medio fiesta me decido a poner un poema (pues ya hace tiempo que no lo hacemos), está vez del cubano llegado pronto a Estados Unidos, y escritor también en inglés, Gustavo Pérez Firmat (1949), extraído del recopilatorio Sin lengua, deslenguado (2017), en el que está el poemario Cincuenta lecciones de exilio y desexilio (2000), cuyo poema 48 dice:
Mi noche no es medianoche:
es tempranera, inicial: mañana de noche.
No es la noche de los insomnes o los suicidas.
No es la noche del silencio o la ansiedad.
No es la noche del fantasma o del grito.
La mía es noche de certezas, no de dudas:
el sí de la noche.
La mía es noche de claridades, no de sombras:
la luz de la noche.
Mi noche no tiene paredes.
Mi noche vive en la garganta.
Cierro los ojos para ver la noche.
[Salud. A la espera de que la Vida conceda noches blancas a quienes gobiernan la res pública].

domingo, 3 de diciembre de 2017

Biografías, Ciencia y Patriotismo

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«Hace unos años, cuando terminé de leer Resurrección, de Tolstoi, escribí llorando en una solapa del libro: “la vida es en sí misma una tragedia”. Pero en realidad no es así, la vida no es una tragedia, es una lucha. ¿Para qué sirve la vida?, la respuesta de Romain Rolland es “para conquistarla”. Creo que es cierto». Así inicia el prólogo a su novela, en parte autobiográfica, Familia, el escritor chino Ba Jin (1904-2005).
¿Acaso es parte de esta lucha el (intentar) fabricar una bomba atómica por ser patriota? National Geographic ‒presente desde 1888‒ está impulsando la colección Ciencia, en la que se ocupa de cuidadas ediciones sobre personalidades de los campos de la física o matemática influyentes en la sociedad. Por mi parte, su lectura cumple dos de mis aficiones: las biografías y las ciencias aplicadas (aunque reconozco que no me entero de todo lo que cuentan). En este caso, he optado por ocuparme con Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los físicos que en 1925 puso cierta claridad a las investigaciones cuánticas llevadas hasta ese momento y que, dos años más tarde, propone la formulación por la que pasa a la posteridad: el principio de incertidumbre (que tal vez sería indeterminación).
También es conocido por no querer abandonar Alemania durante la subida del nazismo y, a la postre, por incorporarse al proyecto de fabricar la bomba atómica durante la segunda guerra mundial. El libro que comentamos no simplifica el asunto y nos pone sobre otras pistas, en las que se ve que desde posiciones antinazis en la manera de considerar la ciencia, se puede dar un paso tan grave como el mencionado por dejarse involucrar en el patriotismo.
La obra de teatro Copenhague (1998), de Michael Frayn (1933), presenta redivivo a Heisenberg y a Niels Bohr (1885-1962, que trabajaría en el proyecto estadounidense) y su esposa Margrethe, con la pretensión de adivinar lo que ocurrió en el conocido paseo que dieron los dos premios nobeles en 1941 en la capital danesa (entonces ocupada), cuyo contenido permanece en la penumbra o la ambigüedad.
[Salud. A la espera de que la Vida reparta más ciencia y menos patriotismo a quienes gobiernan la res publica].