lunes, 28 de marzo de 2016

Bibliotecas de barrio, ¿a derribo?

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A l@s Bibliotecari@s municipales de Burgos
 Acudo con gusto a la Biblioteca del barrio, la Miguel de Cervantes. Es luminosa. Casi somos contemporáneos en él. Lleva aquí diez años y está atendida por personas agradables, conocedoras de su oficio y optimistas (aunque, a veces, no se lo pongamos fácil). Una siempreviva, que ofrece sus espacios, sus materiales y sus actividades adultas e infantiles para quienes demandan algo más que tabernas. Un sitio de encuentros, proyecciones, exposiciones, lecturas… que redistribuye la riqueza social. Creo que es la UNESCO la que afirma que las bibliotecas devuelven a la comunidad que las sustenta sobre un 5% más de lo que ha invertido en ellas.
Sin embargo, en el presente año, la mesa de novedades está menos surtida, los ejemplares de los diarios han disminuido, el revistero deja lugares vacíos o mantiene las portadas de hace meses. Resulta que el presupuesto municipal ha reducido la cuantía destinada a sus cuatro bibliotecas de 250.000 euros a 150.000 (a compartir con el Archivo). En los corrillos nos extrañamos de esta medida, ahora que parecía que se estaba remontando el vuelo y que iba a haber dinero para amueblar algunos rincones necesitados y adquirir obras de patrimonio cultural. «Fíjate, resulta muy extraño, pues no hay mayoría monocolor en el Ayuntamiento y, sin embargo, no se ha oído ni una triste moción de los diversos grupos. Ni, tampoco, alguna nota de prensa que manifestara la situación».
No es que puedan pedirse peras al olmo. Pero cabe preguntarse qué espacios de convivencia se desean potenciar desde la Administración local. O, bien, qué se entiende por cultura. ¿Acaso se piensa que es suficiente ofertar un sistema de préstamo electrónico ahora que la población dispone de aparatos para descargarlos? La cultura –creemos– se construye en la convivencia.

Las flores asoman junto al río. Imaginemos el barrio sin biblioteca.

domingo, 20 de marzo de 2016

Mogador, tierra de mar

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Pasado el novilunio de la última luna del invierno, entro en Mogador, la blanca ciudad avistada por marineros y sirenas cuando navegan cerca de las islas Púrpuras. Alberto RuySánchez escribe que «dicen que la ciudad de Mogador no existe, que la llevamos dentro», asegurando que cuando se habla del cuerpo en Mogador, al llegar al sexo, se produce un salto extraño en la mente, y por lo tanto, en el lenguaje: la gente describe inmediatamente lo invisible del acto y del cuerpo. Así que vuelve a escribir: «Pero otros dicen que sí existe y que, justamente, la llevamos dentro».
Nueve veces el asombro (2005) es un libro adecuado para dejar apartada una floja novela y adentrarse en sus nueve capítulos y en su ofrenda preliminar, y bañarse en las historias de sus páginas, que son las de la gente de Mogador (Esauira o As-Sawira), las cuales guardan en telas bordadas, difíciles de leer para los no iniciados en sus secretos geométricos. «Son las telas de la memoria y quienes las leen nunca cuentan la misma historia dos veces. Por lo que he llegado a pensar que están vivas. Y que la memoria, como las nubes, como la Historia, no deja de moverse y tomar formas extrañas, sorprendentes».
Resultado de imagen de nueve veces el asombro
El autor ambienta varias desus obras en esta tierra de mar, en la que el sol (según la antigua astronomía) desacelera su paso cuando está sobre ella, permaneciendo allí unos instantes más que sobre cualquier otro lugar. Así cuentan los que ofician recortar nubes. Una isla con bibliotecas, que custodian libros que cada vez que se abren están listos para danzarnos por dentro (porque la música de allí está unida a la piel). «Y basta un parpadeo y un roce de los dedos sobre sus páginas para que alegre y veloz nos penetre […] y el número de libros conservados en la ciudad es siempre un múltiplo de sus habitantes».
Salud.

lunes, 14 de marzo de 2016

Escarcha en la mañana. Palmeras en la tarde

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Los tejados centrales de Punta Brava, junto al parque, amanecen blancos. La escarcha anda más densa en las zonas cercanas al río. «Tienes deformación lectora», me dice la Camarera, «cuando te pones a leer narraciones peculiares, después no te entusiasma nada convencional durante una temporada». Y no le falta razón. La casualidad puso en mis manos (de nuevo) hace poco Las palmeras salvajes, de Faulkner, y (por vez primera) me llevó a leer unos capítulos de Mientras agonizo, obra que contaron con detenimiento en un encuentro propiciado por la Escuela de Escritores de Burgos el pasado sábado, acompañamiento muy digno del banquete (con asado y Ribera) que suelen celebrar cada trimestre, al que hacía tiempo que no me unía.
¿Y qué le voy a hacer? Leer lo que se llama la versión (traducción) que hace Borges en 1940 de Las palmeras salvajes, un año después de su publicación en inglés, no te deja indiferente. Menos si lo condimentas con Mientras agonizo. En las dos obras Faulkner hace lo que le da la gana. Vuelve de lado lo que suponemos que debería estar de frente. Él es ella. Ella es él. Y estas situaciones a Borges ‒caballero católico‒ no le cuadran demasiado, por lo que realiza sus propias componendas sobre el texto, que, por cierto, sorprendentemente (o no) no ha tenido otra traducción al español. ¡Lástima que mi inglés no dé suficiente para leer estas obras en ese idioma sureño en el que escribe el Nobel!
Así que la Camarera me afea el que no disfrute suficientemente La rubia de ojos negros, de Benjamin Black (el negro de John Banville), y el que no realicemos fuego cruzado con las redondas frases del irlandés mientras ella pasea de lado a lado la barra atendiendo a la clientela. «Soy un profesional de perder el tiempo», declamo para ver si responde, pero percibe el artificio. «Hasta entonces había creído que Clare Cavendish podría romperme el corazón, sin darme cuenta de que ya estaba roto».

