viernes, 28 de junio de 2013

La Recolectora, fin de curso en el club de lectura

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Mujer recolectando miel. Imagen de la Prehistoria. Las abejas –diligentes elaboradoras de dulzura, las llama Josep Roth– libando de las flores transforman su néctar en miel que sustraemos y utilizamos de alimento. Al igual que la literatura. Las abejas en metáforas, en poemas, en cuentos… Y La Recolectora es el nombre de uno de los clubes de lectura de la Biblioteca Pública de Burgos, que este año ha tenido una temporada más corta al esperar su inicio -allá por febrero- a la inauguración de la nueva sede. En compensación a la brevedad, ha sido un tiempo intenso en el que se han producido los encuentros con Jesús Carrasco y con Jesús Carazo.

Las lecturas del (medio) año han sido las siguientes:
La piedra de la paciencia, de Atiq Rahimi
Los sufrimientos del joven Werther, de Johan W. Goethe
Intemperie, de Jesús Carrasco
Verano y amor, de William Trevor
La cena, de Herman Koch
La boda del tío César, de Jesús Carazo
La fórmula preferida del profesor, de Yoko Ogawa
En picado, de Nick Hornby
El tiempo y el espacio que dedicamos a la lectura vinculante, al calor del fuego, en la Casa Redonda se ha poblado con textos de:
Juan Antonio González Iglesias, Nosotros no dormimos en el lecho paterno
Ada Salas, Yo sé que tienes algo que decirme (mundo)
Edgar Lee Master, Francis Turner, Sarah Brown
El tiempo de las cerezas
Giorgos Seferis, Sueño
Jean Giono, Sor Clementina (Juan azul)
Nadia Anjuman, No tengo ganas de abrir la boca
Muñoz Molina, Sefarad
Osip Mandelstam, Yo he regresado a mi ciudad
Sánchez Rosillo, Un alto en el camino
Silvina Ocampo, Autobiografía
Albert Camus, El primer hombre
José Ángel Valente, No inútilmente
Katherine Mansfield, Vida de Ma Parker
Y así, tras un paseo por la orilla del Arlanzón, hemos llegado a finales de junio, teniendo pendiente ese relato de verano para cuando nos veamos en septiembre, que comenzará con «Y en lugar de la casta y orgullosa flor de lis llevaban la más modesta de todas la flores: la violeta».

lunes, 24 de junio de 2013

Arcángeles [Descatalogados]

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Tal vez nada me es más afín que la naturalidad de la vida; que el sentido natural del deslizarse de las cosas; siempre obedecí –si no siempre contento– las indicaciones de la necesidad; es la única obediencia que no degrada.
El texto de es Juan Gil-Albert (1904-1994), poeta y escritor levantino, multifacético y fuera de todo encuadramiento generacional, lo que no le priva de su excelente calidad literaria en su abundante obra. Admirador de Gabriel Miró, aquel escritor del que Pedro Salinas decía que sus paisajes parecen una experiencia personal, algo que le hubiera pasado a una persona, «como una aventura o un amor». También lo admiraba Carmen Conde (de la que aquí hemos traído su Arcángel). Pero volvamos al texto. Pertenece al libro Los arcángeles. Parábola, publicado en 1981 en editorial Laia, aquella editorial animada por exiliados retornados. Y lo concibió Gil-Albert como homenaje a André Gide.

Es un libro de esos con el que topas como con las tabernas situadas fuera de las rutas habituales de las ciudades. Si tienes curiosidad suficiente. Además, es de los no disponibles en las librerías. Apenas se hace mención de él en los estudios sobre el autor, si exceptuamos los que hacen referencia a la puesta en escena del amor homosexual al que, con frecuencia, presenta Gil-Albert en sus libros (Razonamiento inagotable; Valentín; Heraclés). Tal vez por ello, tiene una sensualidad (mironiana) que queda lejos del alcance de muchas plumas.
Por si fuera poco, hace pensar: «es la única obediencia que no degrada». Entonces, ¿qué es de nuestra obediente vida?

miércoles, 19 de junio de 2013

Pájaros azules (reencarnación)

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Charlamos algo acaloradamente. Nos desorienta la diversidad de planteamientos que hay en las personas. Dicen que existe una zona en el cerebro en la que se asientan las creencias. Tenemos ya un trío que suele acompañar a toda realidad: cerebro, creencias, planteamientos. Y llegamos a este punto después de haber comenzado a hablar de pájaros, de pájaros azules.

