El verano es una época
excelente para el estudio. No se tiene el agobio de las actividades
obligatorias. Puedes dedicar los esfuerzos a lo que te atrae. El resultado
suele ser un premio impagable: la belleza, envuelta en sonatas, escritos o
fórmulas científicas. La comprensión de algún aspecto de (nuestra) la
naturaleza. «Y unos ojos nuevos para ver el mundo», tal como dice Carlo Rovelli
en Siete breves lecciones de física
(2016).
Precisamente, leyendo este
libro, me entero del suicidio de Ludwig Boltzmann, allá por 1906 en Duino,
localidad cercana a Trieste, cuando se hallaba de vacaciones, después de que
nos dejara una explicación de cómo funciona el calor, la que no se tomó muy en
serio en su momento, siendo que poco después la conocida como su constante deviene
en pilar fundamental de la termodinámica. Y es que introdujo el concepto de
probabilidad para explicar por qué el calor pasa de los cuerpos más calientes a
los fríos (y no al revés); constatamos que es así, pero no conocemos por qué;
podría ser al revés.
Al desaparecer su ser, tal
vez pensara en las palabras de Einstein enviadas en una conmovedora carta a la
hermana de Michele Besso, su amigo, cuando este muere: «Michele ha partido de
este extraño mundo, un poco antes que yo. Eso no significa nada. Las personas
como nosotros, que creen en la física, saben que la distinción entre pasado,
presente y futuro no es otra cosa que una persistente ilusión».
La ignorancia nuestra hace
que expliquemos algunos fenómenos desde la pálida imagen que captamos de la
realidad. Es, al tiempo, el ingrediente que alimenta la curiosidad, esa
cualidad que nos mantiene con vida, que nos hace atravesar la apariencia en
busca de respuestas, las cuales van cambiando conforme los hacemos también
nosotros.