martes, 8 de marzo de 2016

Silvia y Arantxa, casas en desahucios, adiáfora y sentimientos

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A Arantxa, en su casa habitada
El jueves se me socarró el puchero de la cena. Entrevistaban a Silvia Pérez Cruz en ¡Atención, Obras! y no pude despegarme del asiento desde que Cayetana le preguntó «¿Qué nos haces [para transformarnos así]?» y ella dijo que no sabía bien, que eran cosas de la música, de la voz suspendida que sale de su cuerpo obrando el prodigio de no romperse en su transparencia. Trabajadora constante, reivindica el esfuerzo intelectual de su obra (en contra de pretendidas autorías masculinas en proyectos conjuntos), pues más bien sus acordes nacen de la fuerza creativa del sentimiento, al que Silvia se rinde poniendo diques al pretendido poder del intelecto para constituirse en guía de su vida. Con su último trabajo, Domus, desea salir de las butacas de foro y los acordes de escenario.
Menos mal que lo había dejado al 1; las algas ya estaban algo pegadas al fondo de la cazuela y el vapor se llevaba las últimas gotas de agua; con un poco de líquido pude arreglar la sopa. Al comerla, recordaba que también sentimientos, relaciones humanas y experiencia íntima son la urdimbre de la obra de Zygmunt Bauman, Ceguera moral. La pérdida de la sensibilidad en la modernidad líquida (2013, editada por Paidós en esa significativa colección Estado y Sociedad), en la que tumba el entramado intelectual del Poder y sus grandes mentiras, que tan fácilmente hacemos nuestras, hasta asumir la adiáfora: «el acto de situar ciertos actos o categorías de los seres humanos fuera del universo de evaluaciones y obligaciones morales».
La normalidad, trivialidad y aún banalidad de la existencia cotidiana (y no las guerras o situaciones de presión) es el caldo de cultivo de la ceguera moral ante el «sufrimiento de los demás, la incapacidad o el rechazo a comprenderlos y el eventual desplazamiento de la propia mirada ética». Pero no a toda la gente -sabemos- le sucede.
La cena me supo algo amarga. Menos mal que permanece Silvia con sus canciones, los zapatos junto a sus pies. Y Arantxa con sus tesoros.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Guerras en el papel de las Bibliotecas (1.000 anotaciones)

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A mis compañeras burgostecarias

Saludamos a quienes nos visitan, con motivo de esta anotación que hace la número mil de la bitácora. Y, con especial énfasis, a quienes comentan.

Llegan hasta este asiento guerras desde varios frentes en estos días en que los prados se llenan de margaritas y las garzas aparecen por el Arlanzón. Ni que decir tiene que las noticias diarias nos informan de los conflictos armados actuales. Pero, además, esta tendencia a la lectura que nos acompaña hace que hurguemos en la mesa de novedades y en las estanterías, con lo que han coincidido, al azar, en la mochila esta semana dos libros semejantes. El burgalés (nacido en Campolara en 1951) Rodolfo Hoyuelos (afincado en Barcelona desde 1971) recupera el Dietario de la Biblioteca Popular Pere Vila, escrito por la bibliotecaria Concepción Múnera entre 1933 y 1943 en Bombardeo, poca gente (Stendhal Books, 2015). En él anota con no poca sensibilidad el día a día de la biblioteca en la que trabaja durante los convulsos años de la revolución y la guerra civil, más los primeros años de la dura época franquista.
El 20 de agosto de 1938 escribe: «Després de bastant temps, avui ha tornat a la Biblioteca un lector. Quan va deixar de venir era un nen. Avui,  si bé no és nen, tampoc és home. Tot el seu cos fort i bonic, encara va creixent. Al entrar feia  la cara de sempre. Mig rient, ha anat en busca dels seus llibres preferits, però jo he sentit un soroll [ruido] estrany, com d’alguna cosa que s’arrossegués… portava una cama [pierna] de fusta».
El 5 de abril de 1940: «No pudiendo recuperar los libros dejados en tiempos de guerra, hemos acordado hacer pasar a un hombre por los respectivos domicilios».
El 14 de febrero de 1941: «Ha venido el capellán de la prisión del Pueblo Nuevo; y nos ha pedido los Autos Sacramentales de Calderón para hacerlos representar en dicho establecimiento. A pesar de no tener aún establecido el préstamo, se los hemos dejado».
El autor, R. Hoyuelos, construye un relato (o cuento) sobre cada una de estas entradas, que el tiempo vuelve impagables. Él se muestra agradecido a cuantas personas le han facilitado estos textos primarios. Y recuerda a su madre, que le contó los primeros cuentos y le enseñó a leer cuando era un mequetrefe enfermo recluido en la cocina de la casa que tenían en Silos; y a su padre, que le dejó en herencia unas cuantas palabras antiguas.

Ya no da espacio la anotación para Julius Fucík y su Reportaje al pie de la horca, escrito en la cárcel checa de Plötzsensee entre 1942 y 1943 antes de que la Gestapo lo llevara a la muerte. Pero también le saludamos.