jueves, 28 de octubre de 2010

Las manos de Juana María

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Es fácil que, poco a poco, la persona oprimida deje de amar la vida, desee otra más placentera; y es aquí donde vienen algunas religiones a ofrecérsela (a prometérsela más allá). El poeta Rimbaud (1854-1891, al que en el instituto llamaban cochino santurrón) confesaba: «Yo soy esclavo del bautismo»; y, con ello, significaba el peso que llevaba en su interior, las orejeras que constreñían su pensamiento. De ahí que, con los años, pretendiera vivificarse a través de los sentidos. Por ello, su poesía está tan llena de imágenes vívidas, despiertas, cuyo fin es procurarle un conocimiento de sí mismo (y, por ende, de la realidad). La finalidad es el amor, el amor de aquí.

Entre sus cartas figuran las escritas a Démery, conocida una de ellas como Carta del vidente, en la que manifiesta las dificultades de aprehender la realidad, que calificaba de rugosa, precisamente por el peso que en su vida tiene el cristianismo. Para él, una de las figuras en que se expresa esta religión es la Virgen María, prototipo de mujer idealizada, mediadora de las gracias, alejada de la realidad. A esta mujer divina, Rimbaud contrapone la figura de Juana María, comunera [Comuna de París, 1871], luchadora de una sociedad justa en la tierra, defensora con fusil en la barricada contra el ejército imperial [las 120 mujeres masacradas en Plaza Blanch], a cuyas manos dedica uno de sus poemas más emotivos:

Un tinte del populacho
las curte como un seno viejo
el dorso de sus manos es el lugar
que besa todo revolucionario altivo.
Maravillosas han palidecido
al gran sol de amor cargado
en bronce de ametralladoras
que cruzan el insurrecto París…

lunes, 25 de octubre de 2010

Manuscrito para un lunes de otoño

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La vida en los archivos pone en tu mano numerosos documentos, mucho más sensuales que las frías pantallas llenas de ceros y unos. Recordemos que las actas del Parlamento británico todavía se escriben en pergamino vitela. La caligrafía −‘escritura hermosa’− se desparrama ante nuestros ojos como un arroyo buscando la salida en un prado. La mano que trazó aquellas curvas, aquellas líneas, aquellos acentos…

Márcame el corazón (Bete iezaduzu)

Márcame el corazón con tu caligrafía.
Insiste hasta que se encienda algo.

Y si se enciende, cachéame,
mira a ver si tengo letras en la piel:
soy un valioso manuscrito
sellado con tatuajes de humo.

[Lo hallamos en Miren Agur Meabe, Anzalaren kodea / El código de la piel, Barcelona Bassarai, 2000, traducido por autora y Kepa Murua].

jueves, 21 de octubre de 2010

Despertar... en este día, en tu día

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«La bibliotecaria, apeada de su noche en manto de organdí, deja brotar la canción en su manantial sonoro. Comienza la mañana.
Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo /
es como descifrar signos, sin ser sabio competente. /
Volver a ser de repente, tan frágil como un segundo, /
volver a sentir profundo, como un niño frente a Dios. /
Eso es lo que siento yo en este instante fecundo. /

Se va enredando, enredando /
como en el muro la hiedra /
y va brotando, brotando, /
como el musguito en la piedra, /
como el musguito en la piedra sí, sí, sí... /

Mi paso retrocedido cuando el de ustedes avanza, /
el arco de las alianzas ha penetrado en mi nido, /
con todo su colorido, se ha paseado por mis venas, /
y hasta la dura cadena, con que nos ata el destino, /
es como un diamante fino, que alumbra mi alma serena.

