domingo, 25 de febrero de 2018

El/a caminante

6 comentarios

A lo largo del siglo XIX se va haciendo familiar una figura que anda por las calles y plazas de las ciudades industriales de Europa. Flaubert (1821-1880) describe magistralmente alguno de los paseos de Fréderic en el París de La educación sentimental. Baudelaire (1821-1867) no le ahorra palabras: «La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con ella. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente».
Ya en el siglo XX, Walter Benjamin (1892-1940) hizo que esta figura que observa, que capta matices, contrastes o huellas del pasado se tomara como emblemática de la experiencia urbana, moderna, elevando su consideración a mística. Por entonces aparecen los libros de Hessel, Paseos por Berlín (1929), y de Fargue, El peatón en París (1936). Y Susan Sontag (1933-2004), por su parte, en Sobre la fotografía, indica que la cámara fotográfica, en 1977 (cuando lo escribe) ha devenido en instrumento  del flaneur.
No entramos aquí a analizar qué sea en este siglo XXI. Pero sí queremos presentar El caminante, de Jiro Taniguchi (1947-2017), por pertenecer su autor a una cultura en la que todavía el trabajo está sobrevalorado y mucha gente en Japón mantiene una jornada superior a la europea. Lo que llama la atención es que es una obra gráfica que ha ido creándose desde 1992 a 2015. Sus viñetas, la mayoría sin palabras, en las que deambula un trabajador de clase media, en las que aparentemente no ocurre nada extraordinario, llegan a ser inquietantes, tal vez por el asombro de la perra nieve, tal vez por el avión de juguete que queda atrapado en las ramas del árbol, tal vez por la señora mayor que no acierta a orientarse, tal vez por la valla que salta para zambullirse en la piscina municipal cuando llueve, tal vez por el pintalabios que encuentra debajo del banco del paseo público, tal vez por la garza despistada.
[Salud. A la espera de que la Vida enseñe a quienes gobiernan la res publica que somos simples caminantes]. [Ilustraciones de G. Caillebotte y de Taniguchi].

lunes, 19 de febrero de 2018

Miradas novadoras (Carmen Tomé, Johannes Vermeer)

8 comentarios

La improvisación requiere entrenamiento. Nos cuesta trabajo percibir la profundidad de miradas inusuales. Vermeer lo hizo. Nos regaló, con ello, el ambiente de los instantes. Tanim, Escenas Comunes, es uno de esos (escasos) espacios de improvisación interdisciplinar no jerárquica, «caminos que se entrelazan para generar en común, tanto a nivel artístico como personal y político». Seguramente por esa unión entre escenario y vida, Carmen Tomé, una de las animadoras de este proyecto, interpuso el verano pasado una denuncia contra su libertad e integridad sexual, sufrida en el contexto del Programa de Residencias A Quemarropa en Alojamiento para Colectivos San Roque, en Alicante. Con ello desbordaba el ámbito privado al hacerla suya la organización de dicho evento y asumirla el colectivo no mixto La Caja de Pandora, que integran unas 3.000 mujeres del mundo del arte, el cual ha leído un comunicado público defendiendo a Carmen Tomé el lunes, día 29 de enero, en las escaleras del museo Reina Sofía madrileño. Plantarse ante la figura poderosa, representante de resortes variados patriarcales públicos de esta sociedad, rechazándole pretensiones que se antojan naturales, sororizar la situación, sabiendo que es dable que se cierren puertas profesionales y que pueden aflorar sentimientos atávicos, requiere determinación. Son conductas que conducen a la educación para la convivencia.
Es Laura J. Snyder (1964) la última que nos recuerda en El ojo del observador (2017) -Eye of the Beholder- que Johannes Vermeer (1632-1675) experimentaba en su buhardilla de Delft con una cámara oscura los efectos de la luz y consiguió telas de una luminosidad singular (al tiempo que Antoni van Leeuwenhoek [1632-1723], en la misma ciudad, en el verano de 1674, descubría un mundo oculto al mirar a través de una minúscula lente). Vermeer no es esclavo de lo que ve ahí, de su óptica; lo experimenta y lo traduce; supera las apariencias muertas.
Poco importa ahora -aunque sí vendría a cuento si sucediera hoy- el que el pintor muriera en la ruina a los 33 años y dejara con diez hijas/os a Catharina Bolnes, su mujer (más una casada y tres en la tumba). Lo que permanece es la intrepidez con la que mostró tal variedad de tonos -oscuridad o claridad relativa de un color-, tal intensidad de colores y tal gama cromática de sombras, que pronto se incorporaron como naturales a la pintura. Él y su vecino científico se atrevieron a ver (y a saber, pues Leeuwenhoek hizo suyo el “sapere aude” de Horacio en la Epístola a Lolio), a enseñarnos una forma inusual de mirar.
Las heroicidades se asientan en quehaceres no banales como los de Vermeer y Tomé. Wislawa Szymborska lo sabía:
Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.

