viernes, 27 de abril de 2012

Golondrinas (con Arcángel)

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Hoy me he encontrado con ellas por vez primera en este año. Atravesaba el río por el puente medieval Malatos, me he asomado al balcón del pretil y ¡helas ahí!, tan cercanas, sin chocarse, rozando el agua algo espumosa –en pleamar lluviosa−, elevándose, bajando, abriendo la cola de salteadas dovelas blancas, resbalando las gotas de lluvia en el lomo, sin sombras, mirándose en la corriente porque el júbilo tiene ojos verdes. Ahí he permanecido durante minutos, saludando su vuelo y su presencia, mientras sucedía el cambio: mi invierno ha terminado.

Estas aves –golondrinas parlanchinas− me resultan tan sugestivas y atrayentes como los textos de Carmen Conde (1907-1996), mujer tan de vuelo (He venido a quererte, a que me digas tus palabras de mar y de palmeras); especialmente el poema en prosa El arcángel, con el que estos días camino: Llegó a mi noche y la removió con sus alas espesas. Entonces quedó partida en dos: una suya y otra desvelada. Estos ojos por los que nunca cruzaron mejores pájaros, se abrieron para coger su figura; pero él no estaba fuera de la vigilia; así que los cerré –viéndole- en un resplandor que olía a hierba soleada. […] Si durante el día vivo sonámbula, si desacierto, si la violencia del desacomodo mío os hiere, sabed por quién es todo: yo vivo la noche sin sueño del diálogo con el Arcángel.

¿Qué es?

[La fotografía primera es de Monkiewicz]

lunes, 23 de abril de 2012

Escribir con imágenes

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Recordamos la angustia que nos producía, en la escuela, el tener que comprender eso que llamaban alegorías; por ejemplo, la Agricultura o la Industria, que eran unas señoras altivas de porte, vestidas con túnica (que dejaba al descubierto un brazo) y, al lado, un fajo de espigas o una rueda dentada. Pero si en mi pueblo iban al campo los hombres y la mujeres −no las señoras− que yo conocía, y aquéllas, cuando lo hacían en verano, se ponían unos manguitos que les cubrían hasta el último centímetro de los brazos. Y quienes hacían los utensilios y arreglos eran el herrero, el carpintero o el zapatero, sin más. ¡Cómo comprender aquello!

No nos habíamos enterado que ya Boecio había identificado a la Filosofía con una de estas señoras y que, en especial, desde el siglo XIII al XVIII, gran número de ideas abstractas –la razón, la teoría, la paz, la libertad, la invención, la economía, la ciencia, el arte, la fuerza, vicios, virtudes, etc.−, así como objetos animados o inanimados, fueron representados por imágenes, naciendo con ello un discurso propio y universal, la iconología (que tuvo en la obra de Cesare Ripa [1560-1622] su catecismo). Uno de los momentos más significativos es la inclusión del cuadro compositivo de Charles-Nicolas Cochin (1715-1790) en el frontispicio de la Enciclopédie de Diderot y D’Alembert (lo cual no sucedió en los primeros volúmenes, a partir de 1751, como suele creerse, sino que se grabó en 1776). Vemos allí, en lo alto, a la Verdad, iluminada, a quien desvelan la Razón y la Filosofía, la Imaginación va a adornarla; más abajo, reciben su luz la Teología, la Memoria y la Historia; la Geometría, con un rollo; la Física, con una bomba; la Astronomía, con corona de estrellas; la Óptica, Botánica, Química, Arte, Poesía, etc., todas ellas con sus símbolos; y, en la base, las artes aplicadas, representadas por hombres.

Cochin escribió en su Iconologie que es «bajo el velo de la alegoría como la moral ofrece a los hombres verdades consoladoras y útiles preceptos». Si bien decae la representación en figuras femeninas a finales del siglo XVIII, perdura no obstante en símbolos emblemáticos; así en el diseño hecho en 1902 para la medalla de los premios Noblel de física y química; la de Einstein, de 1921, presenta a la Naturaleza y la Ciencia, con la inscripción circular «Inventas vitam iuvat excoluisse per artes. Cuán bueno es que la vida del hombre sea enriquecida por las artes que ha inventado».

miércoles, 18 de abril de 2012

¿Interesa la verdad?

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La Bibliotecaria es una apasionada de Platón. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre que le hablo de algún descubrimiento que he creído encontrar en Weber, Kant o Zambrano, me dice que eso ya está en los diálogos platónicos. Y el asunto es que –no sé si debido a mi maleable ignorancia− casi todas las veces me convence. Por ello, me he dicho: «Voy a hablarle de alguien cercano, de Aristóteles, para mostrarle que ideó planteamientos nuevos. Por ejemplo, cuando deja sentado que la ética es un complemento, por un lado, de nuestro impulso natural hacia lo óptimo –tò aristón− y, por otro, del conocimiento −gnôsis− que necesitamos para enterarnos de lo que debemos hacer», y termino, con cara de triunfo, «es lo que llamaba prudencia: capacidad de análisis de las circunstancias y ponderación de las consecuencias, lo cual se consigue con la deliberación».

A la Bibliotecaria no se le mueve ni un músculo de la cara. Vuelve el rostro y me suelta: «Es precisamente Aristóteles, en Ética a Nicómaco, quien dice “Debemos haber sido educados en cierto modo ya desde jóvenes, como afirma Platón, para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en eso consiste la buena educación”. Y esta frase de Platón se halla en Las Leyes. Y no solo eso −sentencia−; en el Parménides escribe: “Es hermoso y divino el ímpetu que te lanza a las razones de las cosas; pero ejercítate y adiéstrate en estos ejercicios que en apariencia no sirven para nada, y que el vulgo llama palabrería sutil, mientras eres aún joven; de lo contrario, la verdad se te escapará de entre las manos”».

Y, mirando el panorama, me digo: ¿le interesa a alguien público adiestrarse para que no se le escape la verdad?

[La fotografía es de Ramón Bataller Alberola].

viernes, 13 de abril de 2012

Deseos inalcanzables

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Con frecuencia formulamos deseos. Y la literatura, que es una cilla chismosa, recoge y reparte nuestras carencias, nuestras evasiones, nuestros anhelos. Albert Lange, en su Historia del materialismo (1866, ampliada después a dos tomos), que tradujo Vicente Colorado para la editorial Daniel Jorro (1903, felizmente disponible en internet), fue quien contribuyó definitivamente a la rehabilitación de La Mettrie (de quien hablamos hace unos días en esta bitácora). Lange dice de él que «no se conoce a La Mettrie ni una sola mala acción. Ni arrojó sus hijos al hospicio, como Rousseau; ni burló a dos prometidas, como Swift; ni fue simoníaco, como Bacon; ni falsificador de documentos, como Voltaire».

Pero, a lo que íbamos. Es precisamente Voltaire −desde la corte de Federico de Prusia− quien escribe de él: «Era el más loco de los hombres, pero era también el más ingenuo. Este hombre tan alegre que de todo se ríe −añade−, llora algunas veces como un niño, a solas conmigo, porque no quiere estar aquí».

Y esta postura infantil y este deseo de retorno –no de recuerdo−, que pudiera tomarse por debilidad, la hallamos con frecuencia en textos de hombres. Tanto es así que nos llama la atención cuando la leemos en obras de mujeres. De ahí que nos sorprende gratamente leer en el Diario (2010) de Hélène Berr (1921-1945, fallecida en el campo nazi de Bergen-Bersen), en la anotación de 12-XI-1943: «Quisiera que me acunasen como a un niño. Yo, que me ocupo de otros niños. Quisiera después tanta y tanta ternura». Aunque no sea grato pensar en lo que deparó el destino humano a esta mujer –gota de rocío− a la que no sirvieron de sortilegio sus palabras: «Toda mi vida se apagará de golpe. Con todo el infinito que siento dentro de mí».

sábado, 7 de abril de 2012

Mimosas (¿qué leer?)

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Flores de vuelo. Las mimosas curvan el espacio, empujando suavemente el aire, haciéndose un hueco sedeño en las yemas de las ramas. Una amiga extremeña –de los tiempos de las banderas– las tiene por su flor favorita, y se contenta con que demos un paseo por las alamedas plasentinas si nos encontramos en sus cumpleaños primaverales. Por esta forma de ser tan entera, y a falta de presentes alpestres, le regalo gladiolos blancos en los meses del otoño. Ella es capaz de cerrar los ojos y saber lo que hay debajo del flamear de las varas.

«¡Qué suerte tienes!», le digo a la Bibliotecaria, «¡tú sabes recomendar libros! Por lo general, tienes a flor de boca un título cuando alguien te pregunta por una lectura para el fin de semana o para las tardes ansiosas -de masaje con aceite de mimosa-. En cambio, yo me encojo cada vez que alguien me requiere para que nombre un libro de los que han dejado huella en mí. ¡Pero qué huella ni qué narices! ¿Es que los libros hacen esas cosas? Me miro y no veo ninguna señal en mi piel de Ovidio o de Hanna Arend. Ni creo que la tenga de Garcilaso o de Annete Rich».

La Bibliotecaria me mira (creo que un poco aburrida de mi cháchara) y me pasa página.

lunes, 2 de abril de 2012

Narcisos (¿dónde mirarnos?)

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Una de las flores más sorprendentes que crecen en el monte son los narcisos. «Mira», señala la Bibliotecaria. Y ahí están en el prado, salpicando de colorido amarillo el verde, el blanco y el morado de las plantas con que conviven en estos días de primavera. Casi olvidamos de mirar los robles, castaños y almendros de la zona. Y, cerrando los ojos, imaginamos el placer de tenderse entre sus coronas acampanadas, descendientes de las aguas del Cefiso, que corren a escasos metros, sorteando ruidosas el pulido granito.

«Ya ves –me dice la Bibliotecaria–, donde también abundan los narcisos es en las cortes». Y sonrío, abandonándome al esplendor del sol de la mañana, mientras me habla de La Mettrie (1709-1751), personaje singular, ateo, sarcástico, médico enemigo de los médicos, valiente, gastrónomo, brillante, filósofo –l’homme machine−, saludable, nombrado Lector de Cámara por Federico de Prusia. Después de publicar su Historia natural del alma…, tuvo que huir de París y recala, ayudado por su amigo Maupertuis, en la corte de Federico, en la que día a día, su protector comprueba –con desasosiego– cómo va aumentando el desenfreno de su pluma. Thiebault (en sus memorias) y Voltaire (en sus cartas) nos hablan con frecuencia de este hombre sin aprensión que hacía lo que le daba la gana: se tiraba en los divanes, se quitaba el cuello si hacía calor o lanzaba al suelo la peluca. Pero al rey… le caía en gracia.

«Si leyeras La sociología criminal de Azorín (1898), te enterarías de estas cosas», me espeta la Bibliotecaria (no sé si con afán pedagógico o como reconvención a mi aparente abandono). La Mattrie fue llamado un día al palacio de un conde enfermo. Llegó. Charló. Se sentó a la mesa. Comió y bebió sin medida y hasta se zampó entero el pastel común «repleto de pésimo tocino, de trozos de cerdo, de jengibre». Y, al día siguiente, murió de indigestión (al rechazar el emético que le prescribían los médicos, y empeñado en hacerse sangrías).

Narcisos.