El autor de Hiperión –una de las plumas excelsas– es recordado por haber pasado los últimos 36 años de su existencia confinado en una torre junto al río Neckar–«Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo»–, en casa del ebanista admirador suyo Zimmer en Tubinga, mientras la madre de Friedich financiaba la manutención.
Friedich Hölderlin
(1770-1843), filósofo y poeta –«¿Qué sería la vida sin esperanza?» «Hay un dios
en nosotros que dirige el destino como si fuera un arroyuelo, y todas las cosas
son su elemento»–, conecta la belleza, lo infinito con lo finito.
Quizás, por ello, recuerdo
en estas mañanas blancas, de confinamiento, a ese hombre «golpeado por Apolo»,
que acepta su locura pacífica sin más y la convierte en cotidiana, interrogando
así la normalidad ajena. Me viene a la mente por ello y por su texto sobre El invierno, en el que espolvorea los
copos –palabras– con paciencia:
Cuando la nieve pálida
embellece los campos
y alto resplandor brilla por
la amplia llanura,
suave y distante incita
entonces el verano,
la primavera a veces cerca
está en tanto la hora cae.
Va la radiante aparición; el
aire es más delgado,
el bosque claro; de entre
los hombres nadie cruza
por las calles lejanas; y en
la calma se engendra
sublimidad, aunque no
obstante todo ría.
La primavera no reluce con
el brillar de flores
que es tan dulce a los
hombres, pero están las estrellas
claramente en el cielo; en
el cielo lejano
viéndose con agrado, sin
mudar casi nunca.
Como llanuras son los ríos;
toda apariencia
también dispersa surge; la
leche de la vida
perenne se demora. Y la
amplitud de las ciudades
surge con especial bondad en
ilimitada distancia.
Salud.