[Salud. A la espera de que la Vida regale miradas novadoras a quienes gobiernan la res publica]. (Fotografía de Olmo Calvo).

martes, 13 de febrero de 2018

Dictaduras reales en la ficción

6 comentarios

Si la forma prefigura el fondo en literatura, El hombre que amaba a los perros (2009), del cubano Leonardo Padura (1955), es una novela notable. Casi 600 páginas de apretada letra, sin apenas espacio para las apostillas, nos transmiten la sensación de que estamos en un recinto carcelario, en un ambiente donde se nos controlan los movimientos. También, el diverso juego de voces, las historias que se inician sin aviso previo -Iván, Trotski, Ramón Mercader, etc.-, la incógnita en cada comienzo de capítulo simulan la desorientación a la que someten los regímenes totalitarios a su ciudadanía. Los años saltando de 2004 a 1929 o 1968. Los personajes planos, sin espacios interiores. Los nombres cambiantes de los personajes (por si no nos habíamos enterado de dónde estábamos) terminan por hacernos exigir una constante atención a lo leído. Por si fuera poco, ese protagonista incorpóreo: el miedo. Esa alucinación. La incertidumbre -al fin- de no saber si estamos en un relato histórico o en una ficción.
“Dejadme libre, no estoy hecho para la cárcel”, escribió el poeta Ósip Mandelstam (1891-1938) desde la prisión de Feodosia en 1920. ¿Por qué las dictaduras impiden gozar de la vida? Conservar el poder conduce a destruir la dulzura, la sensibilidad. Adam Zagajewski (1945) le dedica uno de sus poemas, recogido en Asimetrías, un poemario esplendoroso [«cada poema, incluso el más breve, / puede transformarse en un largo poema floreciente»]:
Mandelstam no se equivocaba, no estaba hecho
para las prisiones, pero las prisiones sí estaban hechas
para él, innumerables prisiones y campos de trabajo
le esperaban pacientes, los trenes de mercancías
y las barracas sucias, las agujas de las vías y
las lúgubres salas de espera le esperaron mucho tiempo
hasta que llegó, le esperaban los chequistas
con cazadoras de cuero y los funcionarios
del partido de sonrosadas caras.
«No veré la fantástica Fedra»,
escribió. El mar negro no lloró
lágrimas negras, los guijarros en la playa
rodaban obedientes, como quería la ola,
las nubes pasaban rápidas sobre la tierra despreocupada.
[Salud. A la espera de que la Vida transforme a la gente poderosa que gobierna la res publica].