La Bibliotecaria está narrándome –¡una vez más!– El pájaro azul, uno de los cuentos de Rubén Darío que más le entusiasma; aquel Garcín bohemio con la pequeña ave en el cerebro que un día echó a volar… Yo le hablo de una revista mensual ilustrada que se editaba en Vitoria entre 1928 y 1931, también llamada El pájaro azul. Pero el acaloramiento nos llega al comentar el libro de David W. Frasure, Pájaros azules, una obra que se publica en inglés –Bluebirds– en 1978 y se traduce al español en 1993, conociendo desde entonces numerosas reimpresiones.

¡Y es que habla de la reencarnación! De ahí nuestro tono de voz algo alterado. «Llegamos a la vida en el cuerpo que hemos elegido, en el ambiente que deseamos, sin que podamos juzgar al resto de personas. Solo con el objetivo de ser conscientes de nuestros errores, de vencer nuestra tendencia al mal y de comprender todo desde el amor». «¿Pero es que hay que cerrar los ojos ante las injusticias? ¿No somos sociedad?». «Si deseas algo profundamente, si lo invocas con la mente y el corazón, sucederá». «¿Pero cómo podemos dejarnos embaucar por mesías que repiten una y otra vez lo que ya sabemos y viven de maravilla a nuestra costa?».
Amy extendía los brazos mientras movía ligeramente los labios y entrecerraba los ojos. Instantes después, una bandada de pájaros azules vino a posarse en ellos y las mariposas revoloteaban alrededor de su cabello.

[El cuadro El pájaro azul es de Eduardo G. Grossi].

viernes, 14 de junio de 2013

Caballero de guante social

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Jacinto y Roberto, los del tióAnanías, eran quienes traían tebeos cuando venían en verano al pueblo. Ante ello y las historias (algo pícaras) que nos contaban de lo que ocurría en Zaragoza, nuestra admiración era unánime. El capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, y uno que me entusiasmaba: Arsenio Lupín, el ladrón de levita. Me veía saliendo por la puerta del corral –la de atrás– de mi casa en las noches en que la luna jugaba al escondite con las nubes y (transformado el escenario) desembarcaba en la arbolada plaza donde uno de sus lados estaba ocupado por un impresionante edificio al que escalaba por las bajantes de los canalones, entraba silencioso por el balcón más escondido rasgando el cristal con el diamante de la carpintería y me afanaba en desvalijar arquetas y cajones. Luego entraba en la habitación donde dormía ella y, sobre la mesilla, dejaba el broche de la roja rosa con una tarjeta: «Para tus sueños. Arsenio Lupín».

Con el tiempo, me enteré de que este personaje de Maurice Leblanc (1864-1941) estaba inspirado en el anarquista Alexander Jacob (1879-1954), organizador en 1900 de la banda de trabajadores de la noche, que optaron, ante las condiciones tan dispares de la vida entre gente privilegiada y gente sufridora, por un ilegalismo incruento que robaba a parásitos sociales (no a profesiones útiles: médicos, arquitectos, etc.). En una de sus múltiples acciones muere un policía y es arrestado; es juzgado y condenado a trabajos forzados de por vida, lo que propició que regresara a Francia cuando fue suprimido este tipo de pena. Lúcidamente, ante la próxima vejez, se suicidó en su apartamento.

