martes, 31 de agosto de 2010

Misterios en la literatura

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Pero madre
Estoy solo
En la espuma
En las sombras oscuras
No puedo volver a casa.

Con frecuencia oímos la expresión de que la vida es más fantástica o misteriosa que la literatura. Ciertamente, muchas de las personas que se han dedicado a las musas cuentan con anécdotas o pasajes de su existencia, dignos del argumento más exigente. No desmerece en este punto el final de la vida –¿o fue comienzo?– de Arthur Cravan (1887-1918, seudónimo de Fabian Avenarius Lloyd, sobrino de Óscar Wilde), dadaísta de pro, que un apacible día montó en una sólida goleta en Salina Cruz, al oeste de México, con el fin de llegar a un pueblo cercano, Puerto Ángel, para embarcarse hacia Argentina, pero nunca llegó a este primer destino. ¿Qué fue de él? No apareció rastro ni del cuerpo ni de la embarcación. Su compañera y esposa, Mina Loy (1882-1966), lo esperó en vano durante días en la playa.

Apenas hacía más de un año que se habían conocido en Nueva York; una para el otro y otro para la una eran el amor de su vida. Cravan, dedicado a algunas labores literarias ya en años anteriores en París, recibía sus ingresos pecuniarios de su actividad como boxeador. En la Ciudad de la Luz editaba una revista –Maintenant– que él mismo vendía en un carrito, pues decía que las librerías eran lugares en donde se oxidaba la cultura. Él tenía un concepto singular de ella. En cierta ocasión, iba a dar una charla pero acudió tan borracho que lo único que se le ocurrió fue desnudarse en público. Otra vez, había anunciado que se iba a suicidar en un lugar determinado; como la gente somos tan morbosa, el local se llenó y… entonces sí que aprovechó para dar una conferencia.

Así era Cravan, un mocetón de dos metros, que huyó de Francia al inicio de la primera guerra mundial porque era antimilitarista. Mina llevaba una hija en las entrañas cuando su marido desapareció y, lógicamente, le puso el nombre de Fabianne. Bastante mejor literata que él –también fue reconocida actriz–, compuso el sentido poema Jazz de la viuda y escribió las Letters of the unliving. Merece la pena leer a quien vislumbró «a la distancia de los muertos, el silencio opaco / del espacio no habitado».

miércoles, 4 de agosto de 2010

¿HACE UN BAÑITO? (Entrada Playera)

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¿Qué hace una bibliotecaria en vacaciones? sorprendentemente lo que todo el mundo, incluídos los usuarios, disfrutar de lo que uno tenga más a mano, el campo, la playa, el pueblo, la ciudad... y en este caso a mi me ha tocado el mar.
Os dejo este video porque estando en la playa, escuchando las olas la mente se relaja, se olvida de todas esas marañas cotidianas que impiden aprovechar los regalos que nos brinda el día a día.
En mi día playero no paro de dar Gracias y de pedir.
En mi día playero, no hay fechas, ni horas con horarios, ni se abre ni se cierra...
En mi día playero espero en la orilla apoltronada en mi toalla con mi mochila cerca donde guardo uno de los libros que en estos días deseo leer, espero, espero, espero...
Hay tiempo para todo, para pensar, para rezar, para leer pero las noches llegan tan pronto que arañan demasiado al día y ya no se cuál es más corto.
Se me olvidaba algo importante, por la noche, NO HAY CHAQUETA!!!.
Hasta pronto, me parece.


lunes, 2 de agosto de 2010

¿La cultura (biblioteca) transforma?

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¿Qué es lo revolucionario? «Lo que transforma», se decía. Hace años, en los pueblos, había muchos mozos y muchas mozas. Los domingos por la tarde era frecuente que los primeros se reunieran a merendar en las tabernas, distribuidos en varias cuadrillas. A medida que se iba comiendo y, sobre todo, bebiendo, el tono de las conversaciones subía y no era infrecuente que alguno comenzara a cantar, estableciéndose dúos cruzados entre las mesas. Pero también se daba, en muchas ocasiones, que se formaban peleas, fruto de viejas rencillas familiares o de vecindad, fruto de amores comunes por una gallarda moza. Cuando chicas y chicos comenzaron a salir a estudiar (por lo general, a colegios religiosos), fueron desapareciendo estos cuadros goyescos en los que se llegaba a los puños para resolver las diferencias. «Es la cultura», se decía, «los chicos estudian y ya no se pelean».
Narran las crónicas que en el tardofranquismo existían grandes ansias por conocer, por saber cómo se vivía en otros lugares en los que había libertad, por leer lo que se publicaba en países en los que no existía la censura. Por ello, al iniciarse la Transición, en determinadas ciudades se montaron varias librerías en las que había un rincón con sillones e, incluso, existía la posibilidad de tomarse un café o una infusión mientras se debatía sobre tal o cual libro o se comentaban los últimos acontecimientos. Se trataba de formarse críticamente. Política –en el sentido de la polis– y cultura tenían una conexión tal, que no podía hablarse de la una sin la otra.
Con el paso de los años fueron despareciendo los espacios de solaz, puesto que la economía se fue imponiendo al conocimiento. Pero no fue eso lo más preocupante. Lo evidente es que se ha desembocado en una sociedad especuladora, donde saber es igual a tener. No pinta nada (no tiene prestigio) quien tiene cultura si no tiene posición. Por ello, nos preguntamos a veces: ¿tienen las bibliotecas alguna incidencia en la sociedad?, ¿saldrán de ellas gente que valora la vida de manera culta?