domingo, 20 de junio de 2021

Piezas en fuga (Anne Michaels)

4 comentarios

Las novelas que vienen de la poesía son efigies. Espacios en los que se suceden palabras con sentidos. Situaciones en las que el lenguaje construye el pensamiento (y no el pensamiento el lenguaje). Agradezco estas novelas cuando me aburren un poco los argumentos, cuando lo personajes actúan porque tienen que hacerlo.

En Piezas en fuga (1996), de Anne Michaels (1958), se suceden elementos que conforman individualidades que se desenvuelven en momentos sociales e históricos.  Predomina la dispersión. La novela no es lineal. Su protagonista (o sus dos protagonistas o sus tres protagonistas) sobreviven al genocidio nazi sobre el pueblo judío. Un arqueólogo griego, Athos, rescata a un niño, Jacob, y lo lleva a la isla en la que vive, Zakhynthos, en el mar Jónico. Viajan después a Canadá, donde viven hasta que el hombre muere, y el niño-hombre retorna a Idra, la isla del Egeo en la que está la casa familiar del arqueólogo. Allí quedan los cuadernos personales que Jacob elabora hasta su muerte, los cuales son rescatados por Ben, joven a quien conoce en Canadá, sobre los cuales se compone la novela.

El libro construye un ambiente alegórico plagado de elementos científicos y culturales, en el que son fundamentales las fuerzas cósmicas. La geología, la arqueología, la meteorología, la música, la literatura, la historia tienen existencias propias y, al tiempo, se entrelazan. Los cielos, las tierras, los mares, las historias familiares conforman la novela. No necesitan argumentos. Ella es el argumento.

Las piezas en fuga mantienen la unión con una brillante retórica, que habrá quien tome por abstracción, al tiempo que echará en falta una construcción psicológica más elaborada de las conductas personales. Nada, sin embargo, excusa su lectura.

Salud

lunes, 7 de junio de 2021

La muerte del sol (Yan Lianke)

6 comentarios

 

«Cenizas como plumas de gorrión o de fénix perseguían a la gente, aterrizando sobre la cara y el pelo». «El sol brillaba tanto que se veía la respiración de las flores y los pájaros enganchándose en el aire, emitiendo un ruido leve, como puntas de aguja batiéndose contra los rayos del sol, y a la vez claro, como estrellas que titilan en la noche». Son expresiones corrientes del libro La muerte del sol, de Yan Lianke (1958), traducido recientemente del chino por Belén Cuadra Mora y editada en Automática Editorial, que cuenta con otras obras de este autor.

Allá lejos. Tomar una obra literaria de China es prepararte para entrar en un mundo cultural distinto al que acostumbramos en Occidente, alimentado en la tradición judeocristiana, clásica o artúrica. Un mundo cultural rico y complejo, que ha sustentado durante siglos las creencias y motivaciones de unos pueblos con una civilización –ciencia e industria– superior a la nuestra (hasta que en el siglo XIX impusimos nuestra voluntad gracias a la aplicación de un elemento suyo: la pólvora).

Yan Lianke, en La muerte del sol, confirma el modo de ser oriental. Los personajes se mueven por la escena movidos por impulsos que desconocemos, pero que cuestionan los propósitos autoritarios a los que están sometidos. Los símbolos se suceden al tiempo que la crueldad se instala en el centro de la escena. Una burbuja envuelve a una población y convierte a sus habitantes en sonámbulos (conscientes de que obran en sueños). El propio autor es uno de ellos y deja en el vacío la fuente de la inspiración creadora. No extraña que Lianke –nacido con la revolución– sea un escritor premiado, al tiempo que controvertido e independiente. Criarse y vivir en una sociedad totalitaria imprime carácter.

Salud