miércoles, 7 de febrero de 2018

Derechos de autoría. SGAE

9 comentarios

A principios de año, además de felicitar los días, suelo visitar la sección noticias de la BibliotecaNacional, en la que publican el nombre de autoras/es cuyas obras pasan a dominio público ‒en este caso, la de quienes fallecieron en 1937‒, las cuales van digitalizando a texto completo y colgándolas en la valiosa BibliotecaDigital Hispánica. Siempre hay sorpresas abundantes, para las inquietudes de cada cual y para los descubrimientos. El pasado año fue especialmente copioso (aunque no diríamos espléndido), pues coincidía con quienes murieron en circunstancias trágicas en el inicio de la guerra civil. Volviendo al año presente, tenemos desde Joaquín Adán (1892-1937) a Arturo Vinardell (1852-1937), pasando por militares, sindicalistas, cervantistas, geógrafos, novelistas o humoristas.
Y estando en estas lides, cae en mis manos el libro SGAE. El monopolio en decadencia (2017, que da acceso al formato digital en consonni.org/ebook), de Ainara LeGardon (1976) y David García Arístegui (1974), un valioso relato de cómo se cocinan los derechos de autoría, principalmente los relacionados con la creación e interpretación musical, narrado por dos personas que pertenecen a esta entidad que llega a gestionar más del 70% de los derechos de propiedad intelectual que se genera en España. Una cronología final remonta los orígenes de esta sociedad a 1899, cuando nace la Sociedad de Autores Españoles, que tomará el nombre de SGAE en 1932 al federar cinco sociedades existentes. No quedan fuera las creadas para ser competidoras, tal DAMA, para medios audiovisuales, que puede tomarse como alternativa.
Se agradecen las ilustraciones que encontramos en sus páginas, muestra del trabajo de documentación que ha conllevado su escritura. Así (pág. 122), la del vinilo que la propia SGAE publicó en el cincuentenario ‒1982‒, con el eslogan «Solo el canto del gallo no paga derechos». O (pág. 70) el detalle de la servilleta en la que Carlos Torero le dibujó a la autora en un bar de Malasaña en 1997 el funcionamiento del mundo editorial musical.
Y no quedan fuera las fórmulas recientes de ¡gestión! de autorías, tal Content ID, en manos de los (casi)todopoderosos Google y Youtbe.
[La ilustración primera es una imagen de David y Ainara, de Rafa Rodrigo, que Josuene incorpora a la obra. La segunda de El gallo de Miligallo, del cuento de Antonio de Benito].
[Salud. A la espera de que la Vida gestione los derechos de quienes gobiernan la res publica].

jueves, 1 de febrero de 2018

Ojos para Marianela. Fuera del mapa

6 comentarios

Leo la versión a historieta -Nela, 2013- de Marianela (1878) de Galdós (1843-1920) y me parece sentir que me hallo fuera del mapa, no por la adaptación de Rayco Pulido, sino por el recuerdo que me trae de los alardes retóricos en la narrativa de esta primera etapa literaria de don Benito, extendida a algunos de sus personajes. Sin embargo, todavía percibo la firmeza de su argumento y no se me olvidan esos ojos a los que les devuelven la vida que matan, esa María Manuela que va a la tumba por el beso del príncipe o esas rocas singulares del Reocín minero santanderino. Recordemos que la obra tuvo una estimable aceptación y se ha convertido en ópera; por tres veces ha sido cine; por dos, telenovela; por una, miniserie; y si Valle-Inclán desistió de mudarla a teatro, sí lo hicieron los Álvarez Quintero, con unos estrenos desde 1916 que dieron a conocer en España entera a la Xirgú -Margarita- por su papel protagonista, ya cuando Galdós había quedado ¡¡ciego!!; sin que dejemos de admirar Los ojos, con la que el argentino Pablo Messiez la ha subido a las tablas con éxito en 2011.
Tal vez ese sentir me llegue por tener estos días entre las manos el libro Fuera del mapa (2017), del londinense Alastair Bonnet (1964), subtitulado un viaje extraordinario a lugares inexplorados, que en la publicidad advierte que no es una guía de viajes. Su primer atractivo es la cuidada edición de la obra, con las guardas y páginas interiores ilustradas en colores y tono irreales. Desde sus apartados puede llegarse a lugares perdidos, es decir, que nunca existieron, tal Sandy Island, marcados en los mapas, pero que al acercarse; a geografías ocultas, esas ciudades subterráneas de Capadocia o el llamado Laberinto, los espacios urbanos cerrados o abandonados, que se han despertado el interés exploratorio del siglo XXI; a tierras de nadie, así Nahuaterique, salidas ahí cada vez que dos países deciden variar sus fronteras.
En fin, desde la mecedora, puedes desplazarte a cementerios habitados, islas artificiales, estados sin territorio, rotondas apátridas, aeropuertos ciudades, festivales edénicos o lugares efímeros. Todo un festín para esa especie que se ama los diversos territorios.
[Salud. A la espera de la Vida invite al banquete de los lugares a quienes gobiernan la res publica].