Las novelas que vienen de la poesía son efigies. Espacios en los que se suceden palabras con sentidos. Situaciones en las que el lenguaje construye el pensamiento (y no el pensamiento el lenguaje). Agradezco estas novelas cuando me aburren un poco los argumentos, cuando lo personajes actúan porque tienen que hacerlo.
En Piezas en fuga (1996), de Anne Michaels (1958), se suceden
elementos que conforman individualidades que se desenvuelven en momentos
sociales e históricos. Predomina la
dispersión. La novela no es lineal. Su protagonista (o sus dos protagonistas o
sus tres protagonistas) sobreviven al genocidio nazi sobre el pueblo judío. Un
arqueólogo griego, Athos, rescata a un niño, Jacob, y lo lleva a la isla en la
que vive, Zakhynthos, en el mar Jónico. Viajan después a Canadá, donde viven
hasta que el hombre muere, y el niño-hombre retorna a Idra, la isla del Egeo en
la que está la casa familiar del arqueólogo. Allí quedan los cuadernos
personales que Jacob elabora hasta su muerte, los cuales son rescatados por
Ben, joven a quien conoce en Canadá, sobre los cuales se compone la novela.
El libro construye un ambiente alegórico plagado de elementos científicos y culturales, en el que son fundamentales las fuerzas cósmicas. La geología, la arqueología, la meteorología, la música, la literatura, la historia tienen existencias propias y, al tiempo, se entrelazan. Los cielos, las tierras, los mares, las historias familiares conforman la novela. No necesitan argumentos. Ella es el argumento.
Las piezas en fuga mantienen
la unión con una brillante retórica, que habrá quien tome por abstracción, al
tiempo que echará en falta una construcción psicológica más elaborada de las
conductas personales. Nada, sin embargo, excusa su lectura.