Muchos son los libros, cómics (hasta un manga), películas que hablan de estos personajes –Lupin y Jacob–, relacionándolos o no, pero puede leerse su libro Por qué he robado y otros escritos (Logroño, Pepitas de calabaza, 2007) o la novela Recuerdos de un rebelde, de Bernard Thomas.

Jacob nunca renegó de sus opiniones, ni cuando lo iban a juzgar: «He preferido conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad de hombre, antes que hacerme artífice de la fortuna de un amo. En términos más crudos, sin eufemismos, he preferido robar antes que ser robado».
Días antes de suicidarse, en 1954, se despidió de sus amigos: «Os dejo sin desesperación, con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón. Sois demasiado jóvenes para poder apreciar el placer que proporciona irse gozando de excelente salud, burlándose de todas las enfermedades que acechan a la vejez. Allá están todas esas asquerosas reunidas, listas para devorarme. Pero voy a defraudarlas. Yo he vivido y ya puedo morir».

lunes, 10 de junio de 2013

Crucifixión

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En el Hospital Virgen del Mirón (vulgo Antiguo) de Soria cuelga de las paredes de las habitaciones la pequeña figura de un crucificado. Ignoro si sucede lo mismo en el resto de hospitales de España y si existe alguna reglamentación o costumbre al respecto. En todo caso, parece que a nadie le llamaba la atención este hecho, que a mí me resultaba (al menos) anacrónico.

Las circunstancias me han llevado hasta allí la pasada semana. La segunda noche de esta estancia –la del miércoles–, ingresaron en la cama de al lado a una mujer de cierta edad, con todos los visos de la demencia. Mientras daba gritos de significado incoherente, le pusieron las vías de los sueros y la mascarilla del oxígeno y le encarecieron que no se los tocara. En las dos siguientes entradas que hicieron a la habitación, ante el escaso éxito de las indicaciones en que le recalcaban lo dañiño para su salud de esta conducta rebelde al desprenderse de alimento y oxígeno, decidieron atarle las manos a los barras de los costados de la cama.



Así que allí me vi entre dos crucifixiones (pues no cuento la mía), sin pegar ojo durante las dos siguientes noches en que permanecí allí.

lunes, 3 de junio de 2013

Pectora mulcet (enojo en los pechos)

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«A la verdad le gusta jugar al escondite», decía Heráclito. Y la Verdad nos tiene a mal traer. La convivencia se alimenta de avenidas, de carreteras con doble sentido, en las que la palabra es el elemento básico que podemos utilizar para conducirnos en ellas. ¿Qué hacer cuando en vez de calmarnos nos llena de ira? ¿Qué hacer cuando el enojo se instala en el pecho? ¿Qué hacer cuando lo laudatorio sustituye a lo deliberativo? ¿Qué hacer cuando la rabia dispara por la boca? Tal vez podríamos acudir a la ironía sanadora y actuar como hizo Lloyd George en el parlamento inglés al ser interrumpido por una señora que no estaba de acuerdo en sus teorías liberadoras:
―¡Si fuera usted mi marido, yo le daría veneno!
―¡Y si yo fuese su marido, señora, con gusto me lo bebería!
O, tal vez, deberíamos convertirnos en Neptunos para proceder a calmar la tormenta que Juno ha levantado con la intención de arrasar nuestras eneidas naves (según escribe Virgilio en el canto primero de la Eneida):
«Igual que cuando en medio de una gran multitud estalla a menudo un tumulto / y brama enardecido el populacho, vuelan teas y piedras / –su furia improvisa armas– si ven de pronto / alzarse un varón respetable por su virtud y mérito, / callan y permanecen con el oído atento; él va con sus palabras dominando sus ánimos / y ablandando su enojo [pectora mulcet], así todo el fragor del oleaje se reduce al instante / en que el dios tiende su mirada sobre las olas, y por el cielo, libre ya de nubes, / lanzando a la carrera maneja sus corceles y les va dando rienda / rodando con su carro volandero».
Belleza, palabras, verdad, enojo, calma.