[…]



http://www.youtube.com/watch?v=QYNx1D74mtQ&feature=related

[El cuadro es de Caroline]

lunes, 18 de octubre de 2010

Organdí, para heridas más allá del cuerpo y del alma

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«La bibliotecaria atravesó la pared. Lo hacía con relativa frecuencia, llegando a lugares (que ya le eran familiares) adentro de su pecho, de su vientre, de sus muslos, de su pensamiento…, pero esa vez se encontró en un espacio nuevo. Era una habitación poliédrica, cerrada, sin ventanas, de altas paredes. Y, al tiempo, luminosa, inocente. De modo invisible, allí estaba la desorientación (con el dolor que produce), el decaimiento (con una pizca de indiferencia), la impotencia (con el sello del destino), la ansiedad (pregonera de la soledad). Era un espacio sin muebles, vacío, pero la bibliotecaria sabía que estaba rodeada de estas presencias; más, si cabe, que estaba hecha de ellas.

Tras unos momentos de punzante desazón, comenzó a tomar conciencia en aquella confusión. ¡Era ella misma! El hueco, la luz eran su esencia. Había algo anterior al cuerpo y al alma, a los deseos y a los sentimientos, al cerebro y al corazón. No, no tenía origen divino. Era humano. ¡Nunca lo hubiera sospechado! Al tiempo que aceptaba su origen, los minutos le fueron trayendo optimismo. Sabía que estaba en su núcleo, en su ser, y no sentía (como en otras ocasiones) miedo ni compasión de sí misma. La ligera brisa que entraba por una de las ventanas que había quedado entreabierta en el lado sur de la biblioteca la estremeció ligeramente, y –perezosa– se acurrucó un poco más dentro del delicado organdí que la cubría en esa tibia noche de otoño».
[El cuadro es La Dormeuse, de Tamara de Lempicka. La tela de organdí está en el Museo Lázaro Galdeano (recomendable)].

jueves, 14 de octubre de 2010

Relatos de adentro (en Sierra Morena cordobesa)

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De vez en cuando, durante nuestros paseos urbanos de la tarde, nos gusta entrar en tabernas desconocidas (o sucedáneos), del mismo modo que los domingos en la mañana deambulamos por algún barrio y tomamos café en alguno de los bares que se encuentran abiertos a esas horas. Nos colocamos al final de la barra o nos sentamos en alguna mesa de rincón y, desde allí –discretamente–, simulando que leemos la prensa, contemplamos la variedad de tipos que aparecen por el local. Tratamos de adivinar sus vidas, los motivos que les llevan a tomar café, vino, cerveza, orujo… Reparamos en el modo en que se relacionan, la conversación que mantienen, las entradas y salidas, la rapidez o lentitud en que consumen, la familiaridad que tienen con el lugar. En definitiva, el respeto que se tienen para que cada cual pueda disfrutar su momento de descanso o para que pueda ahogar, sin reproches, la impotencia vital que siente, reflejada cada día algo más en su rostro, marchitada ya la ilusión que conocieron hace ya años.

También, por este nuestro gusto en escapar a las luces de escaparate librario, leemos con frecuencia relatos de gentes que no están en el candelero literario. Preferimos, además, los que tienen alguna relación con el campo y los pueblos. Los de la ciudad nos resultan más vacuos, sin arraigo, escritos a veces con formalismo de escuela de escritura, basados en argumentos algo forzados. Es por ello que estos días disfrutamos de Relatos de Sierra Morena cordobesa (Cerro Muriano, 2010). Cada narración se entronca en detalles de la tierra –extinción del lobo, persecución a familias judías, amores perdidos, guerra civil, despoblación, etc.– y la protagonizan personajes que nos transmiten vivencias que te encuentras en el ambiente de las aldeas. Gentes ni felices ni desdichadas. Sabemos, al leerlo, que tiene una antigua relación con nuestra persona.

Por si fuera poco, la obra está editada por la asociación para el desarrollo de esta comarca. Nos trasladan a Adamuz, Espiel, Hornachuelos, Montoro, Obejo, Villaharta, Villanueva del Rey y Villaviciosa de Córdoba. Otro más de los intentos de los pueblos pequeños y alejados de las urbes por evitar la desaparición.


Saludos, pues, a la gente cordobesa.

lunes, 11 de octubre de 2010

Medianoche en la posada

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En teoría, la Poética es la ciencia que se ocupa del lenguaje literario, entendiéndose también por tal la obra o tratado sobre los principios y reglas de la poesía. Se habla mucho de lo que puede ser la poesía, pero poética resulta una palabreja que casi nadie sabe muy bien a qué se refiere y que, por ello, podemos despacharnos sobre el tema a nuestras anchas. Se da el caso de toparnos con quienes escriben poemas y creen que la poesía es una llama, una luz que solo perciben ellas/os. Como si el resto de mortales tuviéramos que estar a expensar de las migajas que nos van soltando. ¡En fin, hay gente para todo!


Por nuestro lado, creemos que la poesía es una forma como otra cualquiera de expresión (con sus peculiaridades, por supuesto, como cada hija/o de vecina/o). Y que una de estas singularidades es su capacidad de conectar con la infancia de quien escribe y de quien lee e, incluso, con los orígenes de nuestros ancestros. Josep Carner (1884-1970), entrada la noche, llega a una posada; cuando se acerca a Recepción, el dependiente (algo contrariado por la inoportunidad nocturna del solicitante) le muestra un formulario para que se registre. El poeta escribe:

Difícil registro

Quién soy no sé, ni adónde voy. Sólo sé que quisiera
reclinar la cabeza en un regazo
de mujer y dormirme
al ritmo –aún– de una canción de cuna.

Podemos imaginar la cara que pondría el somnoliento recepcionista ante semejante registro.

jueves, 7 de octubre de 2010

El alfabeto digital en burra y burro

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Ahora que está recién inaugurada la Feria del Libro de Fránckfurt, en la que se mueven millones y millones de euros y en donde un conocido buscador de Internet ha anunciado su próxima salida como editorial con unos 400.000 libros digitalizados, listos para poder ser descargados en la variedad de aparatos electrónicos de los que vamos disponiendo, nos emociona recordar gestos como los de Luis, recorriendo las veredas embarradas de Colombia para llegar a poblados perdidos en los que las escuelas no cuentan con bibliotecas ni la gente dispone de dinero para comprar libros.

La burra Alfa y el burro Beto son sus autopistas de la información.



Y recordamos, con ello, la entrada que realizó Mafi en esta bitácora hace algo más de dos años (tempus fugit).

A su salud.

domingo, 3 de octubre de 2010

Abuelas/os, nombres, libros y memoria

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Hablábamos hace un tiempo de quienes habían tenido abuela(s) y abuelo(s) en la infancia para contarles historias, refranes o batallas. Y hemos hablado aquí, también, de la poetisa chilena Winétt de Rokha. Este no era su nombre, sino el de Luisa Victoria Anabalón Sanderson (igualmente, su marido no se llamaba Pablo de Rokha, sino Carlos Díaz Loyola); pero ambos creían que podíamos ponernos nombres que sonaran bien −la belleza− aunque no tuvieran ningún significado concreto y, de ahí, que eligieran el de Winétt; lo mismo que procedieron cuando a una de sus hijas le pusieron Lukó.
El abuelo materno de Winétt −políglota y gramático− era irlandés; traducía a Safo y Ovidio; tenía un puesto técnico aceptable en las minas del norte de Chile (explotadas por capital extranjero). Él fue quien le inculcó a su nieta el amor a la literatura. En reciprocidad, ella lo recuerda en Oniromancia:

Tres o cuatro fechas y en la memoria de algunas /
estampas, una visión equívoca, /
eso, de Domingo Anderson, el políglota, /
libros, y libros a la espalda, con ellos de casa en casa, /
libros y libros y libros, /
con ellos de pensión en pensión, encajonados, llovidos, /
rodando, acumulados como piedras de piedra, /
dolor y cansancio y libros, escrituras y escrituras en /
caligrafía de dolor y sueños.
[…]
Abro los brazos estrechando lo inútil inconmensurable: mitos, libros, ríos, libros, desengaños, libros, libros, libros, tú y yo entre los doscientos crepúsculos. [Historias que nos cuenta María Inés Zaldívar en Winétt de Rokha, Fotografía en oscuro. Selección poética, Madrid, Colección Torremozas